lunes, 21 de septiembre de 2009

Brindis de Rosh hashaná

En algún momento del último día del año, sin que nos diéramos cuenta, tiene que haber sucedido lo siguiente: a nuestro lado han pasado caminando un viejo y su hijo (aunque parece su nieto) ya crecido. Tienen la ropa manchada; las manchas no son sólo de polvo, causadas por un largo peregrinaje (en unos momentos sabremos qué tan largo es realmente ese viaje); son manchas de sangre. Es la sangre de un carnero, si nos hubiéramos fijado bien, habríamos visto que el muchacho llevaba en las manos un cuerno de aquel carnero y la sangre que todavía goteaba manchaba la arena a su paso. Los dos están terriblemente cansados, pero también están terriblemente felices. El viejo está satisfecho porque ha cumplido con su parte del trato y ha obtenido un premio que no esperaba; el muchacho, por su parte, está feliz simplemente por no ser él el carnero. Aunque es todavía vigoroso, el viejo tiene ya cien años de edad cumplidos y, mientras camina a nuestro lado sin que lo veamos, recuerda otras pruebas a las que ha sido sometido en el pasado: su infancia precoz a la sombra feroz del gran Nemrod, de quien su padre era capitán de la guardia. Aquel Nemrod también quiso un día sacrificar a todos los niños, para evitar que la estrella cumpliera su amenaza, y él, aquella vez, había sido salvado el día mismo de su nacimiento: supo que habría otros, después que él, que superarían el mismo destino. Recordó sus batallas y sus viajes: ahora, finalmente, siente que ha cumplido; siente que este último descenso del monte le anuncia su último viaje, cuando sus pies descansarán en la cueva de Majpelá, donde descansan los primeros padres. El viejo suspira: ha estudiado con Noé y con Sem: sabe leer la música de las estrellas, sabe que al día siguiente el mundo cumplirá un nuevo ciclo y que la tierra que pisa ya ha recorrido 2560 sesenta años. Sin embargo, para nosotros, sus descendientes, que estamos reunidos aquí, ese fue nuestro primer día y 3210 años han transcurrido desde entonces. 3210 veces el sacrificio último ha sido redimido por la sangre del carnero y lo recordamos haciendo sonar aquel cuerno al comienzo de un nuevo ciclo. Si Abraham hubiera sacrificado a Isaac, como le fue pedido y como estaba perfectamente dispuesto (pues de otro modo no habría existido redención) nosotros no seríamos. La sangre del carnero ha redimido al niño del año nuevo y por eso su cuerno suena, para anunciar la renovación del gran pacto y la tarea de completar una nueva página en el gran libro de la vida. Creen algunos que el libro dice quienes terminarán el próximo viaje y por eso saludamos deseando la inscripción. No obstante, el destino no es un burócrata que anota nombres. Lo que deseamos en realidad es que se renueve el pacto de vida que tienen nuestro pueblo y nuestra cultura. Así recibimos este equinoccio: en el polo opuesto está la confirmación de la identidad mediante la liberación del cautiverio. Eso es Pesaj. Aquí, en cambio, celebramos la confirmación de la renovación del pacto, la fuente misma de nuestra identidad. Pero esta identidad no se apoya en la pura continuidad, sino también en el cambio. Fueron profetas los que advirtieron que hay “preceptos que no son buenos” y el abandono primero de los sacrificios humanos y después de los sacrificios de animales es una de nuestras marcas de cambiante identidad. El camino no es fácil: en 32 siglos muchas cosas han cambiado. Y seguirán cambiando. Pero mientras soñamos con la llamada del Shofar pensemos brevemente en ese viejo y su hijo y en que somos nosotros las estrellas que les fueron prometidas en la tarde de ayer y hace tres mil años. Pero también somos los granos de arena, arrastrados por todos los vientos: por eso nuestra identidad, al mismo tiempo, permanece en su sitio y no lo encuentra nunca realmente. Somos, bajo las estrellas, los granos humildes de arena que pasan hoy entre el pasado y el futuro y cuando levantamos las copas para brindar por un dulce y feliz año futuro, recordemos que este momento es un regalo que no puede pesarse ni tampoco repetirse.

lunes, 18 de mayo de 2009

Asimilación: algunas ideas fundamentales

Dentro de un par de semanas (si todo va bien) tengo que hablar de este tema en público. Para aclarar algunas ideas, es mejor empezar por el principio: ¿de qué hablamos cuando hablamos de “asimilación”?

Hay varios enfoques posibles para encarar la respuesta, pero en cualquier caso podemos aproximar algunas definiciones sustantivas.

Podemos describir a la asimilación como un proceso gradual y sostenido de aculturación (perdida de cultura) que se registra en una población determinada, asumiendo que esa población se caracterizó por la existencia de ciertos rasgos culturales variables pero reconocibles. No se trata de un proceso que ocurra exclusivamente en los individuos que forman parte de esa población, sino de un proceso que le ocurre a toda una población, cuyos efectos son la ausencia en una fracción más o menos importante de sus integrantes de ciertas características que los identifican como miembros del grupo. De esta manera, aunque es evidente que la asimilación tiene consecuencias psicológicas, es principalmente un fenómeno social, y sus causas deben buscarse entonces en el desarrollo de la vida social de una población culturalmente identificada.

Lógicamente, las personas que son parte de esta población y que registran el fenómeno lo entienden como conductas y prácticas de personas e instituciones, es decir, lo ven en su “mundo cotidiano” y en su universo más próximo, y esto lleva a veces a confundir con circunstancias personales o políticas lo que es en realidad un proceso social. Esta observación de las circunstancias personales, que pueden reflejarse en el abandono u olvido de ciertas costumbres o usos, en la falta de interés por participar en la vida comunitaria, en la formación de familias diferentes a las tradicionales, en el olvido de conocimientos propios de esta cultura particular, es en realidad el síntoma del proceso de aculturación, siendo su expresión más visible e inmediata.

Sin embargo, la observación en los cambios en las prácticas y conductas de los demás a menudo ocultan que el proceso de asimilación está asociado a procesos de cambio y adaptación cultural y social que afectan a todas las personas. Y es que las culturas cambian de manera continua e inevitable, a veces muy lentamente (en las sociedades “tradicionales”) o muy rápidamente (como en nuestras sociedades contemporáneas). La pregunta sobre el quehacer acerca de la asimilación es también la pregunta acerca del quehacer con el proceso de adaptación cultural que se nos impone.

Ahora, ¿por qué decir que se impone el proceso de adaptación? Sencillamente, porque una minoría cultural en las sociedades modernas (y aquí podemos incluir al Estado de Israel como minoría en el contexto de los estados nacionales modernos) debe compartir buena parte de sus contenidos y actividades con los contenidos y actividades propios de la sociedad (nacional o internacional) en los que se encuentra.

Estos contenidos y actividades son principales y necesarios, porque no hablamos sólo de tradiciones y costumbres más o menos simpáticas. No. Principalmente, hablamos de la producción y consumo de alimentos, del uso de indumentaria, de disfrute del tiempo de ocio, de expresiones tecnológicas de la cultura. Cualquier minoría cultural debe hacer frente a la satisfacción de estas necesidades, adaptando su contenido al entorno y, algunas veces, luchando contra las condiciones impuestas por el entorno.

Paradójicamente, una sociedad abierta y tolerante con las prácticas culturales diversas es más peligrosa para las minorías culturales, en términos de asimilación, que una sociedad cerrada. La razón de esta paradoja es que la sociedad cerrada encierra a su vez a la cultura minoritaria, impidiéndole una plena integración. De esta forma, cuando valoramos positivamente la tolerancia cultural o religiosa, debemos comprender que los beneficios personales de esta tolerancia (a los cuales nadie quiere renunciar) conllevan el riesgo de la asimilación, sin que necesariamente exista detrás de la tolerancia una intención maligna de ninguna especie. De hecho, quizá lo más terrible de la asimilación sea que es un acontecimiento que se verifica incluso en circunstancias favorables y no sólo como resultado de invasiones, exilios, matanzas o esclavitudes de cualquier tipo.

