Recientemente, y siguiendo el ejemplo de la gran potencia regional, Brasil, Argentina dio su reconocimiento a la existencia de un estado nacional palestino, considerando como tal al estado que presumiblemente sería soberano en el territorio anterior a la guerra de 1967.
Se trata de un paso importante, dado que da cuenta de una novedad geopolítica notable: quizá por primera vez Sudamérica ha mostrado un movimiento diplomático en bloque que afecta la geopolítica global. Además, esto se ha hecho con independencia de las políticas de las potencias europeas, asiáticas y norteamericanas. Se ha tomado una decisión en la cual Sudamérica actúa como un grupo de presión para conseguir la creación del estado palestino y, lógicamente, esto ha determinado la reacción negativa, aunque tibia, de la diplomacia israelí y de algunos dirigentes comunitarios de la colectividad judía-argentina.
Se dice, con razón, que esta resolución apoya la estrategia palestina frente a la asamblea de la ONU y el Consejo de seguridad del mismo organismo. Como otros casos, este es un tema delicado que requiere de algún análisis y de una postura política lo más clara posible.
Para comenzar, hay que decir que la política israelí respecto del problema con el pueblo palestino en la última década (por lo menos, es sólo para establecer una referencia temporal) es, en mi opinión, imposible de defender. Puede entenderse que Israel rechace la idea de un estado palestino gobernado por Hamas pero, aún así, la política de represión y ocupación militar (mediante la promoción y defensa de los asentamientos en territorios en disputa o claramente situados en lo que eventualmente sería terreno soberano del estado palestino) representa con continuo estado de agresión que no se justifica por el apartado de defensa de la propia población civil, porque no puede considerarse “población civil” a aquella enviada a colonizar el territorio ocupado. No sólo se vulnera el derecho territorial palestino, esto supone, además, intentar negociar “pacíficamente” con el dedo permanentemente puesto en el ojo de la otra parte (y donde digo “ojo”... lean bien).
Dado que el apoyo de las grandes potencias siempre ha sido nulo o nominal, la estrategia palestina frente a la ONU supone perseguir un símbolo. Ciertamente, piden algo que nunca existió, pero que puede entenderse perfectamente: esa es la idea de un reclamo simbólico, porque destaca, sobre todo, la injusticia del estado actual de las cosas.
Digo que es simbólico porque no existe tal cosa como una frontera palestina “anterior a 1967”. La Cisjordania estaba ocupada y, de hecho, anexionada por Jordania y la Franja de Gaza estaba bajo dominio egipcio. Luego de la guerra de los seis días, Jordania renuncia a dicha anexión y Egipto, en las negociaciones para la devolución de la península del Sinaí, no aceptó hacerse cargo de la Franja. Antes de la guerra 1945-49, en la cual se produjeron dichas ocupaciones, todo el territorio permanecía bajo mandato británico y la única demarcación de fronteras fue la propuesta por la propia ONU en 1947 (véase el mapa, en donde el estado árabe aparece en rojo, el judío en verde y Jerusalén es territorio binacional). Estas fronteras eran mucho más favorables a los palestinos que las que hoy en día parecen dispuestos a aceptar y, ciertamente, serían completamente inaceptables para Israel en la actualidad. Puede ponerse en duda la capacidad formal de la ONU para crear estados, pero vale la referencia como la única traza de fronteras efectuada en el seno de un organismo internacional.
De este modo, en realidad, el reconocimiento sudamericano del estado palestino, en términos territoriales, favorece a Israel, porque le reconoce la soberanía sobre territorios que la comunidad internacional aceptó “de facto”. Al hablar de “fronteras anteriores a 1967”, la franja de Gaza y Cisjordania están notablemente disminuidas respecto del plan de 1947 y de la división del norte del territorio no se dice nada en lo absoluto. Fueron fronteras que nunca llegaron a formalizarse, de modo que no puede hablarse estrictamente de una anexión israelí, pero el estado de derrota de los palestinos es tal, que pueden darse por contentos si aceptan tales condiciones.
La pregunta es, entonces, por qué existe tal oposición a la creación del estado palestino, lo cual conduce a plantear la cuestión de bajo cuáles condiciones tal creación sería aceptada por Israel y por la comunidad internacional. Realmente, la posibilidad de alcanzar un acuerdo justo lleva muerta más de medio siglo.
Los problemas originales continúan vigentes: los refugiados palestinos no tienen nacionalidad en la cual cobijarse (problema que fue el origen mismo de las reivindicaciones sionistas) y, sobre todo, no tienen un estado de referencia para construir y reclamar derechos sociales, económicos y culturales, derechos políticos, libertades civiles, garantías procesales, servicios y asistencia social derivadas no de la caridad, sino de la propia capacidad social de responder a las necesidades más básicas de la población. Los asentamientos de colonos, muchos de ellos auténticos fanáticos integristas incapaces de reconocer las razones y necesidades de los demás, y por ello mismo ajenos a toda negociación, jaquean militarmente la Cisjordania y el estado de guerra permanente bloquea toda posibilidad de desarrollo económico y social sostenible y sustentable (sostenible en el tiempo, sustentable en las posibilidades tecnológicas y los recursos) también en la Franja de Gaza.
Es bien cierto que cada atentado contra la población civil israelí es un clavo en el ataúd de las negociaciones por la paz, pero lo mismo ocurre con cada nuevo barrio que se levanta y con cada dispositivo de opresión y control que se efectúa contra la población civil palestina.
Aunque ya no parece estar sobre la mesa, persistirá seguramente la cuestión de Jerusalén oriental. Sin embargo, parece sensato pensar que la creación de un estado palestino en las condiciones planteadas por Sudamérica no afecta a los requisitos israelíes. Es cierto que, una vez declarada la soberanía palestina, Israel no podría impedir el retorno de los refugiados a Cisjordania, por ejemplo, aun sin considerar que harían falta décadas para que Palestina fuera capaz de realizar tal absorción. Pero sus propias fronteras quedarían medianamente seguras (y, en todo caso, no menos seguras que hoy en día). En cuanto a los colonos, sólo es posible pensar en dos soluciones: que sean devueltos a territorio israelí o que se conviertan en una minoría en Palestina, así como hay minorías no judías en Israel. Si se preservan sus derechos, esta parece ser la mejor opción... para el propio Estado de Israel.
En cualquier caso, la prolongación de la actual situación no parece beneficiar a ninguna de las partes en términos de la defensa de los derechos humanos y ciertamente sin el apoyo de la comunidad internacional (sea lo que sea eso) no parece posible siquiera destrabar la actual situación. Hay que decir que escribir sobre este tema con el actual gobierno israelí es bastante fácil, como en otro tiempo la actitud exacerbada de ciertos grupos palestinos respecto del no-reconocimiento delo estado judío facilitaba las cosas.
Quizás el principal problema social continúa siendo el de siempre en este panorama: el intento de crear estados que defiendan las características étnicas y culturales de sus habitantes. En este sentido, diré lo que siempre digo: a largo plazo, los estados nacionales son poco efectivos para realizar esta defensa. En cualquier caso, el tema es discutible. Mucho más claro parece observar la situación social presente y decir que el constante estado de indefensión y subordinación del pueblo palestino es insoportable. El sionismo luchó primero por un símbolo: el del hogar nacional para los judíos, hoy tiene un estado. ¿Con que derecho, con qué razón, se le negará a otros la posibilidad de pelear por otro símbolo análogo?
No soy optimista, realmente, respecto del resultado pero, aunque no lo puedan ver, por la propia razón de ser del estado judío, que es defender a la cultura y, sobre todo, a las personas judías, creo que (hace mucho en realidad) llegó la hora de aceptar que los palestinos necesitan organizar un estado reconocido internacionalmente para pensar en un futuro menos asqueroso. En consecuencia, creo que debemos apoyar la iniciativa sudamericana refrendada por argentina, para que el reclamo, por ahora simbólico, de un estado palestino, se haga escuchar y se instale como una posibilidad.
Este espacio tiene como objetivo abrir la discusión sobre diversas problemáticas de la realidad judía y judeo-argentina. Más elementos y descargas en el sitio: https://sites.google.com/site/elpartisanocultural/home
lunes, 27 de diciembre de 2010
lunes, 13 de diciembre de 2010
Resultado de un cortocircuito con salto cuántico: la Cashrut y el emoticón
Después de charlar con un amigo, que ustedes no tienen seguramente el gusto de conocer, me pareció apropiado escribir algunas palabras que echaran oscura sombra sobre las prácticas alimentarias rituales judías, contenidas en las reglas de Cashrut, después intercambié mensajes con un compañero de trabajo y se me cruzaron los cables... este es el inesperado resultado del cortocircuito resultante.
Para empezar, debe decirse que existen al menos dos paradigmas generales para interpretar estas prácticas: el primer paradigma es precisamente la interpretación de su carácter ritual, es decir, una práctica estructurada por la normativa y el culto judíos y, a la vez, estructuradora de la vida de los judíos avocados al desarrollo y mantenimiento de dicha normativa; el segundo paradigma, en cambio, consiste en la interpretación de su carácter simbólico a partir de teorías sociológicas, semiológicas y antropológicas y determinados conocimientos técnicos. ¿Cuál es la diferencia entre ambos? Ciertamente, no se trata de una diferencia de racionalidad, pues ambos paradigmas son, en cuanto a sus reglas internas de verificación de proposiciones, igualmente coherentes. Es verdad que existen profundas diferencias entre ambos paradigmas, pero siempre ocurrirá que los defensores de uno considerarán que la actitud opuesta es en cierto sentido irracional. No se trata tampoco de una cuestión de fe, pues ambos paradigmas tienen idéntica fe en sus principios de validación. Preferimos aquí creer que la diferencia es la perspectiva (casi siempre difusa, internamente plural y conflictiva, por otra parte) de las asociaciones de seres humanos que las sostengan, y las relaciones entre ellas están sujetas a relaciones recíprocas de poder, que están históricamente situadas. Esto supone que nuestra propia perspectiva se aproxima más al segundo paradigma, porque la propia descripción de los paradigmas debe hacerse necesariamente desde un paradigma, definido en este sentido como un conjunto de prácticas con sentido ideológico, es decir, con capacidad de representar las relaciones que las personas tienen con sus propias ideas acerca de sus condiciones de existencia.
El primer paradigma, que generalmente se identifica (y auto-identifica) con el pensamiento religioso (porque está vinculado con el culto, sus ritos y sus mitos) puede percibirse como una perspectiva interna, pues sólo depende de consideraciones internas de validación de las proposiciones que en su contexto se sostengan. El segundo paradigma, por el contrario, se identifica con el pensamiento científico, porque reclama formas externas de validación de las ideas vinculadas a los paradigmas, es decir, reclama que sean teorías diferentes a las presentes en la doctrina y el culto las que interpreten los contenidos de la doctrina (y por esta razón no incluimos en este paradigma a la filosofía ni a la teología).
En este sentido, el paradigma ritual-interno valida las reglas alimentarias rituales judías según los mandatos considerados divinos (corporizados en determinados textos canónicos) y las interpretaciones desarrolladas por “sabios” reconocidos y legitimados de diferentes épocas y geografías. Por su parte, el paradigma simbólico-externo interpreta dichos contenidos utilizando textos científicos y opiniones ceñidas a teorías y métodos de investigación de distinta índole, pero generalmente validados en instituciones de tipo académico, o análogas a éstas.
La larguísima tradición judía ha producido interesantes variantes a este modelo, pues lo que en su momento pudiera haber sido una interpretación de la segunda especie pudo haberse convertido con el paso del tiempo y las interpretaciones posteriores en interpretaciones de la primera; el caso inverso es más raro, pero no infrecuente.
Lamentablemente, las complicaciones no se reducen a esta dicotomía (que es tan débil y esquemática como cualquier otra) sino que internamente ambos paradigmas ofrecen numerosas posibilidades.
Dentro del primer paradigma las diferencias internas tienden a modificar interpretaciones dentro de un marco de prácticas bastante estables (pues de otro modo pronto se harían irreconocibles y el culto sería otro como ocurrió, efectivamente, con las reglas de Cashrut en el contexto del Islam): en este sentido, a pesar de asociarse al pensamiento ritual y “religioso”, el paradigma interno es más resistente al paso del tiempo, precisamente porque el segundo paradigma es propio de un contexto en el cual el cambio de las construcciones con sentido (y que dan sentido) es más normal que la estabilidad. A su vez, la flexibilidad y amplitud de la ciencia resulta ser también, curiosamente, una fuente de debilidad relativa porque, al menos en apariencia, los defensores del primer modelo “cambian menos de opinión” y el sentido común tiende a atribuir una mayor legitimidad a las ideas más durables. No obstante, “más durable” significa también “menos versátil”, en un contexto donde la falta de versatilidad constituye una importante debilidad relativa. Porque el carácter dinámico del contexto exige una permanente adaptabilidad, la cual, evidentemente, es más accesible a las ideas más versátiles. No es ningún secreto histórico que la ciencia y sus innumerables campos y especialidades deben su multiplicación a las características dinámicas de las sociedades modernas y contemporáneas, y no es posible extenderse aquí sobre la cuestión.
Mostremos esta situación, que tiene notorias consecuencias socio-políticas, con algún ejemplo. Existen muchas perspectivas internas-rituales para interpretar la norma alimentaria judía que prohíbe consumir carne de cerdo. Sin embargo, la variedad de la religiosidad judía ha derivado en grados de observancia diferente en cuanto a su cumplimiento efectivo y modos de aplicación, sin que ello haya significado un fraccionamiento del sentido general de la propia normativa alimentaria: dentro del culto, se la reconoce como válida, aun cuando se considere que su cumplimiento tenga diferentes grados de exigibilidad (que van del absoluto al cero). La riqueza analítica de este proceso está limitada por las razones que se expresaban más arriba: este paradigma no es demasiado versátil. En cambio, se nos presentan tres diferentes (no únicas y no necesariamente incompatibles) perspectivas simbólico-externas para intentar explicar esa misma norma.
Una primera línea explicativa sugiere que el consumo de cerdo fue prohibido debido a las enfermedades que este animal portaba y que, luego, este sentido práctico fue revestido de un carácter religioso. Una segunda línea sugiere que el consumo de cerdo fue convertido en tabú porque al tratarse de animales omnívoros (multívoros es quizá más apropiado) se presentaban como competidores alimentarios del ser humano (el cerdo y el ser humano componen un selecto grupo de evolución natural en este sentido). Una tercera línea profundiza más en los aspectos filosóficos de las prácticas sociales y sugiere que la carne de cerdo no podía consumirse porque era considerada impura porque el cerdo era, en realidad, un animal sagrado. Esto podrá parecer una contradicción a los ojos de un lector no advertido, por lo cual será necesario profundizar sobre la cuestión algo más adelante.
La primera tesis choca con la evidencia de que muchos alimentos permitidos también son potenciales huéspedes y transmisores de enfermedades; a la vez, las normas alimentarias prohíben otros alimentos que no parecen producir enfermedades. En realidad, esta tesis parece ser más una defensa cuasi-científica ad hoc, desarrolladla posteriormente para sostener la racionalidad de la práctica en su contexto de desarrollo original.
La segunda tesis, por su parte, deja dos cuestiones controversiales: la primera, y más obvia, es que un animal omnívoro es un competidor de otro en igualdad de condiciones (es decir: si ambos están efectivamente compitiendo por el alimento disponible) pero no lo son si uno cría al otro (en este caso el humano al cerdo). En este supuesto, de hecho, el animal omnívoro es más fácil de alimentar; la segunda es que la prohibición de algo siempre existe dada la existencia de algo. Por ejemplo, la prohibición de robar sólo puede existir en culturas que reconocen la propiedad exclusiva, el adulterio sólo es castigado si tiende a producirse, de lo cual se deduce que la institución defendida, el matrimonio en este caso, contradice o reprime alguna tendencia existente. Por lo tanto, sólo tiene sentido prohibir el consumo de cerdo si efectivamente se encuentran cerdos que potencialmente la gente podría consumir y si esta gente estaría dispuesta en algún caso y por algún motivo a violar la prohibición. Es cierto que la ley judía, a medida que desarrolló su casuística, terminó por presentar algunos criterios generales (el tipo de pezuñas, la cobertura externa, etc.) pero ciertamente no cabría esperarse que la ley alimentaria judía se pronunciara explícitamente sobre la posibilidad del consumo de Mamuts, Tiranosaurios Rex, Alpacas, Pingüinos Emperador o Canguros. En el caso del cerdo, la norma delata su presencia: a un competidor alimentario, como podría ser un lobo respecto de la ganadería ovina o el zorro respecto de la avicultura (y que además transmite enfermedades), se lo extermina, no se lo convierte en tabú religioso.
La tercera tesis es más sutil y, debe decirse ya, más ajustada al conocimiento histórico disponible. También es importante para este artículo por una razón que se desvelará más tarde. La asociación de lo sagrado con la pureza es un fenómeno religioso tardío en el judaísmo y su influencia principal ha sido con toda probabilidad la filosofía religiosa persa (tan vinculada a elementos indoarios –si, leyó bien, arios, pero no tiene nada que ver con el nazismo–). En las diversas variedades del pensamiento filosófico que se alimentaron en el corazón del vasto y longevo imperio persa la distinción de lo puro como sagrado era fundamental, y esto se transfería a las prácticas religiosas y políticas: el fuego (con Shammash, el “fuego de firmamento” el sol, a la cabeza astrológica) era la representación antonomástica de la pureza. Sin embargo, la religión judía se nutre de sustratos religiosos mucho más antiguos y, como ha quedado bastante probado, en el pensamiento religioso antiguo lo sagrado era algo en este mundo que no pertenecía totalmente a este mundo, que en alguna medida era ajeno a él y que, por lo tanto, debía ser alejado del mundo cotidiano, repudiado: debía convertirse en tabú, en prohibición. Este repudio es lo que constituye el fundamento de lo sagrado. Lo que es tabú debe mantenerse alejado porque es impureza en un doble sentido: pertenece en realidad a un orden de cosas más elevado, que no debe contaminarse del ser profano del resto de la existencia, por otro lado, la existencia cotidiana no puede preservarse si se contamina de lo sagrado-impuro, es decir, si se vulnera el tabú. La suma de determinados elementos sagrados-tabú constituye un discurso complejo acerca del mundo cotidiano y el universo externo al que no puede accederse sin purificarse de la cotidianeidad y es, a la vez, lo que da límite (y por lo tanto forma) a una comunidad: es su tótem, del cual emana fuerza espiritual y el cual condena la debilidad moral que aparece cuando se vulnera un tabú. De esta manera, el establecimiento de una prohibición convierte en prohibido e impuro algo, pero para que ese algo sea elegido debe poseer previamente alguna característica de lo que no es de este mundo: debe ser algo sagrado. Es por eso que en la descripción clásica de las religiones antiguas “sagrado” e “impuro” sean considerados prácticamente sinónimos.
Ahora bien, no debe olvidarse que el culto no es solamente un conjunto de creencias filosóficas sino también las prácticas vinculadas a estas creencias. Y estas prácticas tienen siempre un asiento material, práctico que se establece en determinadas relaciones e instituciones sociales. En el caso de la religión judía antigua, en la época de los reinos pos-salomónicos, entre el siglo décimo y el quinto antes de la era común (que es cuando la hegemonía persa cambia muchas instituciones) la institución elegida como línea entre este mundo y el otro era el sacerdocio. Era en el sacerdocio, entonces, donde se tocaban los universos y era en el sacerdote, por lo tanto, donde debía existir la conexión. En el canon judío esto se refleja más que en ninguna otra parte en el libro del levítico (tercer libro del pentateuco) y da pie para mi conjetura descabellada de hoy (aunque no lo es tanto, simplemente se opone al sentido común).
Originalmente, el libro del levítico fue escrito como un compendio mítico-normativo exclusivo: no era para la educación de todo el pueblo de Israel, sino sólo para quienes tenían que conectar este mundo con el otro: la tribu de Leví, la casta sacerdotal judía iniciada (de manera mítica) por el hermano del gran profeta Moisés: Aarón. Esta tribu renunció al poder temporal y no recibió tierras en la tierra conquistada por Josué, en la confederación de tribus liderada por los jueces ni en el reino unificado bajo Saúl, David y Salomón (quien instituye finalmente el servicio del templo de Jerusalén dedicado al dios Yavé, cuyo sacerdocio masculino es el de Levi).
Los levitas nutren y protegen al círculo de los auténticos oficiantes sacerdotales: los cohanim (la palabra “cohen”, es de origen mesopotámico), investidos por su sangre y sus prácticas de purificación para el servicio de la casa de dios. Y es esta purificación requerida la que se simboliza en el vestir, en el vivir... y en el comer. En mi opinión, las reglas más estrictas de la Cashrut estaban originalmente reservadas a este círculo cerrado y selecto, porque, si fuera una práctica obligatoria y extendida, nada tendrían los sacerdotes de especial, siendo como eran, también, hijos de Eva y Adán, de Sara y Abrahám. Por eso los sacerdotes estaban obligados a abstenerse de conocidos manjares impuros (sagrados) como la buena carne de cerdo. El principio es análogo a la castidad requerida a las vestales romanas o (tardíamente) al sacerdote católico. La alimentación sagrada era totémica, integraba la casta sacerdotal internamente e integraba el mundo religioso con el profano.
Más tarde, con la destrucción del templo (cuyas prácticas ya habían sido alteradas profundamente por el influjo persa) y la desaparición del levirato y el sacerdocio judío, los intérpretes del canon debieron buscarle un lugar nuevo en la tradición judía y lo que antes había sido obligación exclusiva del sacerdote ahora pasó a serlo de todo judío observante de la ley, que era a su vez la ley reinterpretada en sinagoga por los eruditos rabíes de diferentes escuelas y generaciones, y que comprende la compilación del canon definitivo del pentateuco, los libros de los profetas y los escritos adicionales seleccionados de una bibliografía mucho más extensa que llega hasta los apócrifos tardíos como Tobit o los cuatro libros de Macabeos y comprende literatura más antigua, como la recopilada por los monjes esenios: el libro de la sabiduría, los hijos de la luz y los hijos de la sombra y otros. Los cabalistas medievales aprovecharon para introducir en este canon secundario su propia bibliografía básica, como el libro del esplendor. Pero la actividad interpretativa principal fue de orden fundamentalmente jurídico, y en ella intervinieron los compiladores de los tratados de Mishná y las extensas doctrinas derivadas compiladas en el Talmud. Con un par de milenios la práctica de la Cashrut quedó establecida como marca de identidad, aunque casi sin dudas su observancia absoluta sólo rigió para determinados círculos intelectuales y políticos. En diversas geografías, luego de finalizada la compilación del Talmud (hacia el año 400 de la era común), la legislación se actualizó mediante códigos y comentarios adicionales (el Mishné Torá, el Shulján Aruj, etc).