Es por esta causa que recalcamos que no se trata de un problema político (aunque sí serían “políticos” los medios para combatirlo) sino de un problema social. En consecuencia, no hay nadie a quien responsabilizar por el proceso de aculturación, sino que se trata de una circunstancia histórica que debemos gestionar. En este sentido, cuanto más profundo sea nuestro conocimiento de la cuestión, más adecuadas serán las respuestas que podamos dar al fenómeno.

 

Lo dicho hasta aquí vale para cualquier minoría cultural en una sociedad de masas avanzada (también llamadas sociedades del capitalismo tardío), como es la argentina contemporánea. Prestemos más atención ahora a lo que ocurre en particular con el judaísmo y con las comunidades judías como minorías específicas, especialmente en el caso de la Comunidad Judía Argentina.

El primer gran síntoma de que se está produciendo un amplio proceso de asimilación es, para el judaísmo, la evolución demográfica. Los datos son extraordinariamente malos, en este sentido. La población judía no sólo no aumenta al mismo ritmo que la población mundial (lo cual se entendería analizando el contexto de cada comunidad) sino que no aumenta en relación con el contexto de cada comunidad. Por el contrario, en términos relativos, la población judía se ha reducido considerablemente.

Dado que desde el final de la segunda guerra mundial no se han producido genocidios sistemáticos de judíos, no hay campañas religiosas masivas destinadas a la conversión de los judíos, ni existen enfermedades reproductivas que afecten a los judíos en particular, debemos deducir que en cada comunidad, sin excluir a Israel, los judíos tienen hijos al mismo ritmo que las poblaciones en las que están integrados, salvo que una fracción importante de estos hijos dejan de considerarse judíos, que lógicamente es la expresión más importante (y terminal) del proceso de aculturación o, lo que viene a ser lo mismo, se consideran judíos, pero sin conservar más que vestigios de las características culturales judías.

Estas personas se han adaptado a la vida contemporánea sin experimentar la necesidad (ni mucho menos la obligación) de continuar las tradiciones judías o participar de las instituciones con contenido judío de alguna clase. Como paralelamente se produce el ya mencionado proceso de adaptación (que sería el gemelo bueno del proceso de asimilación), incluso las personas firmemente integradas en instituciones judías, e incluso sus activistas más destacados, contribuyen para que muchas instituciones se modernicen, reforzando la imagen de proceso natural y general.

No obstante, adaptación y asimilación no son lo mismo. Para no asimilarse no es necesario “inadaptarse” a la sociedad, ni tampoco es necesario recurrir al conservadurismo religioso, cultural o racial extremo, apartándose de la sociedad.  De hecho, estas actitudes, a largo plazo (es decir: andando las generaciones), suelen ser contraproducentes y sólo dan resultado positivo para poblaciones muy reducidas.

Estas estrategias no son buenas en la actualidad (no está claro que lo fueran alguna vez) debido al carácter culturalmente invasor de las sociedades avanzadas. Ya volveremos sobre esta importante cuestión.

Por el momento, debemos registrar que, para satisfacer las necesidades materiales, afectivas y simbólicas más elementales, las personas necesitan cada vez menos de su condición judía o, visto desde el otro lado, la condición judía aporta cada vez menos a la satisfacción de esas necesidades. Incluso cuando la “sensación” de que algo judío es necesario, si al final predominan otros valores el proceso de asimilación termina por hacerse presente. Llegados a este punto, debemos decir que, desde el punto de vista subjetivo, la asimilación en sí misma no es buena ni mala, debido a que las necesidades que dejan de satisfacerse de una manera o en un contexto judaico siguen siendo satisfechas, pero en otros contextos y de otras formas.

Si la gente valora la educación de sus hijos y prefiere una escuela donde se enseñe mucho inglés a una donde se enseñe mucha historia judía, eso se debe no a que no valoren lo judío, sino a que valoran más determinadas condiciones que consideran importantes para el futuro de sus hijos. De la misma manera, la persona que para formar pareja prefiere una persona que pueda amar a una que comparta sus mismas afinidades culturales esta valorando un modo de felicidad por sobre otro, pero tanto el proceso como el resultado son “admisibles”, es decir, que suelen presentarse como un conflicto que puede resolverse.

¿Por qué decimos que las sociedades avanzadas son culturalmente invasoras? No es fácil intentar una respuesta rápida a esta cuestión. Pero al menos debemos intentarla, porque es quizá el aspecto más importante a la hora de pensar en políticas comunitarias que permitan combatir el fenómeno de la asimilación.

 

Cualquier sociedad necesita satisfacer las necesidades básicas de los individuos que la componen. Sin importar si las relaciones que se establecen para satisfacer esas necesidades son equitativas o no, lo cierto es que las necesidades y las respuestas sociales a esas necesidades existen en cualquier sociedad posible. El esclavismo, por ejemplo, es un tipo de sociedad que satisface las necesidades mínimas de amos y esclavos, pero nadie actualmente creerá que se trata de una sociedad equitativa. En el contexto del esclavismo, la gente no sólo no será considerada igual una que otra, sino que se necesitará, por cualquier medio, crear razones para explicar por qué ocupan posiciones y roles sociales tan extremadamente diferentes.

En las sociedades avanzadas, por el contrario, se busca que la gente sea formalmente igual, porque las diferencias son establecidas por el mercado de bienes y empleos. Es decir, la gente obtiene su posición en la sociedad de acuerdo al empleo que puede obtener y de lo que pueda consumir en el mercado. Según en que posición social produzca bienes y servicios y según qué mercancías pueda consumir, esta posición variará considerablemente (pues nadie cree tampoco que exista equivalencia o tan siquiera equidad en esta distribución).

En definitiva, la gente satisface sus necesidades según la relación que tenga con el mercado, y este mercado funciona con casi total indiferencia de las características culturales de la población: sólo interesa que circulen el trabajo y los bienes y servicios producidos por él. Ahora bien, siendo este sistema el principal mecanismo de integración, y no habiendo otro espacio social ni remotamente tan importante (ni siquiera el estado con todas sus instituciones educativas, legales, productivas o políticas), la igualdad formal de consumir para satisfacer las necesidades tiene para cualquier persona la misma expresión: la posesión o no de dinero. Al mismo tiempo, desde la perspectiva de quien ofrece bienes, servicios o trabajo, todas las operaciones que se ocurren en el mercado tienen por objeto acceder al dinero de las demás personas, de tal manera que se produce una fuerte competencia por lograr que la gente gaste su dinero en lo que cada uno ofrece en el mercado. ¿El resultado? Que se trata de un mecanismo en donde el mercado trata de integrar todo lo que la gente pueda llegar a necesitar, es decir, que todo, potencialmente, se convierte en una mercancía.

¿Cuál es la relación con nuestro problema? Que los bienes y valores culturales también tienden a ser tratados como mercancías. Con crisis o sin crisis, la cultura se vuelve algo material, en el sentido de intercambiarse en el mercado por dinero. Esto no sólo genera la existencia de un acceso a la cultura diferente para pudientes o no pudientes, sino un cambio fundamental en los elementos de la cultura, en tanto son tratados como mercancías antes que como integradores de nuestra vida.

Las maneras de actuar, sentir y pensar pasan de vincularse a lo que se “debe vivir” a conectarse con lo que se “puede consumir”.  Ahora bien, para consumir lo que necesitamos (o creemos necesitar, que para eso se inventaron las marcas, la mercadotecnia y la publicidad) no importa la forma que tenga, mientras podamos pagarlo. ¿Para qué, entonces, preocuparse si una necesidad se satisface judaicamente o no? El proceso es tan gradual y silencioso que actúa tan sigilosamente como otras vías de asimilación. Sólo que es inconteniblemente más veloz. En el mundo moderno (y esto más allá del universo judío), cinco o seis generaciones en el imperio del mercado han arrasado con más características culturales que todos los conquistadores e imperios del pasado.

La expresión en la asimilación es que la gente va dejando de necesitar actuar, sentir y pensar como judía, porque da igual. Por supuesto, no da igual, al menos no para las comunidades judías, porque este tipo de integración se paga con el precio de la identidad.

¿Qué es lo que debemos hacer? En primer lugar, verificar en nosotros mismos hasta donde este proceso ha llegado y, sobre todo, comprender que el judaísmo no es un objeto que pueda distribuirse en cientos o miles de bienes y servicios administrados por el mercado. Porque, aunque el mercado diferencie los productos (ofreciéndonos formas judías de otras mercancías o mercantilizando lo judío en aspectos nuevos), al tratarnos a todos como productores o consumidores y a largo plazo (aunque siempre muy rápido, en términos históricos) siempre terminará por asimilarnos.

Sin una comprensión de este aspecto del proceso ninguna política comunitaria contra la asimilación será efectiva. Además, aunque son muchas las cosas que pueden hacer las personas y las familias, una respuesta efectiva deberá ser siempre comunitaria.

Otra clave para comprender el mecanismo de defensa de la mercantilización es la simplicidad: no se trata de salvar de una vez y para siempre la gran riqueza cultural judía, poniendo toda la experiencia y la sabiduría en una caja cerrada. Se trata más bien de vivir las necesidades simples de la existencia de una manera judaica, y ello significa darle un sabor y una memoria judías. Las tradiciones y costumbres, antes o después, terminarán por cambiar, pero pueden cambiar sin perder su contenido específico.

Por ejemplo, es difícil que queramos renunciar a ciertos cambios positivos en nuestra comunidad y nuestro entorno, y es probable que queramos introducir otros cambios, que nos permitan hacer una comunidad más amplia, diversa, entretenida, más digna de ser vivida y disfrutada. Hay derechos y formas de pensar de la modernidad a los que no querremos renunciar en nombre de la lucha contra la asimilación.

En definitiva, no se trata de combatir los cambios para evitar la asimilación, sino de gestionar nosotros mismos esos cambios (dejando afuera al mercado de muchas cosas importantes, por ejemplo), de hacernos dueños de nuestra herencia y nuestro presente cultural.

No hay que engañarse, no es fácil. No es simplemente una cuestión de voluntad. Se trata de una cuestión de trabajo y de conciencia colectiva, y esta es una conciencia que no se construye sin diferencias y sin disputas internas. En fin, el judaísmo no es una cultura que esté en su infancia, y ya sabemos que ser adultos no es fácil, tampoco.

 

viernes, 24 de abril de 2009

La décima plaga como reflexión sobre el genocidio

Ahora que pasó Pesaj, publicamos este artículo relacionado con la celebración.
Una parte importante del Seder de Pesaj es el recuerdo de las diez plagas con las cuáles, dice la Torá, dios castigó a Egipto para que el faraón nos dejara salir. Si se leen con atención los fragmentos correspondientes, descubrimos algo que puede resultar perturbador. Casi desde el principio el Faraón considera la posibilidad de dejarnos salir. Sin embargo, dice el texto, dios endureció su corazón para que cada plaga subsiguiente fuera finalmente necesaria. Así, parece que dios hubiera querido que el destino se cumpliera hasta el final, hasta la muerte de los primogénitos, sin importar otras consideraciones humanitarias o políticas. Dicho de otra manera, quienes contaron la historia en la Torá querían ver en ella la Sangre, las Ranas, los Piojos, las Fieras, la Peste del Ganado, la Sarna, el Granizo, la Langosta, la Oscuridad y la Gran Plaga Final. La Torá, después del asesinato de Abel, el Diluvio, las matanzas de Nemrod, la destrucción de Sodoma y Gomorra y las traiciones de Yaacob y de los hermanos de José (aquel que nos guió a Egipto, al engaño de la riqueza y a la certeza de la servidumbre), todavía tenía lugar para una especie de filme clase B de terror total donde todo empeorara hasta que los restos de un pueblo entero se hundieran en el Mar Rojo (sólo entonces, dicen que dice el Talmud, dios, ese dios que tan inflexible había sido, prohibió que se cantara el aleluya, porque sus hijos egipcios estaban muriendo). Del otro lado del mar, los hebreos (que sólo entonces fueron realmente “un pueblo”, como nunca lo habían sido y como jamás volverían a ser) miraron hacia atrás y sólo vieron el mar, que creían una callada tumba de cientos de padres de hijos asesinados. Sin embargo, la mano fuerte y extendida de dios los puso allí con un solo movimiento de su omnipotencia. Se sintieron alegrados, liberados; inconstantes y egoístas, temieron por su nuevo futuro. Al mismo tiempo, del otro lado del mar, los egipcios despertaron de un sueño terrible: pero sus hijos estaban vivos, su ganado y sus cosechas en buen estado, el Gran Nilo, padre y madre de los fértiles valles faraónicos, corría todavía lodoso y fresco hacia el Gran Mar. Pasaron unos días y supieron que unos siervos habían salido de la Tierra de Goshen hasta cruzar las fronteras que daban al Asia. Al parecer, no les importó demasiado: al menos ciento cincuenta años pasarían antes de que los carros del imperio cruzaran nuevamente la península de Sinaí hacia Canaán. Seguramente, ese despertar aliviado de Egipto es el mayor de los milagros y, como siempre, la mayor advertencia: no era el faraón quién necesitaba las plagas. Siempre fuimos nosotros. Por rencor y por venganza, quizá justificados, quizá no, recordamos ese Genocidio inexistente como preludio de nuestra liberación y en nuestro pasado ilusorio pintamos todavía las puertas con sangre. ¿Cuál es, entonces, el sentido de la décima plaga? Toda respuesta es pura conjetura y de una conjetura les traigo una nueva lección: La terrible consecuencia de las plagas enseña que debemos ser capaces de impugnar los actos de dios, capaces de decir, “No, a este precio no quiero tu libertad ni tu ley”. Y no es culpa de ese dios si no lo hacemos, lo demuestra la misericordiosa mano con la que borró el sufrimiento de los egipcios (y por eso podríamos estarle agradecidos). De la Sangre a la Oscuridad, de la Amenaza al Genocidio hay una necesidad que debemos combatir, porque cada tiempo tiene sus plagas, que no es una ni diez, ni quinientas, y lo que debe combatirse es la resignación a su existencia: reconocer nuestras plagas, combatirlas, hacer de la historia sellada un nuevo curso. Despertar, quizá, en un futuro sin genocidas (en un futuro en el cual por ninguna razón nosotros necesitemos un genocida para conseguir la libertad, ni tan siquiera la supervivencia) sería un anhelo mayor que los disponibles. Tal vez entonces una mano de fuego re-escriba una Torá definitiva, en donde cada matanza hubiera sido borrada y olvidada. Sería esa una Torá en la que incluso los ateos podríamos tener fe. Recuerdo otra presunta injusticia: dijeron que Moisés fue castigado y no se le permitió entrar a la tierra de Canaán. Fue vencido por dios y enterrado en la montaña. Pero todo fue un engaño. Apenas los últimos pasos de los israelitas se perdieron tras las dunas, Moisés salió de detrás de una roca, donde había estado escondido. Volvió sus pasos por el mismo camino: no fueron cuarenta años esta vez, sólo unos pocos días. En una orilla que no había envejecido, el milagro del mar se repitió para dejarlo pasar y al fin llegó a la ciudad. Príncipe de Egipto, Hijo del Nilo, los primogénitos de sus amigos lo saludaron con respeto y con cariño cuando sus pasos treparon nuevamente las anchas escalinatas y sus ojos húmedos contemplaron, por última vez, las doradas columnas del palacio faraónico.