Para el judío observante, todas estas son fuentes potencialmente legítimas para sus prácticas, pero parece que es defendible un judaísmo, incluso un judaísmo con vocación religiosa, que no haga de la Cashrut un núcleo central de su práctica ritual. La actual tensión acerca de la centralidad de las reglas alimentarias en los principios de identidad constituye una posibilidad, pero ciertamente no una necesidad para la auto-identificación de la tradición judía y la integración comunitaria de los judíos. A fin de cuentas, la prohibición de comer jamón sólo debería regir para aquellos capaces de discutir acerca de la pertinencia o no de dicho tabú. En la práctica, sin embargo, las reglas de Cashrut son materia de especialistas calificados que certifican burocráticamente la cualidad de un alimento o elemento implicado en la preparación de alimentos. Y algo reservado a especialistas burocratizados nunca puede ser realmente un principio general de identidad.
Salto cuántico: de la Cashrut al emoticón
El emoticón es un gráfico simple y claro que pretende transmitir una emoción sin recurrir al discurso verbal o modificando la percepción de un discurso considerado según su contenido y su gramática. La palabra emoticón es un neologismo que reúne brutalmente dos términos el de emoción y el de ícono: la emoción es la cualidad emotiva asignada a una percepción o a una descripción de la realidad circundante, el ícono es la representación gráfica de una referencia definida como arquetípica: así, la sonrisa es emoticón de la alegría, el rostro rojo es emoticón de la furia, la lágrima es emoticón de la tristeza. El tropo lingüístico correspondiente es una metonimia donde se toma una parte por el todo, pero presentada de una manera extremadamente simplificada, hasta que la simplificación se convierte en el objeto mismo del emoticón, reduciendo las posibilidades de la realidad. Desde el emoticón consolidado, la alegría es sólo la sonrisa (que es un resultado reflejo de la alegría en el mejor de los casos), la lágrima es toda la tristeza (cuando puede ser producida por un poco de polen), el rostro rojo es la ira (no un trasnochado comunista, no un principio de ahogo, no una característica étnica). Los emoticones son cabalmente incapaces de representar situaciones emocionales complejas, que son las que predominan en el ser humano, y nos devuelven a la simplicidad casi acultural del animal.
Segunda conjetura disparatada de la fecha: el jamón sí o el jamón no es un emoticón de la condición judía actual: reduce su complejidad, aniquila su riqueza, explota lo superficial y reniega de sus contenidos y desarrollos más interesantes, esos que harían valer la pena a la condición judía en un mundo cada vez chato y de emociones-íconos que no representan, sino que reemplazan a las emociones. Del mismo modo que a las emociones esta chatura ataca al pensamiento: ya no hay doxa, una idea consolidada en una opinión elaborada, sino sólo doxiconos robados al sentido común y a alguna ocasional lectura, de la misma manera que rebajamos la expresión de nuestras emociones a las débiles imágenes de una bolita sonriente.
Para empezar, debe decirse que existen al menos dos paradigmas generales para interpretar estas prácticas: el primer paradigma es precisamente la interpretación de su carácter ritual, es decir, una práctica estructurada por la normativa y el culto judíos y, a la vez, estructuradora de la vida de los judíos avocados al desarrollo y mantenimiento de dicha normativa; el segundo paradigma, en cambio, consiste en la interpretación de su carácter simbólico a partir de teorías sociológicas, semiológicas y antropológicas y determinados conocimientos técnicos. ¿Cuál es la diferencia entre ambos? Ciertamente, no se trata de una diferencia de racionalidad, pues ambos paradigmas son, en cuanto a sus reglas internas de verificación de proposiciones, igualmente coherentes. Es verdad que existen profundas diferencias entre ambos paradigmas, pero siempre ocurrirá que los defensores de uno considerarán que la actitud opuesta es en cierto sentido irracional. No se trata tampoco de una cuestión de fe, pues ambos paradigmas tienen idéntica fe en sus principios de validación. Preferimos aquí creer que la diferencia es la perspectiva (casi siempre difusa, internamente plural y conflictiva, por otra parte) de las asociaciones de seres humanos que las sostengan, y las relaciones entre ellas están sujetas a relaciones recíprocas de poder, que están históricamente situadas. Esto supone que nuestra propia perspectiva se aproxima más al segundo paradigma, porque la propia descripción de los paradigmas debe hacerse necesariamente desde un paradigma, definido en este sentido como un conjunto de prácticas con sentido ideológico, es decir, con capacidad de representar las relaciones que las personas tienen con sus propias ideas acerca de sus condiciones de existencia.
El primer paradigma, que generalmente se identifica (y auto-identifica) con el pensamiento religioso (porque está vinculado con el culto, sus ritos y sus mitos) puede percibirse como una perspectiva interna, pues sólo depende de consideraciones internas de validación de las proposiciones que en su contexto se sostengan. El segundo paradigma, por el contrario, se identifica con el pensamiento científico, porque reclama formas externas de validación de las ideas vinculadas a los paradigmas, es decir, reclama que sean teorías diferentes a las presentes en la doctrina y el culto las que interpreten los contenidos de la doctrina (y por esta razón no incluimos en este paradigma a la filosofía ni a la teología).
En este sentido, el paradigma ritual-interno valida las reglas alimentarias rituales judías según los mandatos considerados divinos (corporizados en determinados textos canónicos) y las interpretaciones desarrolladas por “sabios” reconocidos y legitimados de diferentes épocas y geografías. Por su parte, el paradigma simbólico-externo interpreta dichos contenidos utilizando textos científicos y opiniones ceñidas a teorías y métodos de investigación de distinta índole, pero generalmente validados en instituciones de tipo académico, o análogas a éstas.
La larguísima tradición judía ha producido interesantes variantes a este modelo, pues lo que en su momento pudiera haber sido una interpretación de la segunda especie pudo haberse convertido con el paso del tiempo y las interpretaciones posteriores en interpretaciones de la primera; el caso inverso es más raro, pero no infrecuente.
Lamentablemente, las complicaciones no se reducen a esta dicotomía (que es tan débil y esquemática como cualquier otra) sino que internamente ambos paradigmas ofrecen numerosas posibilidades.
Dentro del primer paradigma las diferencias internas tienden a modificar interpretaciones dentro de un marco de prácticas bastante estables (pues de otro modo pronto se harían irreconocibles y el culto sería otro como ocurrió, efectivamente, con las reglas de Cashrut en el contexto del Islam): en este sentido, a pesar de asociarse al pensamiento ritual y “religioso”, el paradigma interno es más resistente al paso del tiempo, precisamente porque el segundo paradigma es propio de un contexto en el cual el cambio de las construcciones con sentido (y que dan sentido) es más normal que la estabilidad. A su vez, la flexibilidad y amplitud de la ciencia resulta ser también, curiosamente, una fuente de debilidad relativa porque, al menos en apariencia, los defensores del primer modelo “cambian menos de opinión” y el sentido común tiende a atribuir una mayor legitimidad a las ideas más durables. No obstante, “más durable” significa también “menos versátil”, en un contexto donde la falta de versatilidad constituye una importante debilidad relativa. Porque el carácter dinámico del contexto exige una permanente adaptabilidad, la cual, evidentemente, es más accesible a las ideas más versátiles. No es ningún secreto histórico que la ciencia y sus innumerables campos y especialidades deben su multiplicación a las características dinámicas de las sociedades modernas y contemporáneas, y no es posible extenderse aquí sobre la cuestión.
Mostremos esta situación, que tiene notorias consecuencias socio-políticas, con algún ejemplo. Existen muchas perspectivas internas-rituales para interpretar la norma alimentaria judía que prohíbe consumir carne de cerdo. Sin embargo, la variedad de la religiosidad judía ha derivado en grados de observancia diferente en cuanto a su cumplimiento efectivo y modos de aplicación, sin que ello haya significado un fraccionamiento del sentido general de la propia normativa alimentaria: dentro del culto, se la reconoce como válida, aun cuando se considere que su cumplimiento tenga diferentes grados de exigibilidad (que van del absoluto al cero). La riqueza analítica de este proceso está limitada por las razones que se expresaban más arriba: este paradigma no es demasiado versátil. En cambio, se nos presentan tres diferentes (no únicas y no necesariamente incompatibles) perspectivas simbólico-externas para intentar explicar esa misma norma.
Una primera línea explicativa sugiere que el consumo de cerdo fue prohibido debido a las enfermedades que este animal portaba y que, luego, este sentido práctico fue revestido de un carácter religioso. Una segunda línea sugiere que el consumo de cerdo fue convertido en tabú porque al tratarse de animales omnívoros (multívoros es quizá más apropiado) se presentaban como competidores alimentarios del ser humano (el cerdo y el ser humano componen un selecto grupo de evolución natural en este sentido). Una tercera línea profundiza más en los aspectos filosóficos de las prácticas sociales y sugiere que la carne de cerdo no podía consumirse porque era considerada impura porque el cerdo era, en realidad, un animal sagrado. Esto podrá parecer una contradicción a los ojos de un lector no advertido, por lo cual será necesario profundizar sobre la cuestión algo más adelante.
La primera tesis choca con la evidencia de que muchos alimentos permitidos también son potenciales huéspedes y transmisores de enfermedades; a la vez, las normas alimentarias prohíben otros alimentos que no parecen producir enfermedades. En realidad, esta tesis parece ser más una defensa cuasi-científica ad hoc, desarrolladla posteriormente para sostener la racionalidad de la práctica en su contexto de desarrollo original.
La segunda tesis, por su parte, deja dos cuestiones controversiales: la primera, y más obvia, es que un animal omnívoro es un competidor de otro en igualdad de condiciones (es decir: si ambos están efectivamente compitiendo por el alimento disponible) pero no lo son si uno cría al otro (en este caso el humano al cerdo). En este supuesto, de hecho, el animal omnívoro es más fácil de alimentar; la segunda es que la prohibición de algo siempre existe dada la existencia de algo. Por ejemplo, la prohibición de robar sólo puede existir en culturas que reconocen la propiedad exclusiva, el adulterio sólo es castigado si tiende a producirse, de lo cual se deduce que la institución defendida, el matrimonio en este caso, contradice o reprime alguna tendencia existente. Por lo tanto, sólo tiene sentido prohibir el consumo de cerdo si efectivamente se encuentran cerdos que potencialmente la gente podría consumir y si esta gente estaría dispuesta en algún caso y por algún motivo a violar la prohibición. Es cierto que la ley judía, a medida que desarrolló su casuística, terminó por presentar algunos criterios generales (el tipo de pezuñas, la cobertura externa, etc.) pero ciertamente no cabría esperarse que la ley alimentaria judía se pronunciara explícitamente sobre la posibilidad del consumo de Mamuts, Tiranosaurios Rex, Alpacas, Pingüinos Emperador o Canguros. En el caso del cerdo, la norma delata su presencia: a un competidor alimentario, como podría ser un lobo respecto de la ganadería ovina o el zorro respecto de la avicultura (y que además transmite enfermedades), se lo extermina, no se lo convierte en tabú religioso.
La tercera tesis es más sutil y, debe decirse ya, más ajustada al conocimiento histórico disponible. También es importante para este artículo por una razón que se desvelará más tarde. La asociación de lo sagrado con la pureza es un fenómeno religioso tardío en el judaísmo y su influencia principal ha sido con toda probabilidad la filosofía religiosa persa (tan vinculada a elementos indoarios –si, leyó bien, arios, pero no tiene nada que ver con el nazismo–). En las diversas variedades del pensamiento filosófico que se alimentaron en el corazón del vasto y longevo imperio persa la distinción de lo puro como sagrado era fundamental, y esto se transfería a las prácticas religiosas y políticas: el fuego (con Shammash, el “fuego de firmamento” el sol, a la cabeza astrológica) era la representación antonomástica de la pureza. Sin embargo, la religión judía se nutre de sustratos religiosos mucho más antiguos y, como ha quedado bastante probado, en el pensamiento religioso antiguo lo sagrado era algo en este mundo que no pertenecía totalmente a este mundo, que en alguna medida era ajeno a él y que, por lo tanto, debía ser alejado del mundo cotidiano, repudiado: debía convertirse en tabú, en prohibición. Este repudio es lo que constituye el fundamento de lo sagrado. Lo que es tabú debe mantenerse alejado porque es impureza en un doble sentido: pertenece en realidad a un orden de cosas más elevado, que no debe contaminarse del ser profano del resto de la existencia, por otro lado, la existencia cotidiana no puede preservarse si se contamina de lo sagrado-impuro, es decir, si se vulnera el tabú. La suma de determinados elementos sagrados-tabú constituye un discurso complejo acerca del mundo cotidiano y el universo externo al que no puede accederse sin purificarse de la cotidianeidad y es, a la vez, lo que da límite (y por lo tanto forma) a una comunidad: es su tótem, del cual emana fuerza espiritual y el cual condena la debilidad moral que aparece cuando se vulnera un tabú. De esta manera, el establecimiento de una prohibición convierte en prohibido e impuro algo, pero para que ese algo sea elegido debe poseer previamente alguna característica de lo que no es de este mundo: debe ser algo sagrado. Es por eso que en la descripción clásica de las religiones antiguas “sagrado” e “impuro” sean considerados prácticamente sinónimos.
Ahora bien, no debe olvidarse que el culto no es solamente un conjunto de creencias filosóficas sino también las prácticas vinculadas a estas creencias. Y estas prácticas tienen siempre un asiento material, práctico que se establece en determinadas relaciones e instituciones sociales. En el caso de la religión judía antigua, en la época de los reinos pos-salomónicos, entre el siglo décimo y el quinto antes de la era común (que es cuando la hegemonía persa cambia muchas instituciones) la institución elegida como línea entre este mundo y el otro era el sacerdocio. Era en el sacerdocio, entonces, donde se tocaban los universos y era en el sacerdote, por lo tanto, donde debía existir la conexión. En el canon judío esto se refleja más que en ninguna otra parte en el libro del levítico (tercer libro del pentateuco) y da pie para mi conjetura descabellada de hoy (aunque no lo es tanto, simplemente se opone al sentido común).
Originalmente, el libro del levítico fue escrito como un compendio mítico-normativo exclusivo: no era para la educación de todo el pueblo de Israel, sino sólo para quienes tenían que conectar este mundo con el otro: la tribu de Leví, la casta sacerdotal judía iniciada (de manera mítica) por el hermano del gran profeta Moisés: Aarón. Esta tribu renunció al poder temporal y no recibió tierras en la tierra conquistada por Josué, en la confederación de tribus liderada por los jueces ni en el reino unificado bajo Saúl, David y Salomón (quien instituye finalmente el servicio del templo de Jerusalén dedicado al dios Yavé, cuyo sacerdocio masculino es el de Levi).
Los levitas nutren y protegen al círculo de los auténticos oficiantes sacerdotales: los cohanim (la palabra “cohen”, es de origen mesopotámico), investidos por su sangre y sus prácticas de purificación para el servicio de la casa de dios. Y es esta purificación requerida la que se simboliza en el vestir, en el vivir... y en el comer. En mi opinión, las reglas más estrictas de la Cashrut estaban originalmente reservadas a este círculo cerrado y selecto, porque, si fuera una práctica obligatoria y extendida, nada tendrían los sacerdotes de especial, siendo como eran, también, hijos de Eva y Adán, de Sara y Abrahám. Por eso los sacerdotes estaban obligados a abstenerse de conocidos manjares impuros (sagrados) como la buena carne de cerdo. El principio es análogo a la castidad requerida a las vestales romanas o (tardíamente) al sacerdote católico. La alimentación sagrada era totémica, integraba la casta sacerdotal internamente e integraba el mundo religioso con el profano.
Más tarde, con la destrucción del templo (cuyas prácticas ya habían sido alteradas profundamente por el influjo persa) y la desaparición del levirato y el sacerdocio judío, los intérpretes del canon debieron buscarle un lugar nuevo en la tradición judía y lo que antes había sido obligación exclusiva del sacerdote ahora pasó a serlo de todo judío observante de la ley, que era a su vez la ley reinterpretada en sinagoga por los eruditos rabíes de diferentes escuelas y generaciones, y que comprende la compilación del canon definitivo del pentateuco, los libros de los profetas y los escritos adicionales seleccionados de una bibliografía mucho más extensa que llega hasta los apócrifos tardíos como Tobit o los cuatro libros de Macabeos y comprende literatura más antigua, como la recopilada por los monjes esenios: el libro de la sabiduría, los hijos de la luz y los hijos de la sombra y otros. Los cabalistas medievales aprovecharon para introducir en este canon secundario su propia bibliografía básica, como el libro del esplendor. Pero la actividad interpretativa principal fue de orden fundamentalmente jurídico, y en ella intervinieron los compiladores de los tratados de Mishná y las extensas doctrinas derivadas compiladas en el Talmud. Con un par de milenios la práctica de la Cashrut quedó establecida como marca de identidad, aunque casi sin dudas su observancia absoluta sólo rigió para determinados círculos intelectuales y políticos. En diversas geografías, luego de finalizada la compilación del Talmud (hacia el año 400 de la era común), la legislación se actualizó mediante códigos y comentarios adicionales (el Mishné Torá, el Shulján Aruj, etc).
Para el judío observante, todas estas son fuentes potencialmente legítimas para sus prácticas, pero parece que es defendible un judaísmo, incluso un judaísmo con vocación religiosa, que no haga de la Cashrut un núcleo central de su práctica ritual. La actual tensión acerca de la centralidad de las reglas alimentarias en los principios de identidad constituye una posibilidad, pero ciertamente no una necesidad para la auto-identificación de la tradición judía y la integración comunitaria de los judíos. A fin de cuentas, la prohibición de comer jamón sólo debería regir para aquellos capaces de discutir acerca de la pertinencia o no de dicho tabú. En la práctica, sin embargo, las reglas de Cashrut son materia de especialistas calificados que certifican burocráticamente la cualidad de un alimento o elemento implicado en la preparación de alimentos. Y algo reservado a especialistas burocratizados nunca puede ser realmente un principio general de identidad.
Salto cuántico: de la Cashrut al emoticón
El emoticón es un gráfico simple y claro que pretende transmitir una emoción sin recurrir al discurso verbal o modificando la percepción de un discurso considerado según su contenido y su gramática. La palabra emoticón es un neologismo que reúne brutalmente dos términos el de emoción y el de ícono: la emoción es la cualidad emotiva asignada a una percepción o a una descripción de la realidad circundante, el ícono es la representación gráfica de una referencia definida como arquetípica: así, la sonrisa es emoticón de la alegría, el rostro rojo es emoticón de la furia, la lágrima es emoticón de la tristeza. El tropo lingüístico correspondiente es una metonimia donde se toma una parte por el todo, pero presentada de una manera extremadamente simplificada, hasta que la simplificación se convierte en el objeto mismo del emoticón, reduciendo las posibilidades de la realidad. Desde el emoticón consolidado, la alegría es sólo la sonrisa (que es un resultado reflejo de la alegría en el mejor de los casos), la lágrima es toda la tristeza (cuando puede ser producida por un poco de polen), el rostro rojo es la ira (no un trasnochado comunista, no un principio de ahogo, no una característica étnica). Los emoticones son cabalmente incapaces de representar situaciones emocionales complejas, que son las que predominan en el ser humano, y nos devuelven a la simplicidad casi acultural del animal.
Segunda conjetura disparatada de la fecha: el jamón sí o el jamón no es un emoticón de la condición judía actual: reduce su complejidad, aniquila su riqueza, explota lo superficial y reniega de sus contenidos y desarrollos más interesantes, esos que harían valer la pena a la condición judía en un mundo cada vez chato y de emociones-íconos que no representan, sino que reemplazan a las emociones. Del mismo modo que a las emociones esta chatura ataca al pensamiento: ya no hay doxa, una idea consolidada en una opinión elaborada, sino sólo doxiconos robados al sentido común y a alguna ocasional lectura, de la misma manera que rebajamos la expresión de nuestras emociones a las débiles imágenes de una bolita sonriente.
jueves, 9 de diciembre de 2010
Juego del rol: Sholem Asch y la literatura del cataclismo judío
“Pienso que su memoria era como los demás recuerdos de los muertos que se acumulan en la vida de todo hombre: una vaga impresión en el cerebro de sombras que cayeron sobre él en su rápido y último viaje... ”
J. Conrad, Heart of Darkness
(El comentario que sigue es, en realidad, un juego del rol para judíos y una guía de lecturas presentada de manera atípica)
Permítame compartir con ustedes unas palabras del libro El judío de los salmos, de Sholem Asch:
“La infancia de un niño judío no se desarrolla en este mundo ni en esta vida, sino entre los versículos de la Biblia, que comienza a aprender desde sus más tiernos años. En los mismos campos en los que sus antecesores apacentaban sus ovejas y en los mismos pozos donde saciaban su sed, él soñaba sus sueños infantiles. Las bestias y los pájaros de la Biblia son los únicos con los cuales mantiene contacto. La tormenta que ruge afuera sobre la llanura no es real, la verdadera es aquella que se produjo cuando Dios selló su pacto con Abraham”.
Quitadas de su contexto, que es el libro y la obra de su autor, no es posible saber qué representaciones se suceden en este párrafo. Si se trata de un admirado elogio por la concentración espiritual y trascendente a la que aspiraban los discípulos de las escuelas judías (pues ni siquiera habla de los estudiantes adelantados en estudios de tradición y legislación escrita y oral judías, sino del niño socializado en la propia génesis de su consciencia y su capacidad de auto-representarse el mundo que lo rodea), si se trata de una crítica porque esta auto-representación se desarrolla con independencia del mundo sensible, que es en donde transcurren la vida real y sus problemas o si quizás ambas, la admiración y la crítica, se reúnen en una descripción que intenta ser a la vez “cruda y de exaltado realismo, pero también subjetiva” como dijo un anónimo crítico de esta novela, no son cuestiones que me interese resolver aquí. Lenta sonrisa que se dibuja en mi cara, sé por mi propia experiencia que es difícil, incluso repasando toda la obra principal de Asch, formarse una opinión al respecto: ¿Era un crítico del judaísmo, un reformador, acaso un conservador? ¿Por qué valores y actitudes y preferencias judías él abogaba?
En mi opinión, lo que lo define como autor yídico y judío es precisamente esta complejidad e indeterminación, esta permanente duda sobre lo que significa ser y deber ser para un judío en el mundo que caía desde la modernidad hacia el corazón del siglo XX (que es de tinieblas, con permiso de Conrad). El mundo judío que describe en este párrafo es un universo a la vez plano (casi literalmente) y en completa tensión con su entorno. Porque la crítica que el autor deja entrever aquí se agranda si se completa el panorama: Asch describe la educación de un niño judío en el siglo XIX que transcurrió luego de las guerras napoleónicas, un mundo que se precipita en la modernidad como la vida del siglo siguiente (la del propio Asch) se precipitó en salir de ella con las grandes guerras y la guerra fría. Es el cataclismo permanente que buena parte de la literatura occidental ha intentado describir utilizando las antiguas herramientas de la fantasía, como Borges, Bioy Casares y Ocampo supieron colegir en el prolegómeno de su Antología de la literatura fantástica.