martes, 10 de marzo de 2009

El sionismo: luces y sombras de la intersección entre el nacionalismo judío y la judeidad (segunda entrega de tres)

Por A. Soltonovich Segunda parte
Luces del sionismo en el proceso de formación y consolidación del estado de Israel En el contexto que tratamos aquí, el proceso de formación del estado de Israel no termina con la declaración formal de independencia. El proceso se extiende durante un par de décadas en lo que puede llamarse la etapa de consolidación del estado, que no sólo comprende la defensa armada del territorio, sino la configuración de los sistemas jurídicos, políticos y económicos a escala local e internacional. El periodo comprende los años que van desde la última ola migratoria hasta aproximadamente finales de la década de 1960. Sin duda alguna, el gran desarrollo alcanzado rápidamente por el proto-estado y el estado a partir de 1948 parecieron justificar la defensa de la utopía sionista original. Ciertamente, los ideales políticos del sionismo obtuvieron su mayor impulso por causa del genocidio nazi y el éxito sionista funcionó como una demostración práctica de la propia prédica sionista: el judaísmo no podía sobrevivir como cultura en otras naciones, y el estado de Israel era la única garantía contra futuros genocidios. Nuevas vertientes del judaísmo, modernizadas, actualizadas, florecieron en muchas comunidades judías, y esto contribuyó a la riqueza cultural del judaísmo. La lengua hebrea fue rescatada para su uso no-litúrgico y la juventud judía interesada en formar parte de la realidad social de sus respectivos países encontraron en los movimientos judíos nacionalistas un espacio ideal para combinar su identidad cultural con prácticas sociales modernas. Al mismo tiempo, los judíos que veían con cierta indiferencia las prácticas culturales y sociales del judaísmo tradicional encontraron también en el sionismo la confirmación de que una nueva forma de identidad judía era posible. Un judaísmo laico, progresista, amante de las ciencias y las artes pudo florecer también y la presencia del proto-estado primero y del estado después revitalizó las relaciones entre las comunidades dispersas, creando espacios de opinión y de ejercicio para la judeidad. Por primera vez en muchos siglos, el judaísmo parecía reunificado e incluso las vertientes religiosas más conservadoras debieron conectarse en un sentido u otro con el resto de la judeidad, porque la presencia potencial y efectiva del proyecto sionista a casi nadie dejaba indiferente. Muy rápidamente, nuevas vertientes religiosas se desarrollaron, anticipando las actuales variantes nacionalistas e internacionalistas del judaísmo religioso, tanto ortodoxo como conservador y reformista. Sombras del sionismo en el proceso de formación y consolidación del estado de Israel A pesar de todo esto, el propio éxito del sionismo contribuyó a ocultar una serie de problemas a los que la judeidad debía enfrentarse, y para los cuales el propio sionismo no tuvo respuesta alguna, porque ni siquiera había sido capaz de apreciar estas cuestiones como problemas (véase la primera parte y el artículo “los problemas en problemas” en este mismo Blog). El golpe sufrido por el genocidio nazi fue tremendo para la pluralidad de expresiones judías y el carácter centralista de la prédica sionista no era un medio eficaz para la defensa de esta pluralidad. La necesidad de alinear al judaísmo con el estado de Israel supuso que se hiciera caso omiso de las condiciones demográficas que resultaron para el judaísmo al terminar la segunda guerra mundial. Las comunidades sefardíes habían sido reducidas a una expresión mínima y la mayor parte de la población judía mundial se concentró en países en los cuales las comunidades eran relativamente nuevas (en comparación con la historia judía europea) o en sistemas en los cuales el estado comenzó a reprimir las diferencias culturales (como fue el caso de la URSS y el bloque comunista en general). El sionismo práctico, muy atareado con la supervivencia del estado, no tuvo respuesta eficaz para esta situación, como no la tenía la judeidad en su conjunto. Por el contrario, se reforzaba la idea de la centralidad por vía práctica. Las lenguas que tradicionalmente habían sido habladas por las comunidades judías se debilitaron muchísimo, debido al éxito de la divulgación del hebreo y a la tendencia de los estados nacionales a restringir el número de lenguas y dialectos particulares que se hablan en cada nación. El Yiddisch, el ladino y el árabe –si, el árabe– desaparecieron como lenguas tradicionales judías y con ellas tendieron a extinguirse melodías y géneros musicales, poéticas y danzas, gastronomías, al menos en el campo popular. En este sentido, esas prácticas judías se degradaron de fuerzas vivas de las comunidades a recuerdos vagos o materia de especialistas. Culturalmente ya en esta etapa era posible registrar que el éxito político del sionismo conllevaba una degradación cultural de la judeidad. No se trata de una “culpa” del sionismo, ni de una ceguera forzada. Simplemente, así como el ideal nacionalista judío era parte de las tendencias sociales de su época, así también la desaparición de las culturas no-dominantes era una marca registrada del siglo XX. Sólo señalamos aquí que la vitalidad del sionismo ocultaba la degradación de la vida comunitaria, aunque la relación lógica entre ambos procesos, que sin duda existe, es mucho más compleja y profunda. Dentro y fuera de las fronteras israelíes, a pesar de la permanente fragmentación, la cultura judía tendió a homogeneizarse y, lo que es mucho peor, a volverse menos atractiva que la cultura dominante para quienes crecían en estas comunidades debilitadas culturalmente. Los procesos de asimilación y reducción demográfica (que hoy son evidentes para quienes quieran observar el estado de la mayoría de las comunidades judías de cierta importancia) tienen sus raíces en la propia modernidad. Y el sionismo es, como se ha dicho, un fruto directo de la ideología moderna, incapaz en buena medida de considerara la pluralidad cultural como un valor humano y una riqueza social. Incluso dentro de Israel, las fuerzas vivas de carácter religioso cambiaron para adaptarse a las necesidades del nacionalismo, conformando partidos políticos o utilizando el discurso religioso para justificar determinadas políticas públicas. La existencia de estas agrupaciones sociales demuestra que el sionismo por sí mismo no rechaza la pluralidad. Pero ocurre que está en su naturaleza social adaptar y reducir esa pluralidad para caber en el marco de instituciones y organizaciones. Estas organizaciones, en última instancia, reducen esa pluralidad a variaciones de la propia vida política y económica, antes que ampliarla como bienes culturales de un pueblo y de la humanidad. El daño más agudo que causa esta situación es la pérdida del sentido y del objeto. Buena parte de la población que nace en las comunidades judías, y también en Israel, son educadas o eligen caminos vitales en donde “ser judío” no reviste ninguna especificidad, ninguna característica singular. El sentido de vivir en comunidad se disuelve por este camino, y también por otro más peligroso todavía. A medida que la persona judía es alejada de su identidad (es decir, cuando no encuentra más motivos para sentirse parte de una comunidad cultural y social específica) las únicas conexiones que van quedando son las particularidades judías que hay en el mercado. Comer comida judía deja de ser cocinar comida judía para comprar comida judía; escuchar o tocar música judía deja de ser una practica popular para ser un consumo característico; incluso el formar una familia judía pasa a ser en ocasiones una obligación más que una sensación de preferencia personal. La educación judía y la vida social judías ya no pueden ser simplemente “vividas”, sino que deben ser adquiridas por un precio en un mercado cuya oferta es reducida. También en Israel las concesiones a los sectores culturalmente conservadores suponen una especie de resignación social antes que el disfrute de una característica particular. En definitiva, el proceso de consolidación del estado de Israel no supuso un fortalecimiento de la cultura judía mundial, sino que más bien acompañó su proceso de debilitamiento. A esto se agrega que la posición comprometida del estado en términos geopolíticos no ha contribuido a mantener la cohesión interna entre las diversas posturas judías respecto del sionismo y del nacionalismo judío. Las diferentes posturas respecto de las políticas de estado llevadas a cabo por Israel causaron una constante efervescencia que todavía continúa, pero debajo de la cual no hay una auténtica discusión sobre la vida judía. Además, los argumentos que se esgrimen en este sentido suelen ser muy pobres y a menudo son malintencionados. Hasta hace algunos siglos apenas el mundo musulmán era un refugio para los judíos, pues las persecuciones más importantes se daban en el ámbito de la cristiandad (pensemos en la inquisición, las expulsiones, los pogromos, los guetos, la calumnia de la sangre). Por conveniencia política del sionismo, esta historia judía ha pasado a un segundo plano, y el Islam o el arabismo son ahora las mayores amenazas. Sin embargo, si se mira atentamente la situación de la judeidad, se verá que las mayores amenazas provienen de las tendencias de esta cultura contemporánea, globalizada y feroz, que no se detiene en las fronteras de las comunidades ni tampoco necesitan visado en las fronteras nacionales. El sionismo como ideología, por razones históricas, no ha sabido reaccionar ante estos problemas del pasado reciente, que continúan y se multiplican en la actualidad.

El sionismo: luces y sombras de la intersección entre el nacionalismo judío y la judeidad (primera entrega de tres)

Por A. Soltonovich
Introducción Este artículo no tiene fines doctrinales, sino solamente explicativos y de planteamiento de debates. En alguna medida, es un resumen de las conclusiones generales de mi tesis de maestría, que espero publicar próximamente. No intenta negar al sionismo, ni su validez como expresiñon de la vida judía, tampoco defenderlo a ultranza: lo asume como parte integrante de la historia judía reciente, que es una parte de la historia humana reciente y, como tal, como un proceso con consecuencias esperables y de consecuencias inesperadas.
La distinción entre sus luces y sus sombras no alude a los contenidos éticos o morales del movimiento y sus diversas ideologías; alude, por el contrario, a lo que en él es o parece evidente y a lo que en él se encuentra velado porque el conocimiento sociológico que es necesario para su interpretación pocas veces se encuentra al alcance de las personas que interactúan con el sionismo en sentido práctico. Lógicamente, como el lector interesado ya conoce lo que es conocido, siquiera tangencialmente, nos centraremos en las "sombras", aquello que poco tiene de evidente. Para dar contexto a las situaciones actuales, y sin intentar recorrer toda una larga y compleja historia, se ha dividido la presentación en tres partes: luces y sombras en los orígenes, en el proceso de formación del estado de Israel y en la actualidad. Estas tres partes serán publicadas de manera sucesiva, para que los archivos resultantes no sean excesivamente largos. Cómo últimas aclaraciones, este artículo no trata sobre los conflictos entre árabes e israelíes, palestino e israelíes, o judíos y no judíos. Este artículo trata de las relaciones entre el sionismo y el judaísmo, es decir, entre partes integrantes de la judeidad. Cuando digo aquí “judeidad” me refiero a todo el amplio espectro de manifestaciones de la vida judía. Creo no mentir cuando digo que el concepto de "judeidad", al menos en este contexto, es una definición creativa que comparto con el Dr. F. Fischman, antropólogo. De todo los demás son responsable exclusivo.
Primera parte
Luces en los orígenes del sionismo El sionismo pareció ser la respuesta a una pregunta difícil: ¿Qué debía hacer el pueblo judío para terminar con su condición de pueblo paria, de cultura despreciada, de individuos discriminados por su origen étnico o su vocación religiosa? La respuesta que dio el sionismo en sus primeros años, allá en el último cuarto del siglo XIX (apenas una fracción en la larga historia judía) fue realmente interesante: supuso que la judeidad podía recurrir a los mismos elementos que parecían haber fortalecido a las sociedades europeas desde la disolución del feudalismo, es decir, supuso que la solución al problema de la diferencia de los judíos no consistía en negar esas diferencias, sino asumirlas como causas para el desarrollo de una identidad nacional. Porque el estado nacional parecía dar un marco adecuado a los problemas judíos: el estado organiza el ordenamiento jurídico, y un estado judío no tendría un conjunto de leyes básicas basadas en la discriminación de los judíos; el estado tendría sus propias fuerzas de defensa y seguridad que, siendo judías, no reprimirían a los judíos, sino que los protegerían; la economía del estado judío sería una economía realizada enteramente por judíos, resultando que no se abusaría del judío ni tampoco se lo acusaría de prácticas fraudulentas o dolosas por su presunta “naturaleza”; la religión dominante en el estado judío sería la fe mosaica en algunas de sus formas, evitándose la discriminación religiosa, el gueto y las acusaciones basadas en diferencias teológicas. En este sentido y considerando la discriminación política, social, religiosa, cultural a la que se encontraba sometido el judío medio en las comunidades europeas, el sionismo era una respuesta interesante sin duda: constituía una esperanza cierta, una oportunidad de libertad y autonomía. Estas no son luces menores y, en el contexto del que hablamos, nada tienen de irracionales. Pero hubo otras razones, secretas incluso para los padres y madres del sionismo, que influyeron en el desarrollo de los acontecimientos y que determinaron en parte el curso de la historia judía durante el siglo XX.
Sombras en el origen del sionismo En primer lugar, los creadores del movimiento sionista no reconocieron una cuestión importante: la población judía no era homogénea, ni tenía los mismos problemas. Había una población europea occidental, urbana, con tendencias cosmopolitas, para las que el estado judío podía ser la respuesta para escapar de la discriminación ideológica, porque el pueblo judío ocuparía su lugar entre las restantes naciones occidentales. Pero había también una población europea oriental, para la cual el estado judío sería la respuesta para salir de la persecución práctica y, en no menor medida, para escapar de la urgente carencia de recursos. Estas diferentes necesidades tuvieron importantes consecuencias en las colonias que comenzaron a integrar el sionismo realizador. En segundo lugar, los creadores del movimiento sionista no pensaron en las complejidades geopolíticas que implicaba la ayuda de los gobiernos occidentales para la realización del proyecto: el mundo estaba, de una u otra forma, ya casi completamente ocupado por seres humanos y, especialmente, pro pretensiones imperiales de jurisdicción, las famosas “áreas de influencia”: el desierto y los polos no eran opciones, de modo que incluso la mejor voluntad de los grandes imperios coloniales (Inglaterra, Francia, Italia, Rusia, el imperio Austro-húngaro, o el Otomano) daría como resultado algún conflicto de intereses territoriales y estratégicos, como efectivamente ocurrió. Lógicamente, la alianza (débil, a menudo traicionada) con algunas de estas potencias coloniales, implicó el enfrentamiento con aquellas potencias que eran rivales de las primeras e imprimió a la ideología sionista un giro discursivo que la asociaba a los valores occidentales en cuanto a las relaciones con otros pueblos. Creo que es excesivo decir que el sionismo fue una forma de imperialismo, pero creo que es posible decir que era una estrategia de colonización asociada al imperialismo europeo occidental. En tercer lugar, y ya entramos en terrenos todavía más alejados del sentido común, el pensamiento sionista no consideró suficientemente las implicaciones de su proyecto sobre la judeidad. Existen dos importantes razones para esto. Por un lado, los actores sociales raramente logran visualizar consecuencias posibles más allá de la ideología en la que desarrollan sus estrategias. Simplemente, son incapaces de ver consecuencias a largo plazo, porque el interés inmediato domina las tareas del presente. Esto no es una acusación, es una descripción de la ideología sionista en sus orígenes. Por otro lado, a fines del siglo XIX y principios del XX no existían o no se habían divulgado suficientemente los avances científicos que permitirían una interpretación más completa de los fenómenos sociales. En este sentido, los fundadores y realizadores del sionismo en sus orígenes no consideraron con bastante profundidad las consecuencias del nacionalismo. Porque la creación de un estado nacional no solamente supone la existencia de una soberanía territorial y jurídica y una población homogénea en algún sentido (cultural, religioso o étnico). El estado nacional también supone el acceso a una categoría de relaciones entre diferentes pueblos y sociedades que no es gratuita, sino que exige profundas transformaciones en los pueblos que se proponen o aceptan integrar la categoría. El nacionalismo y la nación, suponen no sólo la autonomía política, sino también la adecuación de las formas políticas, económicas y jurídicas. La base de la ley en las colonias judías y, luego en el estado de Israel, no fue la Torá y el Talmud, sino las leyes británicas u otomanas. La organización del sistema político no tuvo como base las antiguas tribus o la confederación de Samuel, ni mucho menos la monarquía de David y Salomón. El sionismo se propuso una organización política moderna porque era parte de su ideología, pero también porque era la única compatible con el estado nacional. La organización económica no se basó en las prácticas comunitarias sino que, de uno u otra forma, busco su integración al mercado interno y externo que evolucionaba rápidamente hacia el capitalismo y la producción de excedentes. Estas “elecciones” son en realidad necesidades, pues de otra manera el proyecto habría fracasado. El gran problema es que el estado nacional vincula la vida social al capitalismo y la producción de mercancías. De hecho, la lógica del sistema no es sólo la continua persecución del beneficio económico personal, sino también, entre otras cosas, la continua expansión del mercado, que convierte en mercancías bienes que antes no lo eran. Esto afecta a los bienes culturales y simbólicos tanto como a los clavos y a los zapatos y es incompatible con la judeidad, a la que desintegra para reintegrarla como series de mercancías. En cuarto lugar, el sionismo introdujo una lucha silenciosa entre sectores judíos ideológicamente dispares. Los promotores del movimiento sionista pretendían no sólo una “solución” para los problemas judíos. También querían un cambio de conciencia judía, que introdujera plenamente en la judeidad los valores y modos de la modernidad (íntegramente vinculados con las consecuencias señaladas en el punto anterior). No sólo querían una respuesta para el judaísmo, querían una respuesta del judaísmo en la aparición de un “nuevo judío” y un “nuevo judaísmo”. Esta decisión, perfectamente válida y comprensible, incluso legítima, incurrió en el frecuente inconveniente de considerarse a sí misma como la “única opción posible”, “la única opción razonable” o “la necesidad histórica”. Estas posiciones ya no son tan válidas ni legítimas, aunque sean comprensibles por la influencia de la ideología de la modernidad.
Sobre estas cuatro formas de las “sombras” en el sionismo continuaremos analizando su evolución en las dos partes restantes del artículo.