La obra de Asch cumple recién un siglo de edad y ya su descripción nos resulta extraña: ese judío ligado al estudio de la Torá, la ley y los sabios de Israel, atado a textos en ocasiones milenarios, que abandona a las manos de dios y su providencia el destino económico de su familia por no resignar unas horas de concentración... qué poco se parece al judío nuevo que se abre paso en el mundo contemporáneo, no alejándose de él, sino aceptándolo como su propio ambiente: en la ciencia, en el arte, en el nacionalismo, en la filosofía y en el sentido común. Recuerdo las palabras indignadas del poeta César Tiempo que tan bien retrató esta misma tensión en su Arenga en la muerte de Jaim Najman Bialik, recuerdo la propia imprecación que nos dedica Bialik en su Ciudad del exterminio. Como Bialik, Asch quiso morir y permanecer en la tierra de Israel, pero a mí me importan poco los deseos incumplidos de los muertos. Me preocupan mucho más los deseos indeterminados de los vivos.
Los grandes autores judíos no fueron necesariamente perspicaces al retratar esta tensión: no necesitaban serlo. Porque en ella vivían permanentemente sumergidos. El problema que se delata actualmente es que esta tensión simula haberse resuelto, y esa simulación nos aniquila silenciosamente. Reescribamos a Asch en el panorama que quiero mostrar:
“La infancia de un niño judío no se desarrolla en este mundo ni en esta vida, sino entre los versículos de la Biblia, que comienza a aprender desde sus más tiernos años”.
Hoy la infancia del niño judío (léase: la educación y socialización) es prácticamente incapaz de imponerle, siquiera de a ratos, siquiera parcialmente, semejante trasmigración. Y no la infancia del niño judío criado en el ateísmo o el laicismo. La educación judía religiosa también es hoy para este mundo y para esta vida, y no me refiero con esto al sentido de preocuparse por el mundo y no por la presunta vida futura (lo cual es lógico, porque la doctrina asegura esa pervivencia inmortal para apenas 144.000 elegidos), sino al sentido de hacer que la Biblia y la fe les permitan acceder a los bienes erráticos y tangibles del presente: al bienestar económico, al integrismo político, al elitismo aristocrático de un judaísmo que con la modernidad fue ascendiendo de lo execrado a lo envidiado. Si los sabios recordaban que el sábado fue creado para el hombre, y no el hombre para el sábado, ahora la doctrina (sutil, secreta, inconsciente) es hacer del judaísmo una creación para el judío individual, una estética de su auto-representación para justificar su éxito o su fracaso en el mundo, al estilo de lo que Max Weber describiera en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Imperceptiblemente, el judaísmo dejó de ser condición del sujeto para instalarse como un complemento.
“En los mismos campos en los que sus antecesores apacentaban sus ovejas y en los mismos pozos donde saciaban su sed, él soñaba sus sueños infantiles”.
Por supuesto, Asch sabe que esos antecesores son legendarios (ni a él ni a mí nos importa que el carácter sea mítico o efectivo, nos alcanza con que resulte significativo y representativo). Pero ya nuestra vida judía no transcurre jamás allí y ¿cómo podríamos entonces sentir que nosotros mismo fuimos sacados de la esclavitud del faraón con mano fuerte y brazo extendido? El nuevo judío, al parecer, no necesita revivir su herencia, pues parece creer que puede reconstruirla con integridad. Nuestros sueños y pesadillas hoy se hacen en el presente, y sin el pasado mítico que nos oprima las espaldas nos sentimos más libres, porque hemos empezado a creer que es siempre más importante la carga de este mundo, urgente e inmediato, que ninguna otra: la carga del consumo, la carga de la apariencia, la carga de la pretensión. Lo he dicho muchas veces, voy a repetirlo: nuestros propios pasos nos llevan de nuevo a Egipto, a chapotear en el barro de otros, a hacer los ladrillos de otros, a mendigar el trigo de otros (que, sin embargo, criamos nosotros también). Lo trágico es que la antigua discusión, que tantas veces sostuvo Moisés con los caudillos rebeldes de las tribus liberadas, no consiste ya en saber si fue o no buena la liberación; la tragedia es que hemos vuelto al barro y a la esclavitud con la sonrisa idiota de quien se cree libre. Es la trampa ideológica que también vivía el abnegado trabajador soviético y la trampa del progreso que vive actualmente el pueblo chino: ¿revolución para qué? Y yo pregunto: ¿judaísmo para qué?
“Las bestias y los pájaros de la Biblia son los únicos con los cuales mantiene contacto”.
Marx describió la alienación primaria como aquella que le impide al hombre acceder a la conciencia de su vínculo con la naturaleza (creo que puedo describir otras cuatro formas de alienación, pero ésta es la que ahora me interesa). Diré lo que sigue: que al menos la alienación del judío de los salmos era para regocijarse en la obra de dios, mientras que nuestro desprecio por la naturaleza es tan completo que aquella que no está domesticada y a nuestro servicio es considerada apenas como oportunidad para futuros negocios y cosa despreciable e improductiva (antes se despreciaba lo pecaminoso y lo impuro, ahora simplemente lo que no produce beneficios).
“La tormenta que ruge afuera sobre la llanura no es real, la verdadera es aquella que se produjo cuando Dios selló su pacto con Abraham”.
La tormenta que ya no ruge es la que debería atronar: porque lo que nos urge no es ya determinar en qué mundo debemos vivir y representarnos como judíos, sino en saber si todavía hay esperanzas para conseguir que las generaciones judías que siguen tengan una auto-representación que puedan considerar valiosa. En su novela El país de las últimas cosas, Paul Auster (quizás un indirecto sucesor de la literatura yídica) acentúa una idea que no le pertenece: que cada judío cree pertenecer a la última generación de judíos. Elige la perspectiva negativa, que es tentadora, pero olvida la contraparte positiva, que es constructiva para la identidad: que cada judío cree ser parte de la última generación judía, pero porque se considera parte de todas las generaciones judías que lo precedieron. La verdadera batalla no consiste en luchar por no ser la última generación: el éxito en esta empresa se conseguiría fácilmente, si sólo supiéramos no olvidar y hacer presente a nuestros sucesores que somos parte de una tradición que cambia, aunque transcurra en relatos reiterados (y reinterpretados) a través de los mundos humanos de treinta siglos.
J. Conrad, Heart of Darkness
(El comentario que sigue es, en realidad, un juego del rol para judíos y una guía de lecturas presentada de manera atípica)
Permítame compartir con ustedes unas palabras del libro El judío de los salmos, de Sholem Asch:
“La infancia de un niño judío no se desarrolla en este mundo ni en esta vida, sino entre los versículos de la Biblia, que comienza a aprender desde sus más tiernos años. En los mismos campos en los que sus antecesores apacentaban sus ovejas y en los mismos pozos donde saciaban su sed, él soñaba sus sueños infantiles. Las bestias y los pájaros de la Biblia son los únicos con los cuales mantiene contacto. La tormenta que ruge afuera sobre la llanura no es real, la verdadera es aquella que se produjo cuando Dios selló su pacto con Abraham”.
Quitadas de su contexto, que es el libro y la obra de su autor, no es posible saber qué representaciones se suceden en este párrafo. Si se trata de un admirado elogio por la concentración espiritual y trascendente a la que aspiraban los discípulos de las escuelas judías (pues ni siquiera habla de los estudiantes adelantados en estudios de tradición y legislación escrita y oral judías, sino del niño socializado en la propia génesis de su consciencia y su capacidad de auto-representarse el mundo que lo rodea), si se trata de una crítica porque esta auto-representación se desarrolla con independencia del mundo sensible, que es en donde transcurren la vida real y sus problemas o si quizás ambas, la admiración y la crítica, se reúnen en una descripción que intenta ser a la vez “cruda y de exaltado realismo, pero también subjetiva” como dijo un anónimo crítico de esta novela, no son cuestiones que me interese resolver aquí. Lenta sonrisa que se dibuja en mi cara, sé por mi propia experiencia que es difícil, incluso repasando toda la obra principal de Asch, formarse una opinión al respecto: ¿Era un crítico del judaísmo, un reformador, acaso un conservador? ¿Por qué valores y actitudes y preferencias judías él abogaba?
En mi opinión, lo que lo define como autor yídico y judío es precisamente esta complejidad e indeterminación, esta permanente duda sobre lo que significa ser y deber ser para un judío en el mundo que caía desde la modernidad hacia el corazón del siglo XX (que es de tinieblas, con permiso de Conrad). El mundo judío que describe en este párrafo es un universo a la vez plano (casi literalmente) y en completa tensión con su entorno. Porque la crítica que el autor deja entrever aquí se agranda si se completa el panorama: Asch describe la educación de un niño judío en el siglo XIX que transcurrió luego de las guerras napoleónicas, un mundo que se precipita en la modernidad como la vida del siglo siguiente (la del propio Asch) se precipitó en salir de ella con las grandes guerras y la guerra fría. Es el cataclismo permanente que buena parte de la literatura occidental ha intentado describir utilizando las antiguas herramientas de la fantasía, como Borges, Bioy Casares y Ocampo supieron colegir en el prolegómeno de su Antología de la literatura fantástica.
La obra de Asch cumple recién un siglo de edad y ya su descripción nos resulta extraña: ese judío ligado al estudio de la Torá, la ley y los sabios de Israel, atado a textos en ocasiones milenarios, que abandona a las manos de dios y su providencia el destino económico de su familia por no resignar unas horas de concentración... qué poco se parece al judío nuevo que se abre paso en el mundo contemporáneo, no alejándose de él, sino aceptándolo como su propio ambiente: en la ciencia, en el arte, en el nacionalismo, en la filosofía y en el sentido común. Recuerdo las palabras indignadas del poeta César Tiempo que tan bien retrató esta misma tensión en su Arenga en la muerte de Jaim Najman Bialik, recuerdo la propia imprecación que nos dedica Bialik en su Ciudad del exterminio. Como Bialik, Asch quiso morir y permanecer en la tierra de Israel, pero a mí me importan poco los deseos incumplidos de los muertos. Me preocupan mucho más los deseos indeterminados de los vivos.
Los grandes autores judíos no fueron necesariamente perspicaces al retratar esta tensión: no necesitaban serlo. Porque en ella vivían permanentemente sumergidos. El problema que se delata actualmente es que esta tensión simula haberse resuelto, y esa simulación nos aniquila silenciosamente. Reescribamos a Asch en el panorama que quiero mostrar:
“La infancia de un niño judío no se desarrolla en este mundo ni en esta vida, sino entre los versículos de la Biblia, que comienza a aprender desde sus más tiernos años”.
Hoy la infancia del niño judío (léase: la educación y socialización) es prácticamente incapaz de imponerle, siquiera de a ratos, siquiera parcialmente, semejante trasmigración. Y no la infancia del niño judío criado en el ateísmo o el laicismo. La educación judía religiosa también es hoy para este mundo y para esta vida, y no me refiero con esto al sentido de preocuparse por el mundo y no por la presunta vida futura (lo cual es lógico, porque la doctrina asegura esa pervivencia inmortal para apenas 144.000 elegidos), sino al sentido de hacer que la Biblia y la fe les permitan acceder a los bienes erráticos y tangibles del presente: al bienestar económico, al integrismo político, al elitismo aristocrático de un judaísmo que con la modernidad fue ascendiendo de lo execrado a lo envidiado. Si los sabios recordaban que el sábado fue creado para el hombre, y no el hombre para el sábado, ahora la doctrina (sutil, secreta, inconsciente) es hacer del judaísmo una creación para el judío individual, una estética de su auto-representación para justificar su éxito o su fracaso en el mundo, al estilo de lo que Max Weber describiera en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Imperceptiblemente, el judaísmo dejó de ser condición del sujeto para instalarse como un complemento.
“En los mismos campos en los que sus antecesores apacentaban sus ovejas y en los mismos pozos donde saciaban su sed, él soñaba sus sueños infantiles”.
Por supuesto, Asch sabe que esos antecesores son legendarios (ni a él ni a mí nos importa que el carácter sea mítico o efectivo, nos alcanza con que resulte significativo y representativo). Pero ya nuestra vida judía no transcurre jamás allí y ¿cómo podríamos entonces sentir que nosotros mismo fuimos sacados de la esclavitud del faraón con mano fuerte y brazo extendido? El nuevo judío, al parecer, no necesita revivir su herencia, pues parece creer que puede reconstruirla con integridad. Nuestros sueños y pesadillas hoy se hacen en el presente, y sin el pasado mítico que nos oprima las espaldas nos sentimos más libres, porque hemos empezado a creer que es siempre más importante la carga de este mundo, urgente e inmediato, que ninguna otra: la carga del consumo, la carga de la apariencia, la carga de la pretensión. Lo he dicho muchas veces, voy a repetirlo: nuestros propios pasos nos llevan de nuevo a Egipto, a chapotear en el barro de otros, a hacer los ladrillos de otros, a mendigar el trigo de otros (que, sin embargo, criamos nosotros también). Lo trágico es que la antigua discusión, que tantas veces sostuvo Moisés con los caudillos rebeldes de las tribus liberadas, no consiste ya en saber si fue o no buena la liberación; la tragedia es que hemos vuelto al barro y a la esclavitud con la sonrisa idiota de quien se cree libre. Es la trampa ideológica que también vivía el abnegado trabajador soviético y la trampa del progreso que vive actualmente el pueblo chino: ¿revolución para qué? Y yo pregunto: ¿judaísmo para qué?
“Las bestias y los pájaros de la Biblia son los únicos con los cuales mantiene contacto”.
Marx describió la alienación primaria como aquella que le impide al hombre acceder a la conciencia de su vínculo con la naturaleza (creo que puedo describir otras cuatro formas de alienación, pero ésta es la que ahora me interesa). Diré lo que sigue: que al menos la alienación del judío de los salmos era para regocijarse en la obra de dios, mientras que nuestro desprecio por la naturaleza es tan completo que aquella que no está domesticada y a nuestro servicio es considerada apenas como oportunidad para futuros negocios y cosa despreciable e improductiva (antes se despreciaba lo pecaminoso y lo impuro, ahora simplemente lo que no produce beneficios).
“La tormenta que ruge afuera sobre la llanura no es real, la verdadera es aquella que se produjo cuando Dios selló su pacto con Abraham”.
La tormenta que ya no ruge es la que debería atronar: porque lo que nos urge no es ya determinar en qué mundo debemos vivir y representarnos como judíos, sino en saber si todavía hay esperanzas para conseguir que las generaciones judías que siguen tengan una auto-representación que puedan considerar valiosa. En su novela El país de las últimas cosas, Paul Auster (quizás un indirecto sucesor de la literatura yídica) acentúa una idea que no le pertenece: que cada judío cree pertenecer a la última generación de judíos. Elige la perspectiva negativa, que es tentadora, pero olvida la contraparte positiva, que es constructiva para la identidad: que cada judío cree ser parte de la última generación judía, pero porque se considera parte de todas las generaciones judías que lo precedieron. La verdadera batalla no consiste en luchar por no ser la última generación: el éxito en esta empresa se conseguiría fácilmente, si sólo supiéramos no olvidar y hacer presente a nuestros sucesores que somos parte de una tradición que cambia, aunque transcurra en relatos reiterados (y reinterpretados) a través de los mundos humanos de treinta siglos.
jueves, 2 de diciembre de 2010
Ham war
Estaba solo en casa dándome una buena ducha en esos días en que empieza el calor y no para. Entonces aconteció lo siguiente:
“Antes de que yo cerrara el agua, y muy a su manera, él corrió súbitamente la cortina, me alcanzó la toalla y me dijo: “Te enteraste que empezó la guerra ¿no?”
Del susto que me pegué resbalé para atrás y me iba a dar la cabeza contra la pared. Sin embargo, en vez de escucharse un sonido seco en ese ambiente húmedo y que después se me viera caer en la bañadera, mi nuca se hundió suavemente en los azulejos y floté con la insoportable levedad del ser hacia fuera. El agua dejó de correr y la toalla, que estaba perfectamente seca y tibiecita, me envolvió antes de que pudiera decir: “la puta que te parió”. Con la misma suavidad fui reasumiendo la posición vertical.
–¡Café!
Esta palabra-necesidad-reclamo es lo que pude decir en el momento. Había una taza de café doble flotando frente a mi nariz
–No. Este es mío. Para voz hay esto.
Y lo que aparece es un té de Darjeeling blanco aromatizado a la naranja, con una gota de agua de azahar, leve toque de canela en uno de los bordes de la taza y un platito con masitas de limón de Delifonseca, del número 12 de Stanley Street, Liverpool, UK, según la servilleta, en donde no estuve jamás en mi vida.
Asumí la invitación como un pedido de disculpa por el susto. Pero el susto me duraba.
–Casi me mato.
Con su café en la mano dios me dice:
–Sí. Digamos que casi te matás.
–¿Qué?
–Digamos que tuve que retroceder un poco el tiempo para seguir la conversación.
–¿Qué?
–Digamos que tuve que retroceder el tiempo un par de veces.
–¿Me mataste del susto dos veces?
–Digamos que “un par” significa “dos”.
–Un par significa dos.
–Dejémoslo así. Disfruta las masitas.
La noticia de mi reciente y múltiple deceso y resurrección no me sacó el hambre (tengo una mala racha con el tema: nada me saca el hambre). Me terminé las masitas.
–¿Salimos?
Y así me aparecí envuelto en mi toalla a la sombra de una colina y en el fondo de un barranco por donde corría nada menos que el río Icho Cruz.
–Sé que te gusta este lugar.
–Sí. No sé porque nunca volví.
–Sí sabés.
–Sí. Si sé.
Me terminé el té.
–Deja la taza y el platito en esa piedra, yo después limpio.
Hice caso, pero en el fondo quería más té.
–Creo que antes de convertir mi baño en un Dalí en cinco dimensiones estabas diciendo algo de una guerra y, discúlpame que te diga, estoy más o menos al tanto de la situación de actualidad internacional y el tema de Corea...
–Olvidate de Corea. Empezó la guerra del jamón.
Es difícil aceptar las tonterías con las que sale la única superpotencia sobrenatural del universo cuando uno es solamente una mota de polvo estelar que pasa fugazmente por la indecencia de la conciencia.
–Te dije que tenías que dejar de meter la cabeza en los agujeros negros: se te comprimen las ideas y tenemos al universo en manos de un dios aturdido ¿o es que otra vez te estuviste dopando con el polvo de los anillos de Saturno?
–¿Te das una idea del tamaño del sacrilegio blasfemo apóstata abominable y blasfemo que acabás de proferir?
–¿Puede ser otro té, pero con un terroncito más de azúcar?
–Disculpa. Servido.
–Se agradece. Te repetiste con lo de blasfemo, señal de compresión cerebral segura, si tuvieras cráneo y cerebro, pero usted me sigue con la metáfora.
–Lo sigo. Lo sigo. Antes de que sigamos por ahí. Pensé que te interesaría un poco más la guerra del jamón.
–Ya paso bastante ridículo relatando cada encuentro nuestro.
–¿En serio? ¿Dejás estas cosas por escrito?
–Sabes que sí... las que me acuerdo... y como me las acuerdo.
–Qué cosa. Bueno. Igual quería saber tu opinión.
–¿Me vas a hacer confesar que en realidad sí tengo idea de lo que estás hablando?
–Ya que va a quedar registrado...
La hago corta y les hago un resumen. En una comunidad judía de cuyo nombre y situación geográfica prefiero no acordarme aconteció lo siguiente, según supimos: invitaron a un rabino a almorzar (otros dicen que a cenar) a una asociación tradicionalmente laica y nada observante respecto de las reglas alimentarias judías de carácter religioso. Con mucha falta de delicadeza le ofrecieron servirse a dicho rabino un poco de fiambre de cerdo, animal considerado tabú por tales reglas. No sé en qué términos el rabino declinó la invitación, pero el presidente de la institución, furioso por el humillante error, resolvió de manera intempestiva que los servicios de alimentos de la institución no debían servir jamón a nadie. Esta resolución, arbitraria y en oposición a las reglas de la institución, motivó la protesta de algunos socios de la misma, que se movilizaron exigiendo el retorno del jamón al menú. No sé ni me importa como terminó la cuestión. Pero a eso se refería mi querido amigo el dios de los creyentes en él con lo de la guerra del jamón.
–Quiero saber tu opinión.
–No sé para qué, la situación roza el ridículo, yo me dedico a cosas importantes...
No me es posible describir la magnitud de la sonrisa cómplice que nos dirigimos mutuamente dios y yo: yo, dedicado a cosas importantes... no me hagan reír.
–En fin. Tratemos de ver los puntos importantes.
Me senté en una piedra, dios metió los pies en el río, nada de caminar por encima.
–En primer lugar: si se ofrece hospitalidad, se la acepta en los mejores términos posibles. Uno puede ignorar las costumbres del prójimo. Sin embargo, no parece razonable que éste sea el caso. Atribuyámosle el hecho a un error involuntario y no a una conspiración anti-rabínica y sólo con cambiar el plato continuaríamos alegremente con el almuerzo o cena, ya que el rabino en cuestión tampoco podía ignorar la norma en la institución, que consiste en manducarse al marrano. En segundo lugar, acaecido el error la reacción de prohibir el consumo de jamón tiene varios aspectos interesantes. Uno: que las reglas alimentarias religiosas judías no consisten únicamente en el tabú del cerdo. En consecuencia, esta única prohibición no equipara la alimentación de la institución a las normas religiosas. Dos: dado que la inadecuación persiste la súbita prohibición se presenta como un símbolo de otra cosa: un intento de expiar el error o de castigarlo, de parecer dispuestos a obedecer mandatos ampliamente desconocidos, de resguardarse de futuras críticas. Tres: la reacción frente a esta prohibición no consistió en exponer un deseo de cumplir con un cambio en las normas alimentarias, sino que se prefiere continuar con la costumbre anterior, consistente en despreciar el tabú de la carne de cerdo.
–Esperá. Yo creía que me ibas a salir con una de tus interpretaciones históricas acerca de las reglas alimentarias judías.
–Es que ahí está una de las cuestiones interesantes en esta guerra, si hay alguna. Yo podría esgrimir argumentos de diverso tipo acerca de las razones por las cuales los antiguos judíos prescribían el tabú de comer carne de cerdo y las restantes reglas alimentarias. Pero el hecho es que aquí no se trata de discutir acerca de la validez de dichas reglas, sino de lo ridículo de una situación puntual que tiene como centro un posible error, quizá una descortesía (admito eso: yo no le serviría a un huésped un alimento que él considera tabú) pero no una cuestión política. A eso se suma que una de las partes asegura que mi actual interlocutor es creador de dichas reglas y que a las otras la cuestión realmente no le interesa: los defensores del consumo irrestricto de jamón quieren evitar una prohibición, no establecer un nuevo canon alimentario. En definitiva, la cuestión política se plantea ridículamente entre quienes no son practicantes y entonces...
Entonces me di cuenta de lo que significa la guerra del jamón. Que nadie les diga que dios es sonso. Por ahí no es la divinidad más viva que les puede tocar a ustedes los creyentes, pero tonto no es. Lo que dios me traía era un interesante problema sociológico, quizá incluso filosófico. La guerra del jamón era ridícula, pero no carente de sentido, porque había desembocado en un conflicto político. Todo conflicto político tiene sentido, porque se dispone para resolver alguna cuestión que, aunque en sí misma no sea importante, encierra “algo” de importancia. Como alguien mencionó alguna vez acerca de la obra de Franz Kafka (puede haber sido Borges –o alguien citado por Borges-) lo que interesa aquí es intentar comprender el papel de lo ridículo en la vida política judía.