jueves, 5 de marzo de 2009

¡Extra, extra!

¡Últimas noticias! ¡Primicia absoluta!
Un colaborador de “El Partisano (cultural)” descubre el origen de la actual “ola de antisemitismo”. Le cedemos el micrófono (a ver si lo suelta antes de la hora del café). "Hola. Soy judío. ¡Shalom! (¿ven?) Tan judío como usted (no sé quien es usted, sí usted no es judío, no se ofenda: “Judío” no es un insulto). Soy judío, le digo, lo he sido toda mi vida, quiero seguir siendo judío. Probablemente moriré algún día, y espero morir judío e ir... a donde va todo el mundo. Siendo judío, no me gusta el antisemitismo (preferiría decir antijudaísmo, pero así nos entendemos). No me gusta para nada. No me gusta que me digan “Moishe” con el tonito racista que se usa para decir “bolita” o “paragua” o “brazuca”. No me gusta que utilicen, como si fuera un pleonasmo, la expresión “judío de mierda”. Al margen de lo verbal, no me gusta que me tiren piedras, no estoy particularmente interesado en que violen a mi madre, hermanas o esposa(s); tampoco disfruto la perspectiva de ser torturado en una celda inquisitorial ni me seducen vacaciones pagas en un campo de exterminio. Créanme, no me gusta el antisemitismo en ninguna de las formas prácticas, discursivas o simbólicas en que suele aparecer. Por eso precisamente escribir este artículo me resulta difícil, porque he estado escuchando acerca de la “ola de antisemitismo” que hay en el país. Siendo que no me gusta lo antisemita, soy un tipo sensible a sus manifestaciones y, la verdad, no he visto tal ola. Entiéndanme bien, no digo que no exista antisemitismo en Argentina en el año 2009, digo que no se ha expresado particularmente una ola de ataques de algún tipo contra la población judía. No he visto más antisemitismo que en otros tiempos, incluso, la verdad, veo menos. Veo gente, eso sí, que con buena, mala o peor intención sigue confundiendo las políticas del estado de Israel con la “esencia de lo judío”, en la forma del sionismo (no soy sionista tampoco, sólo soy judío). Pero la gente tiene derecho a expresarse a favor del pueblo palestino, tengan o no la razón, como yo tengo derecho a expresarme a favor de los derechos humanos en cualquier situación en la que sean maltratados: Kosovo, Darfur, Tibet, Guantánamo, Libia, Italia, Chechenia y muchas etcéteras. En imágenes más clásicas. No veo patotas de skinheads trazando miles de svásticas en cada puerta de la ciudad; no veo huliganes apedreando negocios en el Once ni incendiando sinagogas; no veo neonazis en cada esquina proclamando que Hitler tenía que haber ganado (si no fuera por los poderosos y traicioneros judíos, claro); no veo escuelas judías amenazadas con bombas a cada rato; no veo en la televisión a los judíos siendo comparados con ratas. El gobierno no ha echado la culpa a los judíos por el conflicto con el campo, ni por los efectos locales de la crisis económica mundial. Por el contrario, ha dictado orden de expulsión contra el “obispo” lefevrista que puso en duda el exterminio nazi. Recuerdo con mucho dolor aquel julio fatídico de 1994. Mucho agua, lágrimas y sangre corrieron bajo el puente desde entonces, pero a pesar del encubrimiento del gobierno menemista y las conexiones locales y las dudas sobre las pistas exteriores... no se habló entonces de “ola de antisemitismo” (al margen de que varios colaboradores cercanos a Menem eran judíos o "de origen judío"). Hoy, no veo razones objetivas para hablar de “olas” de antisemitismo. Insisto, no quiero insinuar que se han agotado los prejuicios racistas en nuestro país, pero hay muchos grupos que la pasan infinitamente peor que nosotros en cuanto al respeto por su condición de minorías y de sus derechos: bolivianos, paraguayos, gente muy pobre, hinchas de Racing... y nadie habla de “olas” de antibolivianismo, antiparaguayismo, antimiserabilismo o antirracinguismo (salvo, quizá, en la “otra mitad” de Avellaneda). Soy judío, no me gusta el antisemitismo y lamento decirles esto: creo que esta vez los prejuicios antisemitas los tenemos nosotros, los judíos y en nosotros está el origen de esta “ola” actual. Por lo menos una partecita. Antes de dejar de leer enojado haga un ejercicio de tolerancia. Piense, respire y piense. Sí le digo esto es porque me interesa el bienestar de los judíos (por lo menos de la gran mayoría) y porque me interesa que estemos protegidos contra lo que considero son los verdaderos peligros de hoy en día. Creo que el problema actual tiene dos partes. Una es política y superficial; la otra es cultural y muy profunda. En la primera parte del problema, tenemos una serie de prejuicios que oponen al judío medio con el actual gobierno (no soy Kirchnerista ni Fernandista de ninguna hora, nunca fui peronista). El judaísmo argentino actual es básicamente un judaísmo de esa clase media comercial y profesional, profundamente urbana e individualista, y sus prejuicios son los que suele tener esta clase social: los gobiernos que tienen tintes populistas o nacionalistas le desagradan... y si son peronistas, peor. No voy a hacer aquí un análisis histórico de este prejuicio, pero lo cierto es que no se debe asociar alegremente una ideología política con un prejuicio de algún tipo. Creo que, en alguna medida, este rechazo político actúa como caldo de cultivo para la presunta “amenaza” gubernamental o popular (populista) contra los judíos. Insisto, no veo ningún dato objetivo que avale esta postura. Los gobiernos van y vienen, este pasará como han pasado otros... esta parte me interesa menos. Pero la segunda, la parte cultural... no les voy a mentir: esta parte me tiene muerto de miedo. Y es que la cultura judía argentina se ha empobrecido mucho, se ha distendido mucho y se ha fanatizado mucho. Hoy en día, quien no es judío “muy religioso” o, al menos, “severamente conservador” en lo religioso, tiene pocas herramientas culturales para definirse como judío: la cábala, el colegio de los chicos, el club, algunas festividades, poco más. Pero siempre queda esa herramienta terrible para definirse como judío: “Ser judío es que los demás te odien por ser judío”, me dijeron una vez. En esta postura, no es que haya una ola más o menos grande de antisemitismo: es que alguna gente la necesita para “surfear” con su judaísmo a cuestas. En estas condiciones, el antisemitismo no es la “ola”, sino la tabla que nos mantiene a flote. Esto les vengo a decir ahora: está muy bien que nos protejamos contra algún nazi de turno; mejor aun si queremos estudiar todo el día la Torá (un tercio del día, otro tercio para el Talmud y otro tercio habrá que trabajar), me parece fantástico si muchos quieren defender una postura sionista, o un judaísmo laico y progresista, intelectual o artístico. Lo que me parece mal es que perdamos todo apoyo para la identidad judía que no sea el odio de otros (de unos “otros” cada vez más nebulosos).
No puede ser que nuestros tres (o seis) milenios de historia se agoten en las matanzas y las persecuciones: son importantes, no debemos olvidar sus causas ni sus consecuencias, pero el acervo cultural judío es infinitamente mayor que eso.
Dejenme que lo grite: El judaísmo no empezó con el genocidio nazi, no dejemos que termine con él.
Tenemos que volver a disfrutar la condición judía, ser un poco como el jasid y como el pionero jalutziano: vivir el judaísmo a través de la vida entera, del trabajo diario, y, también, a través de la alegría del ser. Con esto me quedo para terminar: judaísmo debe ser también alegría, no sólo tristeza. Felices por ser judíos, si llegan a venir verdaderas “olas de antisemitismo” estaremos mejor preparados para enfrentarlas con entereza y dignidad. La dignidad de ser judío puede ser algo solemne, si quieren, pero tiene que ser también profundamente vital. Y a esa alegría, y a esa vitalidad judía que debemos recuperar, he dedicado estas líneas. Compañeros de “El Partisano”, muchas gracias, les devuelvo la conexión...

miércoles, 4 de marzo de 2009

Táctica y estrategia en políticas de cambio institucional

(Nota: La tesis doctoral del autor de este artículo trataba precisamente sobre el análisis del impacto de las políticas públicas) Con bastante frecuencia, cuando en una organización se plantea una necesidad específica de cambio, porque se registra que “algo no va bien”, las respuestas posibles oscilan entre dos extremos. El primero de ellos es la respuesta rápida y directa sobre los síntomas e inconvenientes particulares. El segundo de ellos es la planificación de una política general que atienda a la materia. El primer camino es más rápido, y en ocasiones es necesario, como en ocasiones es necesario un tratamiento de urgencia que no respete todas las condiciones “deseables” para el tratamiento de un problema de salud. Sin embargo, los agentes sociales que están en condiciones de encarar determinadas políticas deben atender a los inconvenientes de esta elección. Por lo general, cuando se plantea la necesidad de un cambio en cualquier política, debe tenerse en cuenta que el tratamiento de problemas puntuales a menudo no tiene el efecto deseado. Porque muchos esfuerzos y recursos son destinados a objetivos puntuales que no necesariamente resuelven los problemas de fondo, y que a menudo sólo consiguen esconder los síntomas, que regresan luego más violentamente. Cuando esto último ocurre, se dice que la política desarrollada no alcanzó su “punto de consolidación”, la masa crítica en la que el conjunto de medidas tomadas se convierte realmente en un cambio en las tendencias. Nunca, en ningún caso, se trata de dar una “respuesta definitiva”, porque nadie está en posición de comprender todos los factores que intervienen en un problema institucional o social complejo. No obstante, sí es posible hacer mejores previsiones para que una política institucional alcance realmente el punto de consolidación. Estas previsiones tienen que ver con dos dimensiones relacionadas: la estratégica y la táctica. La dimensión estratégica permite comprender las debilidades institucionales (lo que hace que exista un “cambio necesario”) y la tendencia general que deben tener las políticas en conjunto. La dimensión táctica depende de la primera, e indica que elementos deben utilizarse, de qué manera y en qué momento. Es totalmente imposible tener una buena visión táctica sin la dimensión estratégica, pero las necesidades cotidianas hacen que este factor fundamental no siempre sea tenido en consideración. El mal uso táctico de los recursos humanos, materiales y temporales conlleva el debilitamiento de la política. Respecto de esta cuestión, los tiempos son de una enorme importancia. Por un lado, una carga excesiva de trabajos en paralelo desarma el modelo, porque rompe la resistencia de los recursos humanos para procesar la información: tenemos que recordar que un cambio institucional es siempre un cambio en las actitudes y comportamientos, en la acción social, de las fuerzas vivas de una institución cualquiera. Por otro lado, trabajos demasiado aislados no alcanzan a consolidar los cambios, no estarán suficientemente próximos para conseguir que la política institucional se consolide como un cambio. Y, también aquí, los tiempos más apropiados sólo pueden definirse si existe una mirada estratégica sobre los problemas institucionales y el cambio deseado. Hay que comprender que la dimensión estratégica no es “teoría”. No, es el resultado de un adecuado conocimiento práctico y crítico a la vez. Es un “saber qué hacer” concreto y no especulativo. El principal inconveniente es que, en una primera etapa, parece ser más caro e incluso inútil, porque lleva un tiempo reunir ese conocimiento y definir la estrategia. Es un tiempo en el que parece que “no se hace nada concreto”. Sin embargo, existen innumerables ejemplos de que la buena planificación en la dimensión estratégica, aunque nunca resuelve todos los problemas, obviamente, ni asegura el mejor resultado, ahorra muchos recursos en el mediano plazo. Por ejemplo, si se planifica la construcción de una casa, es mucho más probable obtener un buen resultado final si se tienen antes los planos de la casa, el análisis del terreno, las necesidades de materiales. Sí, en cambio, sólo se resuelven los problemas “paso a paso”, lo más probable es que se retrase todo el proyecto en cada reajuste que deba hacerse, en cada sorpresa con el terreno, en cada situación en la que sobran o faltan materiales. Por ahorrarnos un par de pasos al comienzo, en este ejemplo, deberemos dar marchas y contramarchas a lo largo de toda la construcción. Con las políticas institucionales la cosa es todavía más difícil (y aquí la sociología debe manejar tantas variables que es, como ha dicho un importante autor, “una forma de arte”). Porque el terreno, los materiales y los tiempos no son sólo más difíciles de determinar, sino que cambian de manera interna y continua. Siguiendo el ejemplo anterior, es como si el “suelo” sobre el que se construye fuera siempre inestable (la parábola del hombre que construyó su casa sobre arena); como si el precio de los materiales variara todos los días; y como sí el dueño de la futura casa pidiera un día una habitación más, o una sala de juegos, o una pileta de natación donde estaba planificado el living. En consecuencia, para la política orientada al cambio institucional, la planificación estratégica debe ser mayor, porque se instala frente a este tipo de problemas, en relación con la mera táctica. Además, estamos hablando de proyectar estos elementos a organizaciones judías, compañero partisano: todo será sujeto de debate en las tácticas. Y eso no es malo, porque para eso es la democracia en este sentido (o debería ser): un camino de discusión para encontrar la mejor respuesta posible a un problema. Mayor razón para llegar antes a un consenso estratégico, que permita limar posteriores diferencias y problemas. Igual que ocurre en un gobierno nacional, en donde cada ministerio quiere una parte mayor del presupuesto para cumplir con objetivos parciales, sí el gobierno no tiene ideas estratégicas claras, las idas y venidas harán que un gasto público grande no tenga los efectos deseados en un área determinada. Porque los pequeños esfuerzos en puntos demasiado distantes darán como resultado una descoordinación de tiempos y recursos que impedirá