–¿Otro té?
–Dale.
–¿Qué es lo que queda afuera de toda discusión cuando el debate se centra en torno a algo ridículo?
–Elemental, querido Jehowatson: lo que queda afuera es la verdad. Lo ridículo es el elemento de conflicto más depurado y a la vez más solapado. Porque en él las partes omiten la intención de tener razón, y se centran en conseguir un objetivo puntual: nadie pretende tener razón en un asunto ridículo. Lo ridículo hace evidente la ausencia de otros objetivos, de otras preocupaciones. Lo ridículo de la guerra del jamón expresa el vaciamiento ideológico y político de una comunidad, de una organización, de una institución. No importa discutir si las reglas alimentarias son sagradas o no, si son interpretables o no lo son, ni quien tiene autoridad para hacer e imponer una eventual interpretación. No importa nada, porque el conocimiento no tiene importancia.
–Ahora entendés por qué me preocupa la existencia de guerras ridículas, porque significa que no hay nada importante para discutir.
–Lo ridículo es el tenue velo que cubre el vacío sin sentido de la existencia, estimado dios, y hay que tener cuidado: no es una anécdota, es un síntoma gravísimo.
–De que la gente no discute cosas relevantes, sino sólo cosas ridículamente insignificantes.
–Peor todavía: de que la gente no quiere, no siente la necesidad, prefiere no pensar en cuáles son los temas importantes para discutir y debatir. La política es antagonismo, pero la política hecha con lo ridículo es la anti-política: la apariencia de antagonismo para que no se aprecie que es preferible no debatir sobre los temas importantes, los que son auténtica materia política.
–Entonces, según usted, Sherlock, aquí la libertad religiosa no es el tema en cuestión.
–Es y no es. Es el tema en la medida en que ha quedado encubierta, y no es el tema en la medida en que la cobertura ridícula no permite usar las palabras y las ideas adecuadas: discutir qué es el judaísmo hoy, y para quienes; discutir qué lugar ocupa lo laico, lo religioso, lo nacionalista en las formas culturales y sociales judías; discutir qué estrategias debemos implementar para fructificar y multiplicarnos (o al menos para pervivir) en este mundo en donde lo ridículo siempre quiere ocupar el lugar de lo importante.
–Y así queda probada mi tesis.
–¿Qué teoría?
–Tomar café te pone agudo pero tonto; tomar té, en cambio, te pone soso y grandilocuente.
Repasé mentalmente mi existencia y noté que había bastante base empírica para sustentar la hipótesis. Miré la taza y vi que el té se había metamorfoseado en café con crema y canela.
–Ya veo cómo me preferís.
–Sí. Porque a tu defensa de la política le falta profundidad teológica y filosófica, y le falta gracia, lo cual es peor.
También en eso tenía razón el tipo. Que odioso.
–Repasemos lo que sabemos de la existencia ética para el judaísmo que cree que existís: es una sola. Hay un único dios, que para los creyentes venís a ser vos. Esto implica un único origen, un plan general (consecuencia lógica de la omnisciencia) y una acción permanente (consecuencia necesaria de la omnipresencia y la omnipotencia). En perspectiva histórica, esto supone la creencia en un resultado único necesario, de tal manera que la lucha interpretativa radicará siempre en la determinación de un resultado. Por el lado de los no creyentes, no habrá ningún resultado único necesario, sino una continuidad en la existencia que depende de otros factores. En estas condiciones, ¿cómo puede el judaísmo pervivir?
–Y tu respuesta ridícula y sorprendente para hoy es...
–... aceptar el monoteísmo politeísta.
–Y lo dijo, nomás. Después soy yo el que mete la cabeza en el agujero negro o me endrogo con polvo de Venus.
–Saturno.
–Sobre gustos... si no te diste cuenta antes de la significación freudiana de tus metáforas, es tu problema edípico sin resolver, no el mío.
–No nos queda más remedio que aceptar que tenemos un solo dios que tiene muchas realidades diferentes, una (o muchas) de las cuales consiste en la no-existencia real sino como representación histórica de diferentes alternativas ideológicas.
–O sea: que no te cansás de insistir con el tema de la tolerancia interna y la aceptación de la pluralidad como estrategia de supervivencia para los judíos.
–Sí. Quiero judíos muy convencidos de que sus ideas sobre lo judío son valorables y relevantes, pero al mismo tiempo que crean que hay muchas alternativas a la verdad para ser judío, algunas de las cuales son fundamentalmente antitéticas entre sí.
–Y lo contrario sería...
–El fundamentalismo.
–Por eso te rompés la cabeza para ser amigo de dios y seguir profesando el ateísmo no-nihilista informado. Un judío modernizado, ateo y pelado que se preocupa por la religión y una tradición jurídica que está más desactualizada que un lavarropas a pedal.
–Más o menos. También porque me resulta más fácil en la metáfora tener un alter-ego divino que comparta mis preferencias. Si te introdujera en estas experiencias como una diosa no sé... no sería igual, como no sería igual si aceptara para vos una naturaleza trinitaria. No. Me resulta más fácil así, representarte como fui socializado para representarte: único, más o menos macho, con buen humor, tolerante, de sexualidad dudosa...
–¡Dudosa! ¿Qué parte de que prefiero el polvo de Venus no entendiste?
–Eso fue por decir lo de pelado. Por otra parte, mucho más importante es que no voy a molestarme en hacerte preguntas ingenuas de la especie: “¿Cuáles son las verdaderas reglas alimentarias judías?”; en el monoteísmo politeísta no pueden existir tales verdades: lo ridículo de la guerra del jamón se disuelve en la necesidad filosófica de responder a valores y situaciones relevantes, porque cuando cada cual le consulta a su dios (a su representación de dios) éste (o esta, estos, estas, esas cosas) le responderán siempre lo quiera escuchar. Una persona ya sabe que uno tiene razón o no (en el sentido de que cree o no en la veracidad y propiedad de lo que opina), no necesita que la divinidad se lo confirme: lo difícil es entender que a los demás dios también les da la razón exactamente en la misma medida, porque así lo permite su multiplicidad intrínseca.
–De modo que tener razón no es una cuestión religiosa.
–No, viejito: la razón siempre es una cuestión de poder. Ni siquiera se trata de fuerza, de lo que uno le puede obligar puntualmente al otro a hacer, sino de poder: como nos disciplinamos los unos a los otros en el desarrollo de la historia judía en particular y humana en general para sentir, pensar y actuar (o no actuar). La discusión nunca debe ser entre judíos acerca de lo verdadero respecto de dios y sus normas: la discusión debe ser acerca de lo necesario para seguir siendo judíos y, por supuesto, permanentemente acerca de la justicia con la prójima y el prójimo. La cuestión no es si se come o no se come jamón, sino como defendemos al otro para que haga lo que le parezca aunque no nos guste su elección y mientras eso no suponga una injusticia con él, con nosotros o con terceros.
–Mirá. Parece que el té y el café juntos te ponen optimista.
–Para nada: a lo mejor me ponen idealista... y casi seguro me dan retorcijones y diarrea. ¿Optimista? Ni por casualidad.
Ya todo estaba dicho sobre la cuestión. Me levanté y metí yo también mis pezuñas hendidas en el agua y nos quedamos hablando “de cosas de las cuales mi canto no se ocupa”.
“Antes de que yo cerrara el agua, y muy a su manera, él corrió súbitamente la cortina, me alcanzó la toalla y me dijo: “Te enteraste que empezó la guerra ¿no?”
Del susto que me pegué resbalé para atrás y me iba a dar la cabeza contra la pared. Sin embargo, en vez de escucharse un sonido seco en ese ambiente húmedo y que después se me viera caer en la bañadera, mi nuca se hundió suavemente en los azulejos y floté con la insoportable levedad del ser hacia fuera. El agua dejó de correr y la toalla, que estaba perfectamente seca y tibiecita, me envolvió antes de que pudiera decir: “la puta que te parió”. Con la misma suavidad fui reasumiendo la posición vertical.
–¡Café!
Esta palabra-necesidad-reclamo es lo que pude decir en el momento. Había una taza de café doble flotando frente a mi nariz
–No. Este es mío. Para voz hay esto.
Y lo que aparece es un té de Darjeeling blanco aromatizado a la naranja, con una gota de agua de azahar, leve toque de canela en uno de los bordes de la taza y un platito con masitas de limón de Delifonseca, del número 12 de Stanley Street, Liverpool, UK, según la servilleta, en donde no estuve jamás en mi vida.
Asumí la invitación como un pedido de disculpa por el susto. Pero el susto me duraba.
–Casi me mato.
Con su café en la mano dios me dice:
–Sí. Digamos que casi te matás.
–¿Qué?
–Digamos que tuve que retroceder un poco el tiempo para seguir la conversación.
–¿Qué?
–Digamos que tuve que retroceder el tiempo un par de veces.
–¿Me mataste del susto dos veces?
–Digamos que “un par” significa “dos”.
–Un par significa dos.
–Dejémoslo así. Disfruta las masitas.
La noticia de mi reciente y múltiple deceso y resurrección no me sacó el hambre (tengo una mala racha con el tema: nada me saca el hambre). Me terminé las masitas.
–¿Salimos?
Y así me aparecí envuelto en mi toalla a la sombra de una colina y en el fondo de un barranco por donde corría nada menos que el río Icho Cruz.
–Sé que te gusta este lugar.
–Sí. No sé porque nunca volví.
–Sí sabés.
–Sí. Si sé.
Me terminé el té.
–Deja la taza y el platito en esa piedra, yo después limpio.
Hice caso, pero en el fondo quería más té.
–Creo que antes de convertir mi baño en un Dalí en cinco dimensiones estabas diciendo algo de una guerra y, discúlpame que te diga, estoy más o menos al tanto de la situación de actualidad internacional y el tema de Corea...
–Olvidate de Corea. Empezó la guerra del jamón.
Es difícil aceptar las tonterías con las que sale la única superpotencia sobrenatural del universo cuando uno es solamente una mota de polvo estelar que pasa fugazmente por la indecencia de la conciencia.
–Te dije que tenías que dejar de meter la cabeza en los agujeros negros: se te comprimen las ideas y tenemos al universo en manos de un dios aturdido ¿o es que otra vez te estuviste dopando con el polvo de los anillos de Saturno?
–¿Te das una idea del tamaño del sacrilegio blasfemo apóstata abominable y blasfemo que acabás de proferir?
–¿Puede ser otro té, pero con un terroncito más de azúcar?
–Disculpa. Servido.
–Se agradece. Te repetiste con lo de blasfemo, señal de compresión cerebral segura, si tuvieras cráneo y cerebro, pero usted me sigue con la metáfora.
–Lo sigo. Lo sigo. Antes de que sigamos por ahí. Pensé que te interesaría un poco más la guerra del jamón.
–Ya paso bastante ridículo relatando cada encuentro nuestro.
–¿En serio? ¿Dejás estas cosas por escrito?
–Sabes que sí... las que me acuerdo... y como me las acuerdo.
–Qué cosa. Bueno. Igual quería saber tu opinión.
–¿Me vas a hacer confesar que en realidad sí tengo idea de lo que estás hablando?
–Ya que va a quedar registrado...
La hago corta y les hago un resumen. En una comunidad judía de cuyo nombre y situación geográfica prefiero no acordarme aconteció lo siguiente, según supimos: invitaron a un rabino a almorzar (otros dicen que a cenar) a una asociación tradicionalmente laica y nada observante respecto de las reglas alimentarias judías de carácter religioso. Con mucha falta de delicadeza le ofrecieron servirse a dicho rabino un poco de fiambre de cerdo, animal considerado tabú por tales reglas. No sé en qué términos el rabino declinó la invitación, pero el presidente de la institución, furioso por el humillante error, resolvió de manera intempestiva que los servicios de alimentos de la institución no debían servir jamón a nadie. Esta resolución, arbitraria y en oposición a las reglas de la institución, motivó la protesta de algunos socios de la misma, que se movilizaron exigiendo el retorno del jamón al menú. No sé ni me importa como terminó la cuestión. Pero a eso se refería mi querido amigo el dios de los creyentes en él con lo de la guerra del jamón.
–Quiero saber tu opinión.
–No sé para qué, la situación roza el ridículo, yo me dedico a cosas importantes...
No me es posible describir la magnitud de la sonrisa cómplice que nos dirigimos mutuamente dios y yo: yo, dedicado a cosas importantes... no me hagan reír.
–En fin. Tratemos de ver los puntos importantes.
Me senté en una piedra, dios metió los pies en el río, nada de caminar por encima.
–En primer lugar: si se ofrece hospitalidad, se la acepta en los mejores términos posibles. Uno puede ignorar las costumbres del prójimo. Sin embargo, no parece razonable que éste sea el caso. Atribuyámosle el hecho a un error involuntario y no a una conspiración anti-rabínica y sólo con cambiar el plato continuaríamos alegremente con el almuerzo o cena, ya que el rabino en cuestión tampoco podía ignorar la norma en la institución, que consiste en manducarse al marrano. En segundo lugar, acaecido el error la reacción de prohibir el consumo de jamón tiene varios aspectos interesantes. Uno: que las reglas alimentarias religiosas judías no consisten únicamente en el tabú del cerdo. En consecuencia, esta única prohibición no equipara la alimentación de la institución a las normas religiosas. Dos: dado que la inadecuación persiste la súbita prohibición se presenta como un símbolo de otra cosa: un intento de expiar el error o de castigarlo, de parecer dispuestos a obedecer mandatos ampliamente desconocidos, de resguardarse de futuras críticas. Tres: la reacción frente a esta prohibición no consistió en exponer un deseo de cumplir con un cambio en las normas alimentarias, sino que se prefiere continuar con la costumbre anterior, consistente en despreciar el tabú de la carne de cerdo.
–Esperá. Yo creía que me ibas a salir con una de tus interpretaciones históricas acerca de las reglas alimentarias judías.
–Es que ahí está una de las cuestiones interesantes en esta guerra, si hay alguna. Yo podría esgrimir argumentos de diverso tipo acerca de las razones por las cuales los antiguos judíos prescribían el tabú de comer carne de cerdo y las restantes reglas alimentarias. Pero el hecho es que aquí no se trata de discutir acerca de la validez de dichas reglas, sino de lo ridículo de una situación puntual que tiene como centro un posible error, quizá una descortesía (admito eso: yo no le serviría a un huésped un alimento que él considera tabú) pero no una cuestión política. A eso se suma que una de las partes asegura que mi actual interlocutor es creador de dichas reglas y que a las otras la cuestión realmente no le interesa: los defensores del consumo irrestricto de jamón quieren evitar una prohibición, no establecer un nuevo canon alimentario. En definitiva, la cuestión política se plantea ridículamente entre quienes no son practicantes y entonces...
Entonces me di cuenta de lo que significa la guerra del jamón. Que nadie les diga que dios es sonso. Por ahí no es la divinidad más viva que les puede tocar a ustedes los creyentes, pero tonto no es. Lo que dios me traía era un interesante problema sociológico, quizá incluso filosófico. La guerra del jamón era ridícula, pero no carente de sentido, porque había desembocado en un conflicto político. Todo conflicto político tiene sentido, porque se dispone para resolver alguna cuestión que, aunque en sí misma no sea importante, encierra “algo” de importancia. Como alguien mencionó alguna vez acerca de la obra de Franz Kafka (puede haber sido Borges –o alguien citado por Borges-) lo que interesa aquí es intentar comprender el papel de lo ridículo en la vida política judía.
–¿Otro té?
–Dale.
–¿Qué es lo que queda afuera de toda discusión cuando el debate se centra en torno a algo ridículo?
–Elemental, querido Jehowatson: lo que queda afuera es la verdad. Lo ridículo es el elemento de conflicto más depurado y a la vez más solapado. Porque en él las partes omiten la intención de tener razón, y se centran en conseguir un objetivo puntual: nadie pretende tener razón en un asunto ridículo. Lo ridículo hace evidente la ausencia de otros objetivos, de otras preocupaciones. Lo ridículo de la guerra del jamón expresa el vaciamiento ideológico y político de una comunidad, de una organización, de una institución. No importa discutir si las reglas alimentarias son sagradas o no, si son interpretables o no lo son, ni quien tiene autoridad para hacer e imponer una eventual interpretación. No importa nada, porque el conocimiento no tiene importancia.
–Ahora entendés por qué me preocupa la existencia de guerras ridículas, porque significa que no hay nada importante para discutir.
–Lo ridículo es el tenue velo que cubre el vacío sin sentido de la existencia, estimado dios, y hay que tener cuidado: no es una anécdota, es un síntoma gravísimo.
–De que la gente no discute cosas relevantes, sino sólo cosas ridículamente insignificantes.
–Peor todavía: de que la gente no quiere, no siente la necesidad, prefiere no pensar en cuáles son los temas importantes para discutir y debatir. La política es antagonismo, pero la política hecha con lo ridículo es la anti-política: la apariencia de antagonismo para que no se aprecie que es preferible no debatir sobre los temas importantes, los que son auténtica materia política.
–Entonces, según usted, Sherlock, aquí la libertad religiosa no es el tema en cuestión.
–Es y no es. Es el tema en la medida en que ha quedado encubierta, y no es el tema en la medida en que la cobertura ridícula no permite usar las palabras y las ideas adecuadas: discutir qué es el judaísmo hoy, y para quienes; discutir qué lugar ocupa lo laico, lo religioso, lo nacionalista en las formas culturales y sociales judías; discutir qué estrategias debemos implementar para fructificar y multiplicarnos (o al menos para pervivir) en este mundo en donde lo ridículo siempre quiere ocupar el lugar de lo importante.
–Y así queda probada mi tesis.
–¿Qué teoría?
–Tomar café te pone agudo pero tonto; tomar té, en cambio, te pone soso y grandilocuente.
Repasé mentalmente mi existencia y noté que había bastante base empírica para sustentar la hipótesis. Miré la taza y vi que el té se había metamorfoseado en café con crema y canela.
–Ya veo cómo me preferís.
–Sí. Porque a tu defensa de la política le falta profundidad teológica y filosófica, y le falta gracia, lo cual es peor.
También en eso tenía razón el tipo. Que odioso.
–Repasemos lo que sabemos de la existencia ética para el judaísmo que cree que existís: es una sola. Hay un único dios, que para los creyentes venís a ser vos. Esto implica un único origen, un plan general (consecuencia lógica de la omnisciencia) y una acción permanente (consecuencia necesaria de la omnipresencia y la omnipotencia). En perspectiva histórica, esto supone la creencia en un resultado único necesario, de tal manera que la lucha interpretativa radicará siempre en la determinación de un resultado. Por el lado de los no creyentes, no habrá ningún resultado único necesario, sino una continuidad en la existencia que depende de otros factores. En estas condiciones, ¿cómo puede el judaísmo pervivir?
–Y tu respuesta ridícula y sorprendente para hoy es...
–... aceptar el monoteísmo politeísta.
–Y lo dijo, nomás. Después soy yo el que mete la cabeza en el agujero negro o me endrogo con polvo de Venus.
–Saturno.
–Sobre gustos... si no te diste cuenta antes de la significación freudiana de tus metáforas, es tu problema edípico sin resolver, no el mío.
–No nos queda más remedio que aceptar que tenemos un solo dios que tiene muchas realidades diferentes, una (o muchas) de las cuales consiste en la no-existencia real sino como representación histórica de diferentes alternativas ideológicas.
–O sea: que no te cansás de insistir con el tema de la tolerancia interna y la aceptación de la pluralidad como estrategia de supervivencia para los judíos.
–Sí. Quiero judíos muy convencidos de que sus ideas sobre lo judío son valorables y relevantes, pero al mismo tiempo que crean que hay muchas alternativas a la verdad para ser judío, algunas de las cuales son fundamentalmente antitéticas entre sí.
–Y lo contrario sería...
–El fundamentalismo.
–Por eso te rompés la cabeza para ser amigo de dios y seguir profesando el ateísmo no-nihilista informado. Un judío modernizado, ateo y pelado que se preocupa por la religión y una tradición jurídica que está más desactualizada que un lavarropas a pedal.
–Más o menos. También porque me resulta más fácil en la metáfora tener un alter-ego divino que comparta mis preferencias. Si te introdujera en estas experiencias como una diosa no sé... no sería igual, como no sería igual si aceptara para vos una naturaleza trinitaria. No. Me resulta más fácil así, representarte como fui socializado para representarte: único, más o menos macho, con buen humor, tolerante, de sexualidad dudosa...
–¡Dudosa! ¿Qué parte de que prefiero el polvo de Venus no entendiste?
–Eso fue por decir lo de pelado. Por otra parte, mucho más importante es que no voy a molestarme en hacerte preguntas ingenuas de la especie: “¿Cuáles son las verdaderas reglas alimentarias judías?”; en el monoteísmo politeísta no pueden existir tales verdades: lo ridículo de la guerra del jamón se disuelve en la necesidad filosófica de responder a valores y situaciones relevantes, porque cuando cada cual le consulta a su dios (a su representación de dios) éste (o esta, estos, estas, esas cosas) le responderán siempre lo quiera escuchar. Una persona ya sabe que uno tiene razón o no (en el sentido de que cree o no en la veracidad y propiedad de lo que opina), no necesita que la divinidad se lo confirme: lo difícil es entender que a los demás dios también les da la razón exactamente en la misma medida, porque así lo permite su multiplicidad intrínseca.
–De modo que tener razón no es una cuestión religiosa.
–No, viejito: la razón siempre es una cuestión de poder. Ni siquiera se trata de fuerza, de lo que uno le puede obligar puntualmente al otro a hacer, sino de poder: como nos disciplinamos los unos a los otros en el desarrollo de la historia judía en particular y humana en general para sentir, pensar y actuar (o no actuar). La discusión nunca debe ser entre judíos acerca de lo verdadero respecto de dios y sus normas: la discusión debe ser acerca de lo necesario para seguir siendo judíos y, por supuesto, permanentemente acerca de la justicia con la prójima y el prójimo. La cuestión no es si se come o no se come jamón, sino como defendemos al otro para que haga lo que le parezca aunque no nos guste su elección y mientras eso no suponga una injusticia con él, con nosotros o con terceros.
–Mirá. Parece que el té y el café juntos te ponen optimista.
–Para nada: a lo mejor me ponen idealista... y casi seguro me dan retorcijones y diarrea. ¿Optimista? Ni por casualidad.
Ya todo estaba dicho sobre la cuestión. Me levanté y metí yo también mis pezuñas hendidas en el agua y nos quedamos hablando “de cosas de las cuales mi canto no se ocupa”.
miércoles, 28 de abril de 2010
Materiales para la construcción de políticas comunitarias 4
Estrategia y táctica
En la entrega anterior se expusieron brevemente las bases estratégicas, los principios más generales que podrían guiar las políticas comunitarias e institucionales que establecieran nuevas bases para evadir y morigerar el daño económico y social que han venido sufriendo las organizaciones comunitarias judeoargentinas durante las últimas décadas. Repitiendo los conceptos clave, estos aspectos fundamentales son: la promoción de la participación y la reintegración constructiva, es decir, una reintegración de la gente que no sólo le abra un espacio comunitario, sino que le permita participar de su conformación. Son aspectos que, a su vez, se apoyan en dos principios estratégicos: la democratización y la tolerancia.