que la política alcance el punto de consolidación. Por ejemplo, una política educativa que construya demasiados edificios y forme pocos docentes, o muchos docentes de mala calidad por un desequilibrio en el presupuesto, conseguirá tener muchas “unidades de estudio”, pero en conjunto será una política ineficiente. En definitiva, cuando insistimos en el valor de la estrategia no estamos siendo “gentes de principios”, sino sujetos pragmáticos, aunque nuestro pragmatismo parezca contradecir ese otro pragmatismo desaforado de: “no importa lo que hagamos, pero hagámoslo ya”. Nuestro lema es, más bien, “no dejemos de hacer nada que pueda hacer crecer nuestras posibilidades de éxito”. Cambiar comportamientos y actitudes es el reto más difícil que un educador o dirigente social pueda plantearse, y esta dificultad es un factor determinante, porque aumenta las posibilidades de fracaso ante las malas decisiones estratégicas. Decíamos al principio que las respuestas posibles a un problema institucional oscilan entre dos extremos. Esto quiere decir que existen numerosas posibilidades intermedias, ya que ninguna acción táctica estará libre de cierta noción estratégica y viceversa: la noción estratégica aislada se bloqueará ante la falta de una táctica o serie de tácticas que la hagan operativa. Las organizaciones sociales y culturales judías contemporáneas suelen abusar de la “táctica” para resolver problemas, pero ello se debe a que falta contribuir al desarrollo de la estrategia. No es fácil, compañeros, pero esta es otra trinchera que tenemos que cavar: la trinchera de la reflexión estratégica. Si se desea recuperar o reconstruir cierta identidad, ciertos símbolos, vivencias y experiencias que se consideran valiosas, hay todavía más razones para reflexionar en términos de estrategia. Porque estos valiosos valores son históricos, es decir, pueden recuperarse, pero para un mundo que ha cambiado, y deberán adoptar formas apropiadas para este nuevo mundo. Esta transformación no es fortuita, debe estar filtrada por la planificación general de una política, porque la planificación específica de una actividad casi nunca tendrá un panorama completo de la situación. Como siempre, compañeros, sigamos en la lucha... pero que el apuro no nos haga disparar antes de apuntar, apuntar antes de cargar el fusil o cargar el fusil antes de saber para qué lado tenemos que poner las balas.
A. Soltonovich

miércoles, 18 de febrero de 2009

Los problemas en problemas

En una reciente conversación salió a la luz un tema interesante vinculado con la práctica de la vida comunitaria. Sería inútil, sin embargo, extendernos en la descripción del tema en sí, porque lo que finalmente importa son las consecuencias. Para resumirlo de alguna manera, podríamos decir que actualmente la colectividad judía argentina (por lo menos) atraviesa una situación extremadamente riesgosa, y que no está relacionada con la clásica percepción del peligro externo. Este problema es, fundamentalmente, que los miembros activos de la comunidad no consiguen captar muchos de los problemas más importantes por los que atraviesa una minoría cultural en una sociedad como la nuestra. Un ejemplo orgánico sería decir que el cuerpo social no es capaz de reconocer qué males le están aquejando. Por otra parte, los síntomas y las consecuencias de estos males son completamente evidentes: existe la preocupación pero, al no existir un diagnóstico, no puede haber un tratamiento efectivo. Desde este espacio quisiéramos contribuir a la detección de estos problemas, que son de considerable envergadura y de difícil tratamiento (sí lo hay). Pero para desarrollar esta contribución debemos dejar de lado, por un momento, las cuestiones que son meramente sintomáticas: la apatía comunitaria, la debilidad de las instituciones, la fragilidad de los representantes políticos y la escasa repercusión que las reflexiones de los intelectuales calificados tienen en los espacios comunitarios. Vayamos a lo que realmente amenaza a la vida judía contemporánea, porque estos síntomas tienen raíces sociales muy profundas. Desde el final de la segunda guerra mundial dos hechos significativos han alterado la composición del judaísmo mundial. Uno es completamente evidente: la creación y desarrollo del estado de Israel. El otro no es tan conocido: la sostenida declinación de la población judía mundial. De nada sirve ser delicados al respecto. La cantidad total de judíos en el mundo no sólo no es superior a la que existía antes del genocidio nazi, probablemente sea igual o menor, mientras que la población mundial total prácticamente se ha triplicado desde el primer tercio del siglo XX. No se registra una natalidad menor en términos biológicos; no hay asesinatos masivos de judíos; la población judía mundial, dentro y fuera de Israel, disfruta en casi todas las latitudes de una importante libertad de culto, manifestación de ideas u opiniones, disfruta de los derechos humanos en cada país en una práctica igualdad de condiciones respecto de las tradiciones culturales mayoritarias. ¿Por qué, entonces, hay relativamente (y quizá absolutamente) menos judíos? Hay menos judíos porque muchas personas que provienen de familias judías han decidido o se han encontrado en la situación de dejar de considerarse judíos. Se agrega a esto que una gran proporción de aquellas personas que todavía se consideran a sí mismas judías no tiene ninguna inserción comunitaria. Esto aumenta notablemente el riesgo de que sus descendientes dejen de considerarse judíos, ya que la larga experiencia histórica de este pueblo muestra que la vida judía se ha hecho en comunidad, y que el aislamiento lo destruye. La relación que existe entre la cantidad absoluta de judíos y la tasa media de crecimiento poblacional indica que este abandono de la identidad judía alcanzaría nada menor que a dos tercios de la población nacida en familias identificadas como judías. Sí, tiemblen de miedo si el tema les preocupa: dos de cada tres hijos "nacidos judíos" en nuestro tiempo han muerto o morirán "no judíos" y sus hijos, en una enorme proporción, nunca serán judíos, ni les importará en lo más mínimo. No ponemos en tela de juicio el derecho individual de esta elección, de ninguna manera. El problema lo tenemos los judíos, nosotros. Porque no se trata simplemente de un problema de "elección personal", sino de