Ciertamente, se trata de variables que presentan numerosas dificultades. La democratización y la tolerancia son principios siempre deseables, pero son siempre también difíciles. El agobio que sufren las personas en la vida contemporánea hace que la participación democrática en las instituciones sea percibida como una carga más que como un derecho o una oportunidad. Las tácticas que apunten a la democratización deben ocuparse de facilitar y alivianar la participación, evitando la creación de cargos y funciones inútiles. En vez de eso, se trata de que las bases aprendan a tomar decisiones en cuanto a las actividades que desarrollan cotidianamente y que procuren por sí mismas ampliarse en términos de tolerancia. Este segundo aspecto es igualmente importante e igualmente difícil, porque en general la tolerancia es más y una declaración que una práctica. He aquí un secretito: no se trata de aceptar lo aceptable, aunque se trate de una “diferencia”; por el contrario, se trata del intento permanente de incorporar elementos contrapuestos en un mismo espacio.
La tolerancia no es un hecho, es un proceso de intercambio en el cual las oposiciones son gradualmente convertidas en diferencias. En alguna época no tan lejana, el color de la piel significaba no una diferencia sino una oposición radical, jerárquica y absoluta: lo blanco era lo superior, lo negro lo inferior. En el mismo plano, en muchas sociedades hasta el siglo pasado lo judío ocupaba, aproximadamente, el lugar de lo negro. Actualmente se trata de oposiciones superadas (no totalmente) y se han convertido en diferencias. Así como hasta hace unas décadas en Argentina las familias compuestas (parejas de viudos, separados o divorciados que reunían a hijos de primeras experiencias matrimoniales en nuevas familias, por ejemplo) eran algo extraño y ajeno a las convenciones sociales de lo correcto y lo apropiado, lo mismo puede hacer la comunidad judía frente a nuevas opciones de componer el espacio familiar judaico. Tolerar significa enfrentar los propios prejuicios, no quiere decir simplemente moderar los juicios propios de lo bueno y lo malo.
En este sentido, la participación democrática y la tolerancia son principios, pero también se convierten en procedimientos para la integración y la reintegración. Por supuesto, el resultado del proceso es diferente al punto de partida y, hasta cierto punto, es imprevisible. Sin embargo, de esta manera pueden protegerse valores y costumbres de manera más efectiva que mediante el aislacionismo, pues esta estrategia ha fracasado totalmente. Por su parte, la formación de “líderes” y la guía carismática de dirigentes de toda especie son medios de integración igualmente ineficaces, principalmente porque incentivan la competencia, reducen la democracia y desincentivan la participación, además de ser medios poderosos para reforzar y acrecentar los prejuicios en contra de lo “diferente”, debido a que las guías carismáticas suelen apoyarse en discursos cerrados y simplistas, en donde el “nosotros” siempre se define por oposición a los “otros”, de modo que fragmentan la vida social y no pueden incluir opciones diferentes.
Una táctica ajustada a estos principios que proponemos aquí es evitar las autodefiniciones tajantes. Porque la creencia en que el juicio propio es lo que nos define es una pared que nos impide ver los cambios que hemos venido sufriendo como integrantes de una (o varias) culturas. Esto se aplica a las personas, pero también a las organizaciones y a las instituciones. En realidad, la identidad cultural es flexible y variada, cambia con el tiempo en lo personal y en lo colectivo, se fragmenta. El judaísmo contemporáneo sería irreconocible sin el aporte de muchas diferentes aportaciones de diferentes regiones y culturas. Estas aportaciones alguna vez fueron oposiciones radicales y luego se transformaron en diferencias y, por fin, en variedades de un mismo tipo. Se trata de evitar el arquetipo que parece sólido, pero que en realidad es frágil porque no puede adaptarse a los cambios en el contexto que, en nuestras sociedades, son rápidos y en ocasiones violentos.
Lo que sugerimos es reproducir este proceso de cambio de la oposición por diferencias y la creación de un nuevo y más variado horizonte de judaísmo. Pero, a diferencia del proceso histórico, que no es consciente de sí mismo, proponemos realizar el primer paso de manera consciente y premeditada, salvando las oposiciones y admitiendo las diferencias.
Hay otra razón, quizá más triste, para atender a la posibilidad de utilizar esta estrategia: la comunidad jueoargentina no es lo bastante fuerte como para darse el lujo de ser intolerante. La intolerancia es una prerrogativa de los poderosos, porque son los que pueden aprovecharse de las oposiciones radicales y, de hecho, suelen ser sus principales promotores intelectuales. Los débiles, por el contrario, deben ser adaptables o son adaptados a la fuerza o, en última instancia, eliminados. Esto último es lo que ocurre con la colectividad judeoargentina: se ha vuelto inadaptable y es lentamente erosionada por un fuerte proceso de aculturación, por el cual más y más familias dejan de sentirse parte de la colectividad y se integran a otros espacios sociales, lo cual pueden hacer porque la sociedad argentina actual es bastante tolerante respecto de la condición judía que es, en todo caso, bastante fácil de disimular.
En otros tiempos, la intolerancia hacia la condición judía hacia innecesaria la tolerancia en la comunidad: como los judíos no eran aceptados fuera de su comunidad de origen debían vivir y desarrollarse dentro de la misma. Sin embargo, los valores de la modernidad (en un proceso muy lento que no ha acabado todavía) han resquebrajado esa coraza externa y obliga al desarrollo de estrategias y tácticas más adaptables. En este sentido, por ejemplo, el nacionalismo judío, el sionismo, en términos culturales ha sido un modo de adaptar los valores de la modernidad a la condición judía. Las nuevas modalidades de judaísmo religioso incorporan (de manera consciente e inconsciente) otros muchos elementos claramente no-judíos, en términos de organización interna y promoción de sus valores e ideologías.
Resultaría irresponsable por nuestra parte no ser capaces de apreciar y aprender de este proceso, para que la adaptación forzada no se convierta en un camino sin salida. Al mismo tiempo, no parece deseable (precisamente porque portamos valores modernos) elegir estrategias que opriman a las personas y las obliguen permanentemente a aceptar decisiones ajenas y de difícil comprensión sin poder participar de su propia autoafirmación, ni parece posible, dada la relativa debilidad de las organizaciones e instituciones judaicas.
Ambos caminos, el moral y el pragmático, parecen favorecer entonces una estrategia de democratización y tolerancia, y unas tácticas que favorezcan la autodefinición y la participación. Que el judaísmo no sea para los judíos una trampa, sino una oportunidad de desarrollo personal, familiar y social es tal vez la meta última de esta estrategia.
En la entrega anterior se expusieron brevemente las bases estratégicas, los principios más generales que podrían guiar las políticas comunitarias e institucionales que establecieran nuevas bases para evadir y morigerar el daño económico y social que han venido sufriendo las organizaciones comunitarias judeoargentinas durante las últimas décadas. Repitiendo los conceptos clave, estos aspectos fundamentales son: la promoción de la participación y la reintegración constructiva, es decir, una reintegración de la gente que no sólo le abra un espacio comunitario, sino que le permita participar de su conformación. Son aspectos que, a su vez, se apoyan en dos principios estratégicos: la democratización y la tolerancia.
Ciertamente, se trata de variables que presentan numerosas dificultades. La democratización y la tolerancia son principios siempre deseables, pero son siempre también difíciles. El agobio que sufren las personas en la vida contemporánea hace que la participación democrática en las instituciones sea percibida como una carga más que como un derecho o una oportunidad. Las tácticas que apunten a la democratización deben ocuparse de facilitar y alivianar la participación, evitando la creación de cargos y funciones inútiles. En vez de eso, se trata de que las bases aprendan a tomar decisiones en cuanto a las actividades que desarrollan cotidianamente y que procuren por sí mismas ampliarse en términos de tolerancia. Este segundo aspecto es igualmente importante e igualmente difícil, porque en general la tolerancia es más y una declaración que una práctica. He aquí un secretito: no se trata de aceptar lo aceptable, aunque se trate de una “diferencia”; por el contrario, se trata del intento permanente de incorporar elementos contrapuestos en un mismo espacio.
La tolerancia no es un hecho, es un proceso de intercambio en el cual las oposiciones son gradualmente convertidas en diferencias. En alguna época no tan lejana, el color de la piel significaba no una diferencia sino una oposición radical, jerárquica y absoluta: lo blanco era lo superior, lo negro lo inferior. En el mismo plano, en muchas sociedades hasta el siglo pasado lo judío ocupaba, aproximadamente, el lugar de lo negro. Actualmente se trata de oposiciones superadas (no totalmente) y se han convertido en diferencias. Así como hasta hace unas décadas en Argentina las familias compuestas (parejas de viudos, separados o divorciados que reunían a hijos de primeras experiencias matrimoniales en nuevas familias, por ejemplo) eran algo extraño y ajeno a las convenciones sociales de lo correcto y lo apropiado, lo mismo puede hacer la comunidad judía frente a nuevas opciones de componer el espacio familiar judaico. Tolerar significa enfrentar los propios prejuicios, no quiere decir simplemente moderar los juicios propios de lo bueno y lo malo.
En este sentido, la participación democrática y la tolerancia son principios, pero también se convierten en procedimientos para la integración y la reintegración. Por supuesto, el resultado del proceso es diferente al punto de partida y, hasta cierto punto, es imprevisible. Sin embargo, de esta manera pueden protegerse valores y costumbres de manera más efectiva que mediante el aislacionismo, pues esta estrategia ha fracasado totalmente. Por su parte, la formación de “líderes” y la guía carismática de dirigentes de toda especie son medios de integración igualmente ineficaces, principalmente porque incentivan la competencia, reducen la democracia y desincentivan la participación, además de ser medios poderosos para reforzar y acrecentar los prejuicios en contra de lo “diferente”, debido a que las guías carismáticas suelen apoyarse en discursos cerrados y simplistas, en donde el “nosotros” siempre se define por oposición a los “otros”, de modo que fragmentan la vida social y no pueden incluir opciones diferentes.
Una táctica ajustada a estos principios que proponemos aquí es evitar las autodefiniciones tajantes. Porque la creencia en que el juicio propio es lo que nos define es una pared que nos impide ver los cambios que hemos venido sufriendo como integrantes de una (o varias) culturas. Esto se aplica a las personas, pero también a las organizaciones y a las instituciones. En realidad, la identidad cultural es flexible y variada, cambia con el tiempo en lo personal y en lo colectivo, se fragmenta. El judaísmo contemporáneo sería irreconocible sin el aporte de muchas diferentes aportaciones de diferentes regiones y culturas. Estas aportaciones alguna vez fueron oposiciones radicales y luego se transformaron en diferencias y, por fin, en variedades de un mismo tipo. Se trata de evitar el arquetipo que parece sólido, pero que en realidad es frágil porque no puede adaptarse a los cambios en el contexto que, en nuestras sociedades, son rápidos y en ocasiones violentos.
Lo que sugerimos es reproducir este proceso de cambio de la oposición por diferencias y la creación de un nuevo y más variado horizonte de judaísmo. Pero, a diferencia del proceso histórico, que no es consciente de sí mismo, proponemos realizar el primer paso de manera consciente y premeditada, salvando las oposiciones y admitiendo las diferencias.
Hay otra razón, quizá más triste, para atender a la posibilidad de utilizar esta estrategia: la comunidad jueoargentina no es lo bastante fuerte como para darse el lujo de ser intolerante. La intolerancia es una prerrogativa de los poderosos, porque son los que pueden aprovecharse de las oposiciones radicales y, de hecho, suelen ser sus principales promotores intelectuales. Los débiles, por el contrario, deben ser adaptables o son adaptados a la fuerza o, en última instancia, eliminados. Esto último es lo que ocurre con la colectividad judeoargentina: se ha vuelto inadaptable y es lentamente erosionada por un fuerte proceso de aculturación, por el cual más y más familias dejan de sentirse parte de la colectividad y se integran a otros espacios sociales, lo cual pueden hacer porque la sociedad argentina actual es bastante tolerante respecto de la condición judía que es, en todo caso, bastante fácil de disimular.
En otros tiempos, la intolerancia hacia la condición judía hacia innecesaria la tolerancia en la comunidad: como los judíos no eran aceptados fuera de su comunidad de origen debían vivir y desarrollarse dentro de la misma. Sin embargo, los valores de la modernidad (en un proceso muy lento que no ha acabado todavía) han resquebrajado esa coraza externa y obliga al desarrollo de estrategias y tácticas más adaptables. En este sentido, por ejemplo, el nacionalismo judío, el sionismo, en términos culturales ha sido un modo de adaptar los valores de la modernidad a la condición judía. Las nuevas modalidades de judaísmo religioso incorporan (de manera consciente e inconsciente) otros muchos elementos claramente no-judíos, en términos de organización interna y promoción de sus valores e ideologías.
Resultaría irresponsable por nuestra parte no ser capaces de apreciar y aprender de este proceso, para que la adaptación forzada no se convierta en un camino sin salida. Al mismo tiempo, no parece deseable (precisamente porque portamos valores modernos) elegir estrategias que opriman a las personas y las obliguen permanentemente a aceptar decisiones ajenas y de difícil comprensión sin poder participar de su propia autoafirmación, ni parece posible, dada la relativa debilidad de las organizaciones e instituciones judaicas.
Ambos caminos, el moral y el pragmático, parecen favorecer entonces una estrategia de democratización y tolerancia, y unas tácticas que favorezcan la autodefinición y la participación. Que el judaísmo no sea para los judíos una trampa, sino una oportunidad de desarrollo personal, familiar y social es tal vez la meta última de esta estrategia.
miércoles, 14 de abril de 2010
Materiales para la construcción de políticas comunitarias 3
Política y comunidad: opciones de acción, participación y reintegración
Hemos sentado las bases de la discusión, hemos anotado las posibles causas de la actual crisis. Falta lo más importante: ¿qué estrategias, qué acciones pueden ser culturalmente positivas en este contexto, el de la debilidad cultural y la crisis económica de las instituciones? Para comenzar, hagamos un breve repaso de algunas estrategias que (según mi saber y entender) no nos serían útiles en la actualidad. No son todas, pero creo que son las más significativas para esta perspectiva:
a) El mesianismo. Esto es confiar en que llegará un milagro que nos salvará. Un antiguo proverbio rabínico dice que: “Hay que confiar en que el milagro llegará... pero hay que actuar como si no fuera a llegar”, que es una versión sofisticada de “Dios ama al pobre... y ayuda al rico” y de “Dios ayuda a quien se ayuda a sí mismo”. Dichos aparte, la fe (en dios, en el destino, en la ciencia, en el líder) siempre es útil porque refuerza la pertenencia a una estrategia política, pero no ES una estrategia política. El mesianismo requiere de un ingrediente que es ciertamente integrador, la creencia en la salvación inevitable, pero que es también paralizante. Sí, no importa lo que hagamos, la salvación igualmente llegará... entonces es lo mismo hacer algo o no hacer nada. Y la premisa de toda estrategia política es precisamente la intención de actuar.
b) La conservación del Statu Quo. Si justamente este estado de cosas, en el que los problemas no provienen de un enemigo muy fuerte con el que debemos negociar sino de las debilidades culturales internas frente a un contexto indiferente, es el que promueve la aculturación, es evidente que promover la inacción no es una estrategia útil. No sólo no es una buena estrategia progresiva, sino que no es una buena estrategia defensiva. Dejar las cosas como están es permitir que los problemas se desarrollen y progresen, en vez de hacer que progresen y se desarrollen las soluciones.
c) Buscar ayuda externa. En realidad, dado que el problema afecta a la cultura judía a escala global (y en el contexto de la globalización), no hay un “afuera” a dónde recurrir. Por otra parte, cualquier ayuda externa tendrá actualmente dos vías: la económica o la doctrinal, las cuales suelen estar combinadas, porque nadie consigue imponer una doctrina sin un esfuerzo económico ni tampoco es frecuente que alguien (persona o grupo) invierta su dinero en un proyecto en el cual no está convencido. Sin embargo, el gran problema de esta estrategia es que se trata de una respuesta heterónoma, no autónoma, es decir, que promueve la acción del otro y no la acción propia cuando, precisamente, una gran parte del problema es que hemos perdido la capacidad de integrar a los judíos mediante el aprovechamiento de su propio impulso de integración, razón por la cual deciden integrarse en otras redes sociales.
d) El elitismo. Suena feo (a mí me suena feo) pero es una opción que han elegido muchos judíos en la actualidad, bajo la premisa de que el judaísmo se trata de una suerte de “aristocracia” cultural, derivada de la “posesión” de una sangre especial. El problema del elitismo es que concentra la integración en aspectos que sólo muy puntualmente son “culturales”. La razón de esto es que el judaísmo se ha desarrollado durante dos milenios en contextos heterónomos y que las élites suelen imitar el comportamiento de las élites más poderosas, propiciando la segregación, el aislacionismo y el sectarismo. Esto sería tremendamente contraproducente en una comunidad cuyas bases sociales estuvieron durante décadas constituidas por personas de clase media. De todos modos, es probable que ciertas élites judías pervivan y sean las semillas de futuros judaísmos. El problema es que, para quienes no integramos esas élites, el judaísmo se convertirá en materia muerta, además de poco agradable, de modo que no puede constituirse en realidad como una estrategia política útil.
e) El aislacionismo. También llamado “repliegue de la identidad”, el aislacionismo es una estrategia de supervivencia cultural que propone separar lo más posible la identidad judía de su contexto. Aunque en algunos contextos es una estrategia útil, aunque muy limitada. En la actualidad de la comunidad judía argentina parece una opción pésima, porque sólo funciona si los integrantes de una comunidad unida por lazos culturales presenta una fuerte cohesión interna, lo cual no es el caso de la comunidad judía argentina, que históricamente ha buscado un equilibrio con el entorno que le permita sumar a lo bueno de adentro lo bueno de afuera: derechos, modos de organización, costumbres, placeres o modos de ocio son ejemplos de buenos aprendizajes que el aislacionismo rechaza. Además, si la comunidad judeoargentina muestra debilidades para convencer a los judíos de una mínima participación, cuánto más difícil sería convencer y auto-convencerse de adoptar artificialmente modos y costumbres que no están incorporadas. De la misma manera que nadie se despierta un día cualquiera habiendo cambiado todos sus afectos humanos, tampoco nadie puede decidir simplemente que es momento de renunciar a los espacios de integración no judíos y pasar a amar un espacio recién inventado.
f) Finalmente, el salvacionismo. No se trata de salvar costumbres ni tradiciones, mucho menos se trata de “salvar” a las personas de una situación que se considera negativa. Esa puede ser una estrategia de asistencia social, pero no es una estrategia política de integración cultural. Si, justamente, estamos tratando con la decisión de la gente de no participar, de sus dudas sobre cómo hacerlo o de su desgana por hacerlo, el discurso iluminado de saber como “salvarla” no puede menos que causar una reacción adversa. El salvacionismo predica para los conversos... y no convierte a nadie. Sirve, quizá, para sentirse bien pero, nuevamente, no permite trazar líneas de acción políticas y probablemente conduzca a un fuerte rechazo. La gente no necesita ser salvada de la aculturación, sino que puede, eventualmente, ser persuadida de participar de espacios en donde se cultiven y desarrollen valores, principios, costumbres y tradiciones por las que sienten afecto, de las que pueden sentirse parte. El salvacionismo se orienta casi siempre a salvar a un “otro” real o imaginario, pero aquí el problema no lo tienen otros, sino nosotros mismos.
De este repaso podemos obtener algunas respuestas: la necesidad de generar un movimiento interno, antes que dirigirlo a un supuesto “exterior” y la necesidad de plantear estrategias sobre la base de la autonomía y la participación. Es por estas razones que considero que las opciones de acción más útiles, viables y efectivas deben comprender dos aspectos fundamentales: la promoción de la participación y la reintegración constructiva, es decir, una reintegración de la gente que no sólo le abra un espacio comunitario, sino que le permita participar de su conformación. La elección de una estrategia de este tipo requiere dos premisas por las que debe trabajarse, por las que vale la pena esforzarse: la democratización de los espacios culturales y la tolerancia ante las diferencias culturales.
Si se repasan las seis estrategias que hemos criticado más arriba, creo que se verá con claridad que la democratización y la tolerancia son vías para construir desde un lugar que evite o al menos modere el mesianismo, la conservación del presente estado de cosas, la decisión de otros sobre nuestras propias circunstancias, el elitismo, el aislacionismo y el salvacionismo.
Actualmente existe una gran diversidad de opciones en cuanto a modos de organización familiar, espacios de recreación y reflexión, espacios de aprendizaje. No se trata de crear una ensalada de cualquier cosa ni un “judaísmo new age” donde cualquier cosa pueda llamarse “judía” a sí misma. Se trata de crear espacios políticos y sociales para la creatividad cultural, para reunir y enfrentar a la gente y permitirle desarrollar su riqueza humana en espacios judíos que puedan apreciar como tales. Lógicamente, si se consigue que estos espacios sean enriquecedores y atractivos, es mucho más probable que la gente pase a considerarlos una necesidad que valga la pena apoyar económicamente, además de culturalmente.
Precisamente, he venido hablando mucho de políticas para tomar distancia del economicismo absoluto, lo cual no significa perder de vista los problemas económicos de promover este tipo de acción. Sin embargo, debe destacarse que no se trata de un proyecto que pueda realizarse a corto plazo, invirtiendo dinero en animadores o campañas publicitarias de persecución de potenciales socios: esas estrategias ya se han utilizado y han fracasado estrepitosamente (o silenciosamente, porque casi nadie lo notó). Por el contrario, hablo aquí del diseño de una estrategia más profunda, de largo plazo, de transformación gradual de las instituciones mediante avances puntuales en la democratización y la tolerancia, que son puntualmente baratos de sostener. Se trata de promover entre las fuerzas vivas remanentes un cambio de actitud que sea invitante y atractiva no desde “la oferta de la semana” sino desde una política de tolerancia, en la cual se acepte la diversidad para enriquecer la particularidad de lo judío.
Por supuesto, también a largo plazo esto supone que el judaísmo que saldrá será diferente del judaísmo que conocemos. No obstante, es más probable con esta línea estratégica que surja un judaísmo más firme, menos endeble que el que existe hoy en día, del cual están excluidos no sólo muchísimas familias que por diversas razones se han alejado de las instituciones judías, sino también muchos judíos que ya no encuentran en las organizaciones judías los valores judaicos que aprendieron a amar y por los que sienten cariño y nostalgia, pero que no saben cómo desarrollar y para los cuáles, por supuesto, encuentran problemas para transmitir a sus hijos y demás descendientes.
No se trata, por lo tanto, de abrir las organizaciones judías a cualquier influencia o característica no judía, sino, al contrario, de re-judaizar sus espacios culturales en términos de la democratización y de la tolerancia hacia las circunstancias familiares y personales que hacen a la existencia cotidiana de las personas. Se trata de proponer espacios de encuentro y de debate, de formar activistas antes que líderes, de tolerar diferencias para permitir una mayor integración. Esta estrategia, ante la carencia de recursos económicos, puede permitir un mayor uso de la creatividad, sumando a las personas a espacios de creación intelectual y estética, en vez de recurrir a personajes y festivales suntuosos, en donde “lo judío” no esté en nosotros mismos, sino en la mente de otro o, lo que todavía es más triste, en la decoración.
El temor a que se introduzcan en las instituciones judías elementos “extraños” no-judíos, es injustificado. En primer lugar, porque eso viene pasando desde hace décadas. En cada nuevo intento de rescatar espacios judíos se ha promovido la des-judaización de las instituciones o, por el contrario, el conservadurismo elitista o aislacionista, que resulta una fuente de desintegración por cuanto excluye a numerosas familias no judías con integrantes judíos y a familias judías con integrantes no-judíos. En segundo lugar, porque históricamente la particularidad de lo judío ha sido aprender lo bueno (y lo malo, admitámoslo) del entorno cultural para incorporarlo a la vida judía. ¿O la gastronomía judía, por ejemplo, es exclusivamente judía? ¿No es acaso comida árabe, o polaca, o rusa? El nacionalismo sionista tampoco es una idea judía sino la adaptación de una ideología para un grupo social particular. Los ejemplos son interminables: artistas plásticos judíos que se han integrado a movimientos estéticos no-judíos de todas las latitudes, científicos e intelectuales judíos, escritores judíos de los que nos enorgullecemos porque han sido reconocidos por el entorno no-judío.
Tolerancia es también el reconocimiento de la identidad autónoma, cuando los interesados respetan valores judíos a pesar de no cumplir con las exigencias de otros (rabinos, instituciones) para asumir dicha condición. Esta es la tolerancia ante la diferencia que respeta la Sinagoga como espacio de reunión, antes que asumir al Rabino como líder. Son dos experiencias diferentes de la vida judía. No existe inconveniente alguno en que un rabino lidere y oriente a una comunidad espiritual en aspectos teológicos o doctrinales, pero no puede esperarse un buen resultado cuando se le otorga el poder sacralizado de decidir sobre las condiciones de la identidad de gente que no está previamente integrada a su congregación, pues naturalmente esta gente tendrá ideas diferentes que sólo pueden desarrollarse en un espacio democratizado.
Como siempre, con esta serie de El partisano (cultural) intenta poner el dedo en las grandes llagas de la judeoargentinidad contemporánea, propiciando la discusión y atendiendo a ese sordo reclamo de las generaciones que vamos pasando observando cómo se diluyen las costumbres y valores judíos y cómo se aleja la posibilidad de enriquecer las vidas judías y no judías con las experiencias y las vivencias del judaísmo.
Hemos sentado las bases de la discusión, hemos anotado las posibles causas de la actual crisis. Falta lo más importante: ¿qué estrategias, qué acciones pueden ser culturalmente positivas en este contexto, el de la debilidad cultural y la crisis económica de las instituciones? Para comenzar, hagamos un breve repaso de algunas estrategias que (según mi saber y entender) no nos serían útiles en la actualidad. No son todas, pero creo que son las más significativas para esta perspectiva:
a) El mesianismo. Esto es confiar en que llegará un milagro que nos salvará. Un antiguo proverbio rabínico dice que: “Hay que confiar en que el milagro llegará... pero hay que actuar como si no fuera a llegar”, que es una versión sofisticada de “Dios ama al pobre... y ayuda al rico” y de “Dios ayuda a quien se ayuda a sí mismo”. Dichos aparte, la fe (en dios, en el destino, en la ciencia, en el líder) siempre es útil porque refuerza la pertenencia a una estrategia política, pero no ES una estrategia política. El mesianismo requiere de un ingrediente que es ciertamente integrador, la creencia en la salvación inevitable, pero que es también paralizante. Sí, no importa lo que hagamos, la salvación igualmente llegará... entonces es lo mismo hacer algo o no hacer nada. Y la premisa de toda estrategia política es precisamente la intención de actuar.
b) La conservación del Statu Quo. Si justamente este estado de cosas, en el que los problemas no provienen de un enemigo muy fuerte con el que debemos negociar sino de las debilidades culturales internas frente a un contexto indiferente, es el que promueve la aculturación, es evidente que promover la inacción no es una estrategia útil. No sólo no es una buena estrategia progresiva, sino que no es una buena estrategia defensiva. Dejar las cosas como están es permitir que los problemas se desarrollen y progresen, en vez de hacer que progresen y se desarrollen las soluciones.
c) Buscar ayuda externa. En realidad, dado que el problema afecta a la cultura judía a escala global (y en el contexto de la globalización), no hay un “afuera” a dónde recurrir. Por otra parte, cualquier ayuda externa tendrá actualmente dos vías: la económica o la doctrinal, las cuales suelen estar combinadas, porque nadie consigue imponer una doctrina sin un esfuerzo económico ni tampoco es frecuente que alguien (persona o grupo) invierta su dinero en un proyecto en el cual no está convencido. Sin embargo, el gran problema de esta estrategia es que se trata de una respuesta heterónoma, no autónoma, es decir, que promueve la acción del otro y no la acción propia cuando, precisamente, una gran parte del problema es que hemos perdido la capacidad de integrar a los judíos mediante el aprovechamiento de su propio impulso de integración, razón por la cual deciden integrarse en otras redes sociales.
d) El elitismo. Suena feo (a mí me suena feo) pero es una opción que han elegido muchos judíos en la actualidad, bajo la premisa de que el judaísmo se trata de una suerte de “aristocracia” cultural, derivada de la “posesión” de una sangre especial. El problema del elitismo es que concentra la integración en aspectos que sólo muy puntualmente son “culturales”. La razón de esto es que el judaísmo se ha desarrollado durante dos milenios en contextos heterónomos y que las élites suelen imitar el comportamiento de las élites más poderosas, propiciando la segregación, el aislacionismo y el sectarismo. Esto sería tremendamente contraproducente en una comunidad cuyas bases sociales estuvieron durante décadas constituidas por personas de clase media. De todos modos, es probable que ciertas élites judías pervivan y sean las semillas de futuros judaísmos. El problema es que, para quienes no integramos esas élites, el judaísmo se convertirá en materia muerta, además de poco agradable, de modo que no puede constituirse en realidad como una estrategia política útil.
e) El aislacionismo. También llamado “repliegue de la identidad”, el aislacionismo es una estrategia de supervivencia cultural que propone separar lo más posible la identidad judía de su contexto. Aunque en algunos contextos es una estrategia útil, aunque muy limitada. En la actualidad de la comunidad judía argentina parece una opción pésima, porque sólo funciona si los integrantes de una comunidad unida por lazos culturales presenta una fuerte cohesión interna, lo cual no es el caso de la comunidad judía argentina, que históricamente ha buscado un equilibrio con el entorno que le permita sumar a lo bueno de adentro lo bueno de afuera: derechos, modos de organización, costumbres, placeres o modos de ocio son ejemplos de buenos aprendizajes que el aislacionismo rechaza. Además, si la comunidad judeoargentina muestra debilidades para convencer a los judíos de una mínima participación, cuánto más difícil sería convencer y auto-convencerse de adoptar artificialmente modos y costumbres que no están incorporadas. De la misma manera que nadie se despierta un día cualquiera habiendo cambiado todos sus afectos humanos, tampoco nadie puede decidir simplemente que es momento de renunciar a los espacios de integración no judíos y pasar a amar un espacio recién inventado.
f) Finalmente, el salvacionismo. No se trata de salvar costumbres ni tradiciones, mucho menos se trata de “salvar” a las personas de una situación que se considera negativa. Esa puede ser una estrategia de asistencia social, pero no es una estrategia política de integración cultural. Si, justamente, estamos tratando con la decisión de la gente de no participar, de sus dudas sobre cómo hacerlo o de su desgana por hacerlo, el discurso iluminado de saber como “salvarla” no puede menos que causar una reacción adversa. El salvacionismo predica para los conversos... y no convierte a nadie. Sirve, quizá, para sentirse bien pero, nuevamente, no permite trazar líneas de acción políticas y probablemente conduzca a un fuerte rechazo. La gente no necesita ser salvada de la aculturación, sino que puede, eventualmente, ser persuadida de participar de espacios en donde se cultiven y desarrollen valores, principios, costumbres y tradiciones por las que sienten afecto, de las que pueden sentirse parte. El salvacionismo se orienta casi siempre a salvar a un “otro” real o imaginario, pero aquí el problema no lo tienen otros, sino nosotros mismos.
De este repaso podemos obtener algunas respuestas: la necesidad de generar un movimiento interno, antes que dirigirlo a un supuesto “exterior” y la necesidad de plantear estrategias sobre la base de la autonomía y la participación. Es por estas razones que considero que las opciones de acción más útiles, viables y efectivas deben comprender dos aspectos fundamentales: la promoción de la participación y la reintegración constructiva, es decir, una reintegración de la gente que no sólo le abra un espacio comunitario, sino que le permita participar de su conformación. La elección de una estrategia de este tipo requiere dos premisas por las que debe trabajarse, por las que vale la pena esforzarse: la democratización de los espacios culturales y la tolerancia ante las diferencias culturales.
Si se repasan las seis estrategias que hemos criticado más arriba, creo que se verá con claridad que la democratización y la tolerancia son vías para construir desde un lugar que evite o al menos modere el mesianismo, la conservación del presente estado de cosas, la decisión de otros sobre nuestras propias circunstancias, el elitismo, el aislacionismo y el salvacionismo.
Actualmente existe una gran diversidad de opciones en cuanto a modos de organización familiar, espacios de recreación y reflexión, espacios de aprendizaje. No se trata de crear una ensalada de cualquier cosa ni un “judaísmo new age” donde cualquier cosa pueda llamarse “judía” a sí misma. Se trata de crear espacios políticos y sociales para la creatividad cultural, para reunir y enfrentar a la gente y permitirle desarrollar su riqueza humana en espacios judíos que puedan apreciar como tales. Lógicamente, si se consigue que estos espacios sean enriquecedores y atractivos, es mucho más probable que la gente pase a considerarlos una necesidad que valga la pena apoyar económicamente, además de culturalmente.
Precisamente, he venido hablando mucho de políticas para tomar distancia del economicismo absoluto, lo cual no significa perder de vista los problemas económicos de promover este tipo de acción. Sin embargo, debe destacarse que no se trata de un proyecto que pueda realizarse a corto plazo, invirtiendo dinero en animadores o campañas publicitarias de persecución de potenciales socios: esas estrategias ya se han utilizado y han fracasado estrepitosamente (o silenciosamente, porque casi nadie lo notó). Por el contrario, hablo aquí del diseño de una estrategia más profunda, de largo plazo, de transformación gradual de las instituciones mediante avances puntuales en la democratización y la tolerancia, que son puntualmente baratos de sostener. Se trata de promover entre las fuerzas vivas remanentes un cambio de actitud que sea invitante y atractiva no desde “la oferta de la semana” sino desde una política de tolerancia, en la cual se acepte la diversidad para enriquecer la particularidad de lo judío.
Por supuesto, también a largo plazo esto supone que el judaísmo que saldrá será diferente del judaísmo que conocemos. No obstante, es más probable con esta línea estratégica que surja un judaísmo más firme, menos endeble que el que existe hoy en día, del cual están excluidos no sólo muchísimas familias que por diversas razones se han alejado de las instituciones judías, sino también muchos judíos que ya no encuentran en las organizaciones judías los valores judaicos que aprendieron a amar y por los que sienten cariño y nostalgia, pero que no saben cómo desarrollar y para los cuáles, por supuesto, encuentran problemas para transmitir a sus hijos y demás descendientes.
No se trata, por lo tanto, de abrir las organizaciones judías a cualquier influencia o característica no judía, sino, al contrario, de re-judaizar sus espacios culturales en términos de la democratización y de la tolerancia hacia las circunstancias familiares y personales que hacen a la existencia cotidiana de las personas. Se trata de proponer espacios de encuentro y de debate, de formar activistas antes que líderes, de tolerar diferencias para permitir una mayor integración. Esta estrategia, ante la carencia de recursos económicos, puede permitir un mayor uso de la creatividad, sumando a las personas a espacios de creación intelectual y estética, en vez de recurrir a personajes y festivales suntuosos, en donde “lo judío” no esté en nosotros mismos, sino en la mente de otro o, lo que todavía es más triste, en la decoración.
El temor a que se introduzcan en las instituciones judías elementos “extraños” no-judíos, es injustificado. En primer lugar, porque eso viene pasando desde hace décadas. En cada nuevo intento de rescatar espacios judíos se ha promovido la des-judaización de las instituciones o, por el contrario, el conservadurismo elitista o aislacionista, que resulta una fuente de desintegración por cuanto excluye a numerosas familias no judías con integrantes judíos y a familias judías con integrantes no-judíos. En segundo lugar, porque históricamente la particularidad de lo judío ha sido aprender lo bueno (y lo malo, admitámoslo) del entorno cultural para incorporarlo a la vida judía. ¿O la gastronomía judía, por ejemplo, es exclusivamente judía? ¿No es acaso comida árabe, o polaca, o rusa? El nacionalismo sionista tampoco es una idea judía sino la adaptación de una ideología para un grupo social particular. Los ejemplos son interminables: artistas plásticos judíos que se han integrado a movimientos estéticos no-judíos de todas las latitudes, científicos e intelectuales judíos, escritores judíos de los que nos enorgullecemos porque han sido reconocidos por el entorno no-judío.
Tolerancia es también el reconocimiento de la identidad autónoma, cuando los interesados respetan valores judíos a pesar de no cumplir con las exigencias de otros (rabinos, instituciones) para asumir dicha condición. Esta es la tolerancia ante la diferencia que respeta la Sinagoga como espacio de reunión, antes que asumir al Rabino como líder. Son dos experiencias diferentes de la vida judía. No existe inconveniente alguno en que un rabino lidere y oriente a una comunidad espiritual en aspectos teológicos o doctrinales, pero no puede esperarse un buen resultado cuando se le otorga el poder sacralizado de decidir sobre las condiciones de la identidad de gente que no está previamente integrada a su congregación, pues naturalmente esta gente tendrá ideas diferentes que sólo pueden desarrollarse en un espacio democratizado.
Como siempre, con esta serie de El partisano (cultural) intenta poner el dedo en las grandes llagas de la judeoargentinidad contemporánea, propiciando la discusión y atendiendo a ese sordo reclamo de las generaciones que vamos pasando observando cómo se diluyen las costumbres y valores judíos y cómo se aleja la posibilidad de enriquecer las vidas judías y no judías con las experiencias y las vivencias del judaísmo.
Materiales para la construcción de políticas comunitarias 2
Economía, política y comunidad: las causas de la degradación de la base social
Es extraordinariamente sencillo creer que los principales problemas de la comunidad judía argentina son económicos. Cualquier observación comparativa de las instituciones judías que coteje, por ejemplo, la década de 1980 con la presente pintará un retrato bastante deprimente en este sentido. Tan deprimente que parece una pintura total del proceso.
Sin embargo, la economía sólo explica la disminución de las posibilidades de participación, pero no explica la disminución de la participación en sí misma. Porque el judaísmo es un fenómeno cultural, no puramente económico. Entonces, ¿qué ocurre? Ocurre que desde hace varias décadas se trata a las cuestiones culturales judías como una cuestión fundamentalmente económica y se ha relegado el aspecto más amplio, cultural y social, que integra a las personas con su comunidad y consigo mismas.
En otras palabras, dado que la gente no puede vivir sin espacios culturales (mirar televisión en casa, salir de compras, son ejemplos de un espacio cultural, muy pobre y degradado, pero espacio cultural al fin) y dadas las crisis sociales que siempre se viven en Argentina, muchos judíos argentinos han dejado de experimentar la cultura judía como una vivencia necesaria para transformarla en una vivencia posible entre otras muchas. Y como hay otras más fáciles, menos controvertidas, incluso más baratas de sostener, el judaísmo argentino entró en una competencia nefasta entre opciones de judaísmo “light”, opciones de judaísmo conservador-elitista y opciones de judaísmo religioso muy fragmentarias y dispersas, incapaces de reunir a un núcleo suficiente de masa social judía o capaces de hacerlo gracias a la construcción de espacios sociales regidos por dinero y opciones ideológicas que llegan del exterior.
Por otra parte, el nacionalismo judío, el sionismo, que fue durante buena parte del siglo pasado una de las principales líneas de reunión de fuerzas vivas de la comunidad ha perdido fuerza desde la creación del estado de Israel, y ello por dos razones: la base social del sionismo en Argentina se vinculó con el proceso de formación del estado, con la actitud activista del pionero, y nunca se adaptó del todo a la consolidación del estado. Por otra parte, pasó a depender mucho de las políticas de estado de Israel (lo cual es también una opción discutible, pero legítima). El problema se presenta a partir de una gradual modificación de la actitud del estado consolidado frente a las comunidades judías del resto del mundo. Principalmente desde la gran migración de judíos ex soviéticos, Israel ha adquirido, discursos aparte, las características propias de un estado auto-centrado y esto no contribuye a una reproducción de los viejos ideales sionistas en comunidades como la argentina, razón por la cual estos tienden a perder llegada y continuidad entre la gente. No desaparece el afecto, entiéndase bien, sino que se debilita la capacidad del sionismo para ser un agente integrador de la vida social judeoargentina.
No se trata de culpar al sionismo, al movimiento Jabad o al judaísmo conservador: el desarrollo de todos estos elementos es un síntoma (un síndrome) o un conjunto de efectos, no se trata de las causas de los problemas de fondo. El judaísmo en Argentina y (digámoslo de una vez) el judaísmo a escala mundial necesita reinventarse para seguir existiendo como una opción cultural de referencia. El gran problema es que su debilidad y eventual desaparición parece afectar cada vez menos a aquellas personas, a aquellas familias que en generaciones anteriores consideraban al “ser judío” como una parte integral de su naturaleza, y no como un evento accesorio de la personalidad.
Al transformarse gradualmente en un “accesorio”, la operación lógica es que puede ser reemplazado por otros “accesorios”. Ahora bien, para lo judío, como para cualquier cultura, lo que importa como imagen de su continuidad es precisamente “lo importante” (que también cambia) pero que no puede considerarse un accesorio más, sino en algo por lo que merece la pena trabajar y hacer para conservar.
Para ponerle un nombre, para lanzar al ruedo el problema, para debatir, yo diría que el desafío político es en la actualidad este: desarrollar lo importante para superar lo accesorio. La economía de las organizaciones judías como espacios de reunión, integración e intercambio es algo importante, no es un accesorio. Pero es, también, insuficiente. Sin la consolidación en la personalidad individual y comunitaria (no importa el número de individuos) de esta conciencia y esta presencia de la necesidad de lo cultural, de esta percepción de lo cultural como parte de la propia naturaleza del SER, la continuidad de la cultura y de la comunidad se hace muy difícil, no importa cuánto dinero esté o no esté disponible. En caso contrario, se produce el proceso conocido como aculturación, que desde la perspectiva interna del judaísmo remanente se percibe como asimilación de la base social al contexto social más amplio.
Crisis económicas en Argentina hubo y probablemente habrá, pero la comunidad judía estaba mejor integrada y era una opción cultural más sólida en tiempos de la hiperinflación de los últimos años ´80 que en el presente, e incluso la gente muy pobre y sin recursos materiales puede reunirse si es congregada por un pensamiento y un sentimiento en común. En conclusión: las causas últimas de la degradación de la base social de la comunidad judía argentina son culturales y sociales antes que económicas, aunque sin duda las dificultades económicas contribuyen a aumentar y a acelerar los procesos de debilitamiento.
Por supuesto, cuando decía más arriba que se impone “desarrollar lo importante”, esto implica asumir la discusión amplia de bases y contenidos, supone admitir la crisis y abrir la puerta al debate de una serie de conflictos y debates importantes para encontrar nuevas vías de acción. Se trata también de tomar el ejemplo de quienes vivieron crisis similares o peores en el pasado y ver qué resultados obtuvieron en sus intentos por superarlas.
Permítanme citar algunos ejemplos históricos para graficar la cuestión: entre los siglos quinto antes de la era común y hasta el siglo segundo de la misma, las dominaciones sucesivas de persas, griegos y romanos impusieron una transformación integral del pensamiento judío, tanto en lo legal como en lo doctrinal, permitiéndole desarrollarse en las geografías más diversas: este es el judaísmo post-tanaítico, el judaísmo del Talmud que sobrevivió a pesar de la completa destrucción de Judea por Roma, la “patria original” de la doctrina bíblica (“patria” es un concepto romano). Ya en la edad media, el judaísmo se adaptó de manera diferente en Europa, África y oriente medio (en la cristiandad que lo discriminaba y en el islam que lo absorbía). Ya en las puertas y durante la modernidad aparecieron el jasidismo, el iluminismo judío, el socialismo judío, el sionismo.
Siempre diferente... y siempre lo mismo... siempre se trató de aprender de las circunstancias para plantear alternativas de acción. Es a partir de la segunda mitad del siglo XX que el judaísmo ha venido mostrando cierta incapacidad de dar respuestas a la aculturación. Sin embargo, nadie de entre quienes libraron estas batallas culturales del pasado conocía el resultado de su lucha: algunos triunfaron, muchos fracasaron... todos, en algún punto, cometieron errores. No seremos la excepción, siempre y cuando decidamos dar batalla. Si la respuesta es negativa... Vae victis!
Es extraordinariamente sencillo creer que los principales problemas de la comunidad judía argentina son económicos. Cualquier observación comparativa de las instituciones judías que coteje, por ejemplo, la década de 1980 con la presente pintará un retrato bastante deprimente en este sentido. Tan deprimente que parece una pintura total del proceso.
Sin embargo, la economía sólo explica la disminución de las posibilidades de participación, pero no explica la disminución de la participación en sí misma. Porque el judaísmo es un fenómeno cultural, no puramente económico. Entonces, ¿qué ocurre? Ocurre que desde hace varias décadas se trata a las cuestiones culturales judías como una cuestión fundamentalmente económica y se ha relegado el aspecto más amplio, cultural y social, que integra a las personas con su comunidad y consigo mismas.
En otras palabras, dado que la gente no puede vivir sin espacios culturales (mirar televisión en casa, salir de compras, son ejemplos de un espacio cultural, muy pobre y degradado, pero espacio cultural al fin) y dadas las crisis sociales que siempre se viven en Argentina, muchos judíos argentinos han dejado de experimentar la cultura judía como una vivencia necesaria para transformarla en una vivencia posible entre otras muchas. Y como hay otras más fáciles, menos controvertidas, incluso más baratas de sostener, el judaísmo argentino entró en una competencia nefasta entre opciones de judaísmo “light”, opciones de judaísmo conservador-elitista y opciones de judaísmo religioso muy fragmentarias y dispersas, incapaces de reunir a un núcleo suficiente de masa social judía o capaces de hacerlo gracias a la construcción de espacios sociales regidos por dinero y opciones ideológicas que llegan del exterior.
Por otra parte, el nacionalismo judío, el sionismo, que fue durante buena parte del siglo pasado una de las principales líneas de reunión de fuerzas vivas de la comunidad ha perdido fuerza desde la creación del estado de Israel, y ello por dos razones: la base social del sionismo en Argentina se vinculó con el proceso de formación del estado, con la actitud activista del pionero, y nunca se adaptó del todo a la consolidación del estado. Por otra parte, pasó a depender mucho de las políticas de estado de Israel (lo cual es también una opción discutible, pero legítima). El problema se presenta a partir de una gradual modificación de la actitud del estado consolidado frente a las comunidades judías del resto del mundo. Principalmente desde la gran migración de judíos ex soviéticos, Israel ha adquirido, discursos aparte, las características propias de un estado auto-centrado y esto no contribuye a una reproducción de los viejos ideales sionistas en comunidades como la argentina, razón por la cual estos tienden a perder llegada y continuidad entre la gente. No desaparece el afecto, entiéndase bien, sino que se debilita la capacidad del sionismo para ser un agente integrador de la vida social judeoargentina.
No se trata de culpar al sionismo, al movimiento Jabad o al judaísmo conservador: el desarrollo de todos estos elementos es un síntoma (un síndrome) o un conjunto de efectos, no se trata de las causas de los problemas de fondo. El judaísmo en Argentina y (digámoslo de una vez) el judaísmo a escala mundial necesita reinventarse para seguir existiendo como una opción cultural de referencia. El gran problema es que su debilidad y eventual desaparición parece afectar cada vez menos a aquellas personas, a aquellas familias que en generaciones anteriores consideraban al “ser judío” como una parte integral de su naturaleza, y no como un evento accesorio de la personalidad.
Al transformarse gradualmente en un “accesorio”, la operación lógica es que puede ser reemplazado por otros “accesorios”. Ahora bien, para lo judío, como para cualquier cultura, lo que importa como imagen de su continuidad es precisamente “lo importante” (que también cambia) pero que no puede considerarse un accesorio más, sino en algo por lo que merece la pena trabajar y hacer para conservar.
Para ponerle un nombre, para lanzar al ruedo el problema, para debatir, yo diría que el desafío político es en la actualidad este: desarrollar lo importante para superar lo accesorio. La economía de las organizaciones judías como espacios de reunión, integración e intercambio es algo importante, no es un accesorio. Pero es, también, insuficiente. Sin la consolidación en la personalidad individual y comunitaria (no importa el número de individuos) de esta conciencia y esta presencia de la necesidad de lo cultural, de esta percepción de lo cultural como parte de la propia naturaleza del SER, la continuidad de la cultura y de la comunidad se hace muy difícil, no importa cuánto dinero esté o no esté disponible. En caso contrario, se produce el proceso conocido como aculturación, que desde la perspectiva interna del judaísmo remanente se percibe como asimilación de la base social al contexto social más amplio.
Crisis económicas en Argentina hubo y probablemente habrá, pero la comunidad judía estaba mejor integrada y era una opción cultural más sólida en tiempos de la hiperinflación de los últimos años ´80 que en el presente, e incluso la gente muy pobre y sin recursos materiales puede reunirse si es congregada por un pensamiento y un sentimiento en común. En conclusión: las causas últimas de la degradación de la base social de la comunidad judía argentina son culturales y sociales antes que económicas, aunque sin duda las dificultades económicas contribuyen a aumentar y a acelerar los procesos de debilitamiento.
Por supuesto, cuando decía más arriba que se impone “desarrollar lo importante”, esto implica asumir la discusión amplia de bases y contenidos, supone admitir la crisis y abrir la puerta al debate de una serie de conflictos y debates importantes para encontrar nuevas vías de acción. Se trata también de tomar el ejemplo de quienes vivieron crisis similares o peores en el pasado y ver qué resultados obtuvieron en sus intentos por superarlas.
Permítanme citar algunos ejemplos históricos para graficar la cuestión: entre los siglos quinto antes de la era común y hasta el siglo segundo de la misma, las dominaciones sucesivas de persas, griegos y romanos impusieron una transformación integral del pensamiento judío, tanto en lo legal como en lo doctrinal, permitiéndole desarrollarse en las geografías más diversas: este es el judaísmo post-tanaítico, el judaísmo del Talmud que sobrevivió a pesar de la completa destrucción de Judea por Roma, la “patria original” de la doctrina bíblica (“patria” es un concepto romano). Ya en la edad media, el judaísmo se adaptó de manera diferente en Europa, África y oriente medio (en la cristiandad que lo discriminaba y en el islam que lo absorbía). Ya en las puertas y durante la modernidad aparecieron el jasidismo, el iluminismo judío, el socialismo judío, el sionismo.
Siempre diferente... y siempre lo mismo... siempre se trató de aprender de las circunstancias para plantear alternativas de acción. Es a partir de la segunda mitad del siglo XX que el judaísmo ha venido mostrando cierta incapacidad de dar respuestas a la aculturación. Sin embargo, nadie de entre quienes libraron estas batallas culturales del pasado conocía el resultado de su lucha: algunos triunfaron, muchos fracasaron... todos, en algún punto, cometieron errores. No seremos la excepción, siempre y cuando decidamos dar batalla. Si la respuesta es negativa... Vae victis!
Materiales para la construcción de políticas comunitarias 1
Economía y comunidad: primeras cuestiones
Cuando pensamos en la actualidad de la vida comunitaria judía es fácil sentirse preocupado. Es fácil incluso sentir que hay muchos problemas importantes que no tienen solución. Estas sensaciones, lejos de ser una cuestión personal, tienen un fundamento importante en la observación de la realidad. Incluso podría decirse, siquiera intuitivamente, que aquellas personas más preocupadas por el estado de la vida comunitaria sienten con más fuerza esta especie de desconsuelo por las situaciones de empobrecimiento social, cultural e institucional que pueden ver en su actividad cotidiana.
Las que en el pasado fueron grandes instituciones comunitarias (sociales, deportivas, culturales, educativas y políticas) durante las últimas décadas han venido atravesando crisis económicas cada vez más importantes, mientras que la base social de participación con la que contaban, tanto en cantidad como en intensidad, ha ido disminuyendo sensiblemente. Aunque sin duda las crisis de todo tipo que se viven en el país afectan a las instituciones judaicas, es ya innegable que hay otros factores que han influido para alcanzar esta situación.
En este contexto, para jerarquizar las posibilidades de acción política y social ¿a qué debemos atender primero? Lógicamente, muchas necesidades económicas son urgentes e inmediatas pero, en buena medida, no es sensato esperar que las instituciones se recuperen por sí mismas cuando su base social se debilita: se trataría de un ciclo descendente compuesto de dos problemas superpuestos. En primera instancia, el ajuste necesario para seguir funcionando disminuye la posibilidad de ampliar la base social de participación. Pero como, en última instancia, las personas que constituyen esa base social son los principales contribuyentes para la sustentación económica de las instituciones, el círculo terminará siempre por reproducirse con una tendencia a la baja.
Durante años se han buscado soluciones de emergencia en fondos venidos del exterior o de fundaciones privadas, o se han solicitado “esfuerzos extraordinarios” a la base social remanente. El resultado ha sido, generalmente, que ese salvavidas ha resultado ser un lastre importante para la movilidad de las organizaciones. Con este panorama, no es extraño que hayan ganado espacio organizaciones internacionales que sin duda representan una alternativa válida de judaísmo contemporáneo (dejando de lado cuanto nos gusten o no su ideología y sus contenidos), pero que poco tienen que ver con las características de la vida judía en Argentina tal y como se desarrolló a lo largo del siglo XX.
Considero que aquí se debe hacer una primera observación sobre condiciones que no son económicas. A lo largo de su historia, las comunidades, sus tradiciones y costumbres, sus reglas, normas y códigos, los modos de hacer, sentir y pensar que guardan y reproducen, cambian. Antes o después, debido a sus condiciones internas o a la interacción con el entorno social o natural, las comunidades humanas cambian. Deben cambiar, en realidad, porque la adaptabilidad y conservación de los sujetos que las componen dependen de esta capacidad social de modificar sus contenidos y actividades.
La conciencia de este hecho sociológico es muy útil para pensar en lo que debe hacerse con los problemas comunitarios, porque cualquier posición conservadora (o meramente preservadora) termina por ser un obstáculo en el con texto de sociedades que cambian muy rápidamente. En general, consideramos que los cambios son positivos o negativos cuando se evalúa que las condiciones precedentes eran peores o mejores que en el momento de evaluar, y es la sensación de que “antes las cosas estaban mejor” las que nos permiten hablar de crisis.
Esta es una dimensión subjetiva, pero que se apoya generalmente en observaciones objetivas. Lo que interesa, finalmente, es lo siguiente: frente a estos cambios ¿qué es posible hacer? En la enorme mayoría de los casos, ya que tratamos con comunidades cuyos cambios son principalmente heterónomos (es decir, que no dependen principalmente de sus condiciones internas, sino de las condiciones externas), la capacidad de acción se verá limitada. Pero es más limitada todavía sí se adopta una actitud cerrada respecto de la posibilidad de buscar nuevas posibilidades de acción social. Así, la tendencia será intentar resolver los problemas que están más a mano. Sin embargo, con esta decisión reproducimos el círculo de ajuste del que hablábamos más arriba, porque las soluciones más inmediatas serán también las que menos responderán a los problemas de base.
Por otro lado, parece totalmente insensato desatender las urgencias económicas porque, de hecho, esas urgencias son ya la parte principal del contexto de las instituciones y organizaciones comunitarias judías. Se ha pasado (creo en realidad que hace largo tiempo) un punto de no-retorno: ninguna aportación individual, en lo económico o en lo político, puede siquiera moderar la situación; es necesario comprender que se impone un cambio de políticas institucionales. Mejor dicho: los cambios en las políticas institucionales se han venido imponiendo desde hace mucho, debido principalmente a las urgencias administrativas. De lo que se trata ahora es de plantear alternativas para que la comunidad judía argentina en sus organizaciones retome al menos el control político de las decisiones que la afectan.
De lo que hablo ahora es de una reorganización política y social, ideológica y práctica, que permita nuevas acciones de intervención para que la comunidad disponga de una renovación en sus bases sociales. Sí nos atenemos solamente a la situación económica, esto parece imposible. Sí atendemos a la renovación de los sectores que han dedicado su esfuerzo a la vida comunitaria, la situación parece todavía peor: no hay un recambio generacional con una consciencia del proceso que permita creer que se aproxima un cambio de políticas y directivas.
Pero pongamos las cosas en una perspectiva diferente, y veremos que tal vez haya luz en el fondo del túnel.
Algo que ha enorgullecido al judaísmo tradicional ha sido la longevidad y la permanencia de sus relatos básicos, sus tradiciones y sus costumbres. Siempre repetimos: a pesar de las persecuciones y el odio, a pesar de las matanzas, seguimos aquí. Resulta paradójico y desconcertante que justo en nuestro contexto actual de la comunidad judía argentina, en el cual no sufrimos particularmente persecuciones religiosas, racistas o ideológicas, no recurramos a este mismo discurso. ¿Por qué sería ésta crisis peor que la inquisición o el nazismo? ¿Por qué es más desesperante tener que cerrar escuelas y ajustar economías institucionales que ver como los pogromos arrasan aldeas enteras?
La pregunta es retórica: esta crisis ES peor y ES más desesperante porque es NUESTRA crisis y, lo que es más grave, porque intuimos que algo en la comunidad judía ha perdido voluntad de pelear por su propia continuidad. Vivimos un judaísmo algo cansado de su propia existencia, le cuesta encontrarse sentido a sí mismo. Hasta que no identifiquemos a qué se debe esa apatía, ese entregarse a la disolución y el olvido de las tradiciones, costumbres y relatos no habrá ninguna política institucional ni comunitaria efectiva, la economía de las organizaciones no se saneará ni la base social se recuperará.
Ciertamente, no me importa aquí la cuestión de la CANTIDAD de participantes, sino la CALIDAD de la participación y la sensación que tengan esos participantes de hacer algo que realmente quieran, que no tengan más opción que querer. Por esta razón, las opciones que pueden presentarse no son necesariamente caras en términos económicos, aunque serán necesariamente intensas en términos políticos. Hay que atreverse a tomar decisiones, porque es la única manera de enfrentar los problemas con autonomía. Esto asegura la aparición de peleas y conflictos, pero de eso se trata la política: de discutir y tomar decisiones en el contexto del disenso. Sin antagonismo habría puro consenso, que no necesita de política alguna.
A lo largo de la historia de las comunidades judías, algunas han tenido éxito en la supervivencia y otras han desaparecido pero, es importante señalarlo, el número y la riqueza de sus integrantes no siempre ha sido el factor decisivo. No obstante, vivimos en una época en la cual la fuente de los problemas, la fuente también de esa desgana de ser judío, es muy diferente a las de tiempos pasados. Es una respuesta diferente la que se impone: las recetas viejas ya no sirven, es necesario ser creativos en nuestras políticas institucionales, tomar riesgos, enfrentar nuestros prejuicios y renunciar a algunas de nuestras preferencias para que la vida comunitaria argentina siga teniendo cuerpo y sabor. Es preocuparse por el presente atendiendo a las condiciones del presente, recuperando aquellas cosas que en el pasado nos permitieron llegar hasta aquí.
Cuando pensamos en la actualidad de la vida comunitaria judía es fácil sentirse preocupado. Es fácil incluso sentir que hay muchos problemas importantes que no tienen solución. Estas sensaciones, lejos de ser una cuestión personal, tienen un fundamento importante en la observación de la realidad. Incluso podría decirse, siquiera intuitivamente, que aquellas personas más preocupadas por el estado de la vida comunitaria sienten con más fuerza esta especie de desconsuelo por las situaciones de empobrecimiento social, cultural e institucional que pueden ver en su actividad cotidiana.
Las que en el pasado fueron grandes instituciones comunitarias (sociales, deportivas, culturales, educativas y políticas) durante las últimas décadas han venido atravesando crisis económicas cada vez más importantes, mientras que la base social de participación con la que contaban, tanto en cantidad como en intensidad, ha ido disminuyendo sensiblemente. Aunque sin duda las crisis de todo tipo que se viven en el país afectan a las instituciones judaicas, es ya innegable que hay otros factores que han influido para alcanzar esta situación.
En este contexto, para jerarquizar las posibilidades de acción política y social ¿a qué debemos atender primero? Lógicamente, muchas necesidades económicas son urgentes e inmediatas pero, en buena medida, no es sensato esperar que las instituciones se recuperen por sí mismas cuando su base social se debilita: se trataría de un ciclo descendente compuesto de dos problemas superpuestos. En primera instancia, el ajuste necesario para seguir funcionando disminuye la posibilidad de ampliar la base social de participación. Pero como, en última instancia, las personas que constituyen esa base social son los principales contribuyentes para la sustentación económica de las instituciones, el círculo terminará siempre por reproducirse con una tendencia a la baja.
Durante años se han buscado soluciones de emergencia en fondos venidos del exterior o de fundaciones privadas, o se han solicitado “esfuerzos extraordinarios” a la base social remanente. El resultado ha sido, generalmente, que ese salvavidas ha resultado ser un lastre importante para la movilidad de las organizaciones. Con este panorama, no es extraño que hayan ganado espacio organizaciones internacionales que sin duda representan una alternativa válida de judaísmo contemporáneo (dejando de lado cuanto nos gusten o no su ideología y sus contenidos), pero que poco tienen que ver con las características de la vida judía en Argentina tal y como se desarrolló a lo largo del siglo XX.
Considero que aquí se debe hacer una primera observación sobre condiciones que no son económicas. A lo largo de su historia, las comunidades, sus tradiciones y costumbres, sus reglas, normas y códigos, los modos de hacer, sentir y pensar que guardan y reproducen, cambian. Antes o después, debido a sus condiciones internas o a la interacción con el entorno social o natural, las comunidades humanas cambian. Deben cambiar, en realidad, porque la adaptabilidad y conservación de los sujetos que las componen dependen de esta capacidad social de modificar sus contenidos y actividades.
La conciencia de este hecho sociológico es muy útil para pensar en lo que debe hacerse con los problemas comunitarios, porque cualquier posición conservadora (o meramente preservadora) termina por ser un obstáculo en el con texto de sociedades que cambian muy rápidamente. En general, consideramos que los cambios son positivos o negativos cuando se evalúa que las condiciones precedentes eran peores o mejores que en el momento de evaluar, y es la sensación de que “antes las cosas estaban mejor” las que nos permiten hablar de crisis.
Esta es una dimensión subjetiva, pero que se apoya generalmente en observaciones objetivas. Lo que interesa, finalmente, es lo siguiente: frente a estos cambios ¿qué es posible hacer? En la enorme mayoría de los casos, ya que tratamos con comunidades cuyos cambios son principalmente heterónomos (es decir, que no dependen principalmente de sus condiciones internas, sino de las condiciones externas), la capacidad de acción se verá limitada. Pero es más limitada todavía sí se adopta una actitud cerrada respecto de la posibilidad de buscar nuevas posibilidades de acción social. Así, la tendencia será intentar resolver los problemas que están más a mano. Sin embargo, con esta decisión reproducimos el círculo de ajuste del que hablábamos más arriba, porque las soluciones más inmediatas serán también las que menos responderán a los problemas de base.
Por otro lado, parece totalmente insensato desatender las urgencias económicas porque, de hecho, esas urgencias son ya la parte principal del contexto de las instituciones y organizaciones comunitarias judías. Se ha pasado (creo en realidad que hace largo tiempo) un punto de no-retorno: ninguna aportación individual, en lo económico o en lo político, puede siquiera moderar la situación; es necesario comprender que se impone un cambio de políticas institucionales. Mejor dicho: los cambios en las políticas institucionales se han venido imponiendo desde hace mucho, debido principalmente a las urgencias administrativas. De lo que se trata ahora es de plantear alternativas para que la comunidad judía argentina en sus organizaciones retome al menos el control político de las decisiones que la afectan.
De lo que hablo ahora es de una reorganización política y social, ideológica y práctica, que permita nuevas acciones de intervención para que la comunidad disponga de una renovación en sus bases sociales. Sí nos atenemos solamente a la situación económica, esto parece imposible. Sí atendemos a la renovación de los sectores que han dedicado su esfuerzo a la vida comunitaria, la situación parece todavía peor: no hay un recambio generacional con una consciencia del proceso que permita creer que se aproxima un cambio de políticas y directivas.
Pero pongamos las cosas en una perspectiva diferente, y veremos que tal vez haya luz en el fondo del túnel.
Algo que ha enorgullecido al judaísmo tradicional ha sido la longevidad y la permanencia de sus relatos básicos, sus tradiciones y sus costumbres. Siempre repetimos: a pesar de las persecuciones y el odio, a pesar de las matanzas, seguimos aquí. Resulta paradójico y desconcertante que justo en nuestro contexto actual de la comunidad judía argentina, en el cual no sufrimos particularmente persecuciones religiosas, racistas o ideológicas, no recurramos a este mismo discurso. ¿Por qué sería ésta crisis peor que la inquisición o el nazismo? ¿Por qué es más desesperante tener que cerrar escuelas y ajustar economías institucionales que ver como los pogromos arrasan aldeas enteras?
La pregunta es retórica: esta crisis ES peor y ES más desesperante porque es NUESTRA crisis y, lo que es más grave, porque intuimos que algo en la comunidad judía ha perdido voluntad de pelear por su propia continuidad. Vivimos un judaísmo algo cansado de su propia existencia, le cuesta encontrarse sentido a sí mismo. Hasta que no identifiquemos a qué se debe esa apatía, ese entregarse a la disolución y el olvido de las tradiciones, costumbres y relatos no habrá ninguna política institucional ni comunitaria efectiva, la economía de las organizaciones no se saneará ni la base social se recuperará.
Ciertamente, no me importa aquí la cuestión de la CANTIDAD de participantes, sino la CALIDAD de la participación y la sensación que tengan esos participantes de hacer algo que realmente quieran, que no tengan más opción que querer. Por esta razón, las opciones que pueden presentarse no son necesariamente caras en términos económicos, aunque serán necesariamente intensas en términos políticos. Hay que atreverse a tomar decisiones, porque es la única manera de enfrentar los problemas con autonomía. Esto asegura la aparición de peleas y conflictos, pero de eso se trata la política: de discutir y tomar decisiones en el contexto del disenso. Sin antagonismo habría puro consenso, que no necesita de política alguna.
A lo largo de la historia de las comunidades judías, algunas han tenido éxito en la supervivencia y otras han desaparecido pero, es importante señalarlo, el número y la riqueza de sus integrantes no siempre ha sido el factor decisivo. No obstante, vivimos en una época en la cual la fuente de los problemas, la fuente también de esa desgana de ser judío, es muy diferente a las de tiempos pasados. Es una respuesta diferente la que se impone: las recetas viejas ya no sirven, es necesario ser creativos en nuestras políticas institucionales, tomar riesgos, enfrentar nuestros prejuicios y renunciar a algunas de nuestras preferencias para que la vida comunitaria argentina siga teniendo cuerpo y sabor. Es preocuparse por el presente atendiendo a las condiciones del presente, recuperando aquellas cosas que en el pasado nos permitieron llegar hasta aquí.
miércoles, 31 de marzo de 2010
Hoy tenemos: Pánico en la cocina del Seder: Didáctica y pedagogía en un Pesaj atípico
Este año 2010 me tocó vivir un Pesaj algo atípico para mis costumbres. Como suele ocurrir con lo que es atípico, me obligó pensar en un enfoque diferente para acercarse a la cuestión del contenido de Pesaj, la lectura de la Hagadá y la realización del Seder.
En particular, se trataba de realizar un Seder en el cual la mayor parte de los presentes tenía poca o ninguna formación judaica básica y en el cual la totalidad de los menores de edad provenían de familias consideradas “mixtas”, vale decir: en donde uno de los progenitores provenía de familias judías y no el otro. El desafío, por lo tanto, era generar un ambiente y presentar unos contenidos que tuvieran sentido.
El problema de haber sido formado en un ambiente cultural específico es que a las ceremonias, rituales y costumbres se les supone un sentido inherente, cuasi-natural, cuya realización y desarrollo son “obvios”. Nada más lejos de la verdad: las prácticas sociales con sentido no poseen contenido inherente a su práctica. Ciertamente, pueden no ser puestas en duda, pueden no ser criticadas, pero no son naturales. Son sociales, y su sentido está determinado (dicho a grandes rasgos para los no-sociólogos) por su funcionalidad social, a saber: su capacidad de integrar a las personas y cohesionar sus prácticas sociales cotidianas.
Por ejemplo: la costumbre y el hecho de saludar a los compañeros de trabajo cuando uno los encuentra, sin importar el grado de afecto positivo o negativo que se tenga en relación con cada uno de ellos, no es un fenómeno natural ni es fortuito, ni carece de sentido o función. La función del saludo es crear un espacio de reconocimiento recíproco entre las personas, las integra en un campo social compartido, da lugar y sentido a las rutinas cotidianas y también a la gestión de las excepciones e imprevistos.
Cuando comenzamos el Seder de Pesaj atípico del cual les hablo, los saludos que intercambiamos los participantes tuvieron este sentido, y nadie los cuestionó, lógicamente. De pronto, para recalcar que el ambiente no era el de una mera reunión familiar, complementamos el saludo con un “¡Jag Sameaj!” (felices fiestas) para recalcar la singularidad de ese espacio.
Como me tocó presidir el Seder, las preguntas que debía hacerme eran difíciles de responder: ¿Qué contenidos debíamos presentar? ¿Cómo hacerlo? Como no tuve tiempo de pensar nada mejor, la organización del Seder se me presentó intelectualmente como una disyuntiva del siguiente tipo (y debe considerarse que seguramente hay muchas otras formas de encarar el problema): por un lado, podíamos realizar el Seder por imitación, realizando aquellas costumbres y rituales “de siempre” como sí todos tuviéramos el mismo conocimiento de sus contenidos y (lo que es mucho más importante) como sí a todos los presentes nos importara de la misma manera. Por otro lado, podíamos intentar hacer un Seder por convicción, es decir, enfatizando que lo hacíamos porque deseábamos hacerlo pero asumiendo las limitaciones y condiciones existentes.
El primer camino es mucho más fácil, pero elegí desarrollar el segundo porque consideramos que respondía mejor a nuestras necesidades. Lógicamente, el problema siguiente fue presentar un Seder en el cual se impusieran unos contenidos considerados ajenos o no-naturales, pero que le dieran un sentido más claro al desarrollo la cuestión.
Por falta de tiempo e imaginación, desarrollé una presentación de carácter pesadamente teórico. Me disculpo por su (creo que inevitable) pesadez, no por su contenido. Una celebración judía, según lo entiendo (y con la posible excepción del carnaval de Purim), es un espacio para pensar y debatir, no una reunión cariñosa más (las cuales están muy bien, pero no necesitan etiquetas religiosas).
Debe entenderse así: yo necesitaba que los participantes pudieran ubicar los rituales en un contexto comprensible y, atendiendo a las diferencias internas del grupo, que ninguno se sintiera excluido, porque en líneas generales se trataba de un grupo familiar ya integrado.
He aquí los elementos que intenté introducir para que se comprendieran mejor los elementos del Seder. Los he vuelto a ordenar en función de una estrategia pedagógica diferente:
En primer lugar: explicar que el núcleo de la celebración de Pesaj es la Hagadá. Se puede ver que la Hagadá no es simplemente una narración, sino un “sidur”, un libro que ordena la ceremonia y alterna: relatos, normas y protocolos (modos considerados correctos de hacer las cosas en el Seder. Sin embargo, el núcleo principal es la Hagadá en sí, vale decir: el mito que relata la salida de los judíos de Egipto.
Pero inmediatamente tenemos que explicar otra cosa: El relato de la liberación de la esclavitud es un mito en sentido estricto, pero debe entenderse bien que es lo que esto significa. Un mito no es ni un relato histórico ni un cuento alegórico: es una trama discursiva con contenido significativo, en donde la verdad o la falsedad de los contenidos es una cuestión secundaria. Se puede creer cada palabra desde lo histórico a lo teológico o no creer ninguna en el mismo sentido. Lo relevante es que el relato sea significativo (lo cual se consigue por su presencia permanente y por la profundidad e interés de sus contenidos). Sociológicamente, es una combinación de íconos, de imágenes visuales o discursivas con valor simbólico importante.
El Seder de Pesaj no es, entonces, la cena familiar (que todos consideramos importantísima como reunión y como espacio de realización del vicio inveterado de la gula, al cual soy adepto ortodoxo, integrista y fanático) sino el espacio en el cual se desarrolla este relato. Por eso parece aconsejable no realizar el Seder con las viandas delante de ojos, manos y narices, porque mantener la concentración se hace difícil. Ahora bien, la Hagadá como serie de “instrucciones” para realizar el seder es en sentido estricto un protocolo, y por eso lo califiqué antes como un “ordenador”. Sin embargo, para familias mixtas o con gente con escasa o diferente formación judaica, este protocolo y los contenidos narrativos dejan muchos cabos sueltos.
La razón principal (no la única) es que en casi cualquier cultura los ritos se instalan en un ciclo ritual (en las sociedades predominantemente agrícolas esto era muy evidente, porque sus religiones seguían el ritmo de cultivo de la tierra, determinado por los ciclos anuales de frío, calor, lluvias, etc.), y el ciclo ritual va completando lentamente sus relatos, no los presenta todos de golpe en una sola celebración. La Hagadá instala el Seder en el ciclo ritual judío y, por su parte, el Seder da cuerpo y espacio a los protocolos y contenidos.
El Seder es un espacio muy variable: cambia en cada generación (y. Últimamente, varias veces en cada generación), cambia en cada espacio geográfico, en cada contexto político e ideológico. Cambia siempre y esa es su “naturaleza social”. ¿Por qué? Lamentablemente, la respuesta no es sencilla, intentaré resumirla lo más que pueda: el Seder (y cualquier otra ceremonia) cambia porque es los mitos y ritos son parte de la cultura, y la cultura es necesariamente un espacio cambiante.
Los seres humanos no somos veloces ni volamos, no somos muy fuertes, nuestra tasa de natalidad no es muy alta, nuestras necesidades energéticas son elevadas, no tenemos grandes herramientas ofensivas o defensivas naturales para protegernos, alimentarnos, proteger a los jóvenes: para suplir estas deficiencias los seres humanos tenemos la cultura, que es el espacio simbólico que nos permite interactuar en comunidad con el entorno natural, utilizándolo o cambiándolo (incluso rediseñándolo) en nuestro beneficio (al menos hasta que lo destrozamos o agotamos). La cultura es la trama de significados que organiza nuestras relaciones sociales para asegurar, en primer lugar, nuestra supervivencia como sujetos y como especie. Al vivir en comunidad y en espacios culturales, cambiamos el entorno, nos cambiamos a nosotros mismos y, dado que cambiamos, el mecanismo de adaptación no puede ser estático.
No quiero extenderme en este punto: los seres humanos “dominamos” el mundo gracias a nuestras culturas, porque nos permiten adaptar nuestros comportamientos en el mundo de manera mucho más rápida y eficiente que esperar a que se produzcan mutaciones afortunadas en nuestra capacidad de supervivencia en la adaptación al medio. En la ideología judía tradicional, este hecho es registrado en la convicción ideológica (que se ha transformado en relato mítico) de que fuimos creados “a imagen y semejanza de Dios” para ser los “reyes de la creación”. La cultura no es un espacio diferente al trabajo, a la familia, a la política o a la religión: todos estos y otros muchos son aspectos del proceso cultural.
Las generaciones humanas viven y mueren, y la cultura debe transmitirse de generación en generación. Para que esto ocurra, la vida cultural debe estar ordenada de manera previsible: esta es una de las razones por las cuales existen normas sociales, leyes, castigos y también es la razón por la cual la cultura se presenta, en algunos aspectos, como un ciclo ritual. Si se mira con atención las particularidades de la vida judía, el ciclo ritual, cuyos contenidos son variables, se ha mantenido a lo largo de muchas generaciones.
Dentro de toda esta variabilidad hay, por supuesto, elementos que perduran mientras otros cambian, para que exista continuidad y para que existan referencias la cultura es como el martillo de mi abuelo, es siempre el mismo, sólo que mi padre le cambió el mango y yo le cambié la cabeza. A los elementos que observamos como perdurables es lo que solemos llamar tradiciones, si no ponemos nada en duda, los llamaremos “elementos fundamentales”, que varían mucho de un grupo social a otro. Hay muchos grupos judíos que, legítimamente, no pueden concebir el judaísmo sin el respeto por las normas alimentarias de la “kashrut”, otros no lo comprenden sin la defensa del estado de Israel, unos necesitan la fe en Dios, otros no. Algunos creen que depende de la calidad de la sangre de la madre de los niños judíos, muchos rechazan el carácter judío de las familias con matrimonios mixtos, otros queremos que sean una forma más de vida judía, cambiante y capaz de enriquecerse con los aportes de otras culturas.
En cualquier caso, la característica singular de la tradición judía es que presenta una estructura incompleta, y siempre se complementa con elementos simbólicos y narrativos de otras culturas y así se transmite. Sin embargo, la transmisión necesita un contexto de referencias estables, que es lo que aparece como “tradición”, que suele confundirse con la cultura en sí misma. En determinados momentos, a algunas personas les parece más importante mantener lo más posible el marco de referencias estables que ya existen, y por eso se consideran “tradicionalistas”, “ortodoxos” o “conservadores” (y de todos ellos hay muchas variantes). Otros prefieren adaptar ese marco de referencias para que sea más aceptable. En tiempos de crisis cultural (que se diferencia de otras crisis sociales porque suelen durar muchas generaciones) se tensa la cuerda entre estos extremos y hay más conflictos. ¿Voy a sorprender a alguien si señalo que atravesamos uno de esos momentos? Quizás así haya sido siempre.
En cualquier caso, como la cultura y las tradiciones no están totalmente integradas en ningún sujeto en particular (y, por lo tanto, no hay una manera específica en que sea “correctamente” desarrollada) y por eso mismo no puede ser transmitida sin cambios. La tradición siempre se complementa con una parte variable, que es la reinterpretación y, en ocasiones, cambios radicales en los mitos o íconos básicos. En el judaísmo, los comentaristas de relatos y, fundamentalmente, los comentaristas jurídicos, han tenido una relevancia central.
Entonces, una característica de la tradición judía es el ser narrativa y legislativa, en la cual lo que es “religioso” está presente en los más diversos grados, desde el panteísmo al ateísmo, y por eso se basa más bien en la reiteración creativa y cambiante de una serie de relatos fundamentales y de normas de comportamiento comunes. Ahora sí, uno de estos relatos fundamentales es la Hagadá, cuyo contexto narrativo va en realidad desde la llegada de los hijos de Yaakob a Egipto (que son los padres epónimos y míticos de las tribus de Israel) hasta la llegada al monte en el cual Moisés (que por cierto formó felizmente una familia “mixta”).
Hacer el Seder no trata, por lo tanto, de reiterar rituales sin sentido, ni de percibir, atraer o remarcar la presencia de una divinidad cualquiera en nuestras vidas, sino de reinterpretar los relatos y principios legislativos y morales que componen una tradición particular en el marco de una cultura compleja que siempre se nutre de diferentes espacios de interrelación e interpretación simbólicas para subsistir.
Sé que esta vez me extendí mucho, y que el contenido es algo pesado y difícil, pero creo también que puede contribuir a entender y enfrentar la crisis cultural que atraviesa el judaísmo en la actualidad. Por eso, en esta ocasión, agradeceré muchísimo que difundan el texto y los comentarios que puedan hacerme, para que pueda trabajarlos y dar ideas más claras o sencillas.
¡Jag Sameaj para todos!
En particular, se trataba de realizar un Seder en el cual la mayor parte de los presentes tenía poca o ninguna formación judaica básica y en el cual la totalidad de los menores de edad provenían de familias consideradas “mixtas”, vale decir: en donde uno de los progenitores provenía de familias judías y no el otro. El desafío, por lo tanto, era generar un ambiente y presentar unos contenidos que tuvieran sentido.
El problema de haber sido formado en un ambiente cultural específico es que a las ceremonias, rituales y costumbres se les supone un sentido inherente, cuasi-natural, cuya realización y desarrollo son “obvios”. Nada más lejos de la verdad: las prácticas sociales con sentido no poseen contenido inherente a su práctica. Ciertamente, pueden no ser puestas en duda, pueden no ser criticadas, pero no son naturales. Son sociales, y su sentido está determinado (dicho a grandes rasgos para los no-sociólogos) por su funcionalidad social, a saber: su capacidad de integrar a las personas y cohesionar sus prácticas sociales cotidianas.
Por ejemplo: la costumbre y el hecho de saludar a los compañeros de trabajo cuando uno los encuentra, sin importar el grado de afecto positivo o negativo que se tenga en relación con cada uno de ellos, no es un fenómeno natural ni es fortuito, ni carece de sentido o función. La función del saludo es crear un espacio de reconocimiento recíproco entre las personas, las integra en un campo social compartido, da lugar y sentido a las rutinas cotidianas y también a la gestión de las excepciones e imprevistos.
Cuando comenzamos el Seder de Pesaj atípico del cual les hablo, los saludos que intercambiamos los participantes tuvieron este sentido, y nadie los cuestionó, lógicamente. De pronto, para recalcar que el ambiente no era el de una mera reunión familiar, complementamos el saludo con un “¡Jag Sameaj!” (felices fiestas) para recalcar la singularidad de ese espacio.
Como me tocó presidir el Seder, las preguntas que debía hacerme eran difíciles de responder: ¿Qué contenidos debíamos presentar? ¿Cómo hacerlo? Como no tuve tiempo de pensar nada mejor, la organización del Seder se me presentó intelectualmente como una disyuntiva del siguiente tipo (y debe considerarse que seguramente hay muchas otras formas de encarar el problema): por un lado, podíamos realizar el Seder por imitación, realizando aquellas costumbres y rituales “de siempre” como sí todos tuviéramos el mismo conocimiento de sus contenidos y (lo que es mucho más importante) como sí a todos los presentes nos importara de la misma manera. Por otro lado, podíamos intentar hacer un Seder por convicción, es decir, enfatizando que lo hacíamos porque deseábamos hacerlo pero asumiendo las limitaciones y condiciones existentes.
El primer camino es mucho más fácil, pero elegí desarrollar el segundo porque consideramos que respondía mejor a nuestras necesidades. Lógicamente, el problema siguiente fue presentar un Seder en el cual se impusieran unos contenidos considerados ajenos o no-naturales, pero que le dieran un sentido más claro al desarrollo la cuestión.
Por falta de tiempo e imaginación, desarrollé una presentación de carácter pesadamente teórico. Me disculpo por su (creo que inevitable) pesadez, no por su contenido. Una celebración judía, según lo entiendo (y con la posible excepción del carnaval de Purim), es un espacio para pensar y debatir, no una reunión cariñosa más (las cuales están muy bien, pero no necesitan etiquetas religiosas).
Debe entenderse así: yo necesitaba que los participantes pudieran ubicar los rituales en un contexto comprensible y, atendiendo a las diferencias internas del grupo, que ninguno se sintiera excluido, porque en líneas generales se trataba de un grupo familiar ya integrado.
He aquí los elementos que intenté introducir para que se comprendieran mejor los elementos del Seder. Los he vuelto a ordenar en función de una estrategia pedagógica diferente:
En primer lugar: explicar que el núcleo de la celebración de Pesaj es la Hagadá. Se puede ver que la Hagadá no es simplemente una narración, sino un “sidur”, un libro que ordena la ceremonia y alterna: relatos, normas y protocolos (modos considerados correctos de hacer las cosas en el Seder. Sin embargo, el núcleo principal es la Hagadá en sí, vale decir: el mito que relata la salida de los judíos de Egipto.
Pero inmediatamente tenemos que explicar otra cosa: El relato de la liberación de la esclavitud es un mito en sentido estricto, pero debe entenderse bien que es lo que esto significa. Un mito no es ni un relato histórico ni un cuento alegórico: es una trama discursiva con contenido significativo, en donde la verdad o la falsedad de los contenidos es una cuestión secundaria. Se puede creer cada palabra desde lo histórico a lo teológico o no creer ninguna en el mismo sentido. Lo relevante es que el relato sea significativo (lo cual se consigue por su presencia permanente y por la profundidad e interés de sus contenidos). Sociológicamente, es una combinación de íconos, de imágenes visuales o discursivas con valor simbólico importante.
El Seder de Pesaj no es, entonces, la cena familiar (que todos consideramos importantísima como reunión y como espacio de realización del vicio inveterado de la gula, al cual soy adepto ortodoxo, integrista y fanático) sino el espacio en el cual se desarrolla este relato. Por eso parece aconsejable no realizar el Seder con las viandas delante de ojos, manos y narices, porque mantener la concentración se hace difícil. Ahora bien, la Hagadá como serie de “instrucciones” para realizar el seder es en sentido estricto un protocolo, y por eso lo califiqué antes como un “ordenador”. Sin embargo, para familias mixtas o con gente con escasa o diferente formación judaica, este protocolo y los contenidos narrativos dejan muchos cabos sueltos.
La razón principal (no la única) es que en casi cualquier cultura los ritos se instalan en un ciclo ritual (en las sociedades predominantemente agrícolas esto era muy evidente, porque sus religiones seguían el ritmo de cultivo de la tierra, determinado por los ciclos anuales de frío, calor, lluvias, etc.), y el ciclo ritual va completando lentamente sus relatos, no los presenta todos de golpe en una sola celebración. La Hagadá instala el Seder en el ciclo ritual judío y, por su parte, el Seder da cuerpo y espacio a los protocolos y contenidos.
El Seder es un espacio muy variable: cambia en cada generación (y. Últimamente, varias veces en cada generación), cambia en cada espacio geográfico, en cada contexto político e ideológico. Cambia siempre y esa es su “naturaleza social”. ¿Por qué? Lamentablemente, la respuesta no es sencilla, intentaré resumirla lo más que pueda: el Seder (y cualquier otra ceremonia) cambia porque es los mitos y ritos son parte de la cultura, y la cultura es necesariamente un espacio cambiante.
Los seres humanos no somos veloces ni volamos, no somos muy fuertes, nuestra tasa de natalidad no es muy alta, nuestras necesidades energéticas son elevadas, no tenemos grandes herramientas ofensivas o defensivas naturales para protegernos, alimentarnos, proteger a los jóvenes: para suplir estas deficiencias los seres humanos tenemos la cultura, que es el espacio simbólico que nos permite interactuar en comunidad con el entorno natural, utilizándolo o cambiándolo (incluso rediseñándolo) en nuestro beneficio (al menos hasta que lo destrozamos o agotamos). La cultura es la trama de significados que organiza nuestras relaciones sociales para asegurar, en primer lugar, nuestra supervivencia como sujetos y como especie. Al vivir en comunidad y en espacios culturales, cambiamos el entorno, nos cambiamos a nosotros mismos y, dado que cambiamos, el mecanismo de adaptación no puede ser estático.
No quiero extenderme en este punto: los seres humanos “dominamos” el mundo gracias a nuestras culturas, porque nos permiten adaptar nuestros comportamientos en el mundo de manera mucho más rápida y eficiente que esperar a que se produzcan mutaciones afortunadas en nuestra capacidad de supervivencia en la adaptación al medio. En la ideología judía tradicional, este hecho es registrado en la convicción ideológica (que se ha transformado en relato mítico) de que fuimos creados “a imagen y semejanza de Dios” para ser los “reyes de la creación”. La cultura no es un espacio diferente al trabajo, a la familia, a la política o a la religión: todos estos y otros muchos son aspectos del proceso cultural.
Las generaciones humanas viven y mueren, y la cultura debe transmitirse de generación en generación. Para que esto ocurra, la vida cultural debe estar ordenada de manera previsible: esta es una de las razones por las cuales existen normas sociales, leyes, castigos y también es la razón por la cual la cultura se presenta, en algunos aspectos, como un ciclo ritual. Si se mira con atención las particularidades de la vida judía, el ciclo ritual, cuyos contenidos son variables, se ha mantenido a lo largo de muchas generaciones.
Dentro de toda esta variabilidad hay, por supuesto, elementos que perduran mientras otros cambian, para que exista continuidad y para que existan referencias la cultura es como el martillo de mi abuelo, es siempre el mismo, sólo que mi padre le cambió el mango y yo le cambié la cabeza. A los elementos que observamos como perdurables es lo que solemos llamar tradiciones, si no ponemos nada en duda, los llamaremos “elementos fundamentales”, que varían mucho de un grupo social a otro. Hay muchos grupos judíos que, legítimamente, no pueden concebir el judaísmo sin el respeto por las normas alimentarias de la “kashrut”, otros no lo comprenden sin la defensa del estado de Israel, unos necesitan la fe en Dios, otros no. Algunos creen que depende de la calidad de la sangre de la madre de los niños judíos, muchos rechazan el carácter judío de las familias con matrimonios mixtos, otros queremos que sean una forma más de vida judía, cambiante y capaz de enriquecerse con los aportes de otras culturas.
En cualquier caso, la característica singular de la tradición judía es que presenta una estructura incompleta, y siempre se complementa con elementos simbólicos y narrativos de otras culturas y así se transmite. Sin embargo, la transmisión necesita un contexto de referencias estables, que es lo que aparece como “tradición”, que suele confundirse con la cultura en sí misma. En determinados momentos, a algunas personas les parece más importante mantener lo más posible el marco de referencias estables que ya existen, y por eso se consideran “tradicionalistas”, “ortodoxos” o “conservadores” (y de todos ellos hay muchas variantes). Otros prefieren adaptar ese marco de referencias para que sea más aceptable. En tiempos de crisis cultural (que se diferencia de otras crisis sociales porque suelen durar muchas generaciones) se tensa la cuerda entre estos extremos y hay más conflictos. ¿Voy a sorprender a alguien si señalo que atravesamos uno de esos momentos? Quizás así haya sido siempre.
En cualquier caso, como la cultura y las tradiciones no están totalmente integradas en ningún sujeto en particular (y, por lo tanto, no hay una manera específica en que sea “correctamente” desarrollada) y por eso mismo no puede ser transmitida sin cambios. La tradición siempre se complementa con una parte variable, que es la reinterpretación y, en ocasiones, cambios radicales en los mitos o íconos básicos. En el judaísmo, los comentaristas de relatos y, fundamentalmente, los comentaristas jurídicos, han tenido una relevancia central.
Entonces, una característica de la tradición judía es el ser narrativa y legislativa, en la cual lo que es “religioso” está presente en los más diversos grados, desde el panteísmo al ateísmo, y por eso se basa más bien en la reiteración creativa y cambiante de una serie de relatos fundamentales y de normas de comportamiento comunes. Ahora sí, uno de estos relatos fundamentales es la Hagadá, cuyo contexto narrativo va en realidad desde la llegada de los hijos de Yaakob a Egipto (que son los padres epónimos y míticos de las tribus de Israel) hasta la llegada al monte en el cual Moisés (que por cierto formó felizmente una familia “mixta”).
Hacer el Seder no trata, por lo tanto, de reiterar rituales sin sentido, ni de percibir, atraer o remarcar la presencia de una divinidad cualquiera en nuestras vidas, sino de reinterpretar los relatos y principios legislativos y morales que componen una tradición particular en el marco de una cultura compleja que siempre se nutre de diferentes espacios de interrelación e interpretación simbólicas para subsistir.
Sé que esta vez me extendí mucho, y que el contenido es algo pesado y difícil, pero creo también que puede contribuir a entender y enfrentar la crisis cultural que atraviesa el judaísmo en la actualidad. Por eso, en esta ocasión, agradeceré muchísimo que difundan el texto y los comentarios que puedan hacerme, para que pueda trabajarlos y dar ideas más claras o sencillas.
¡Jag Sameaj para todos!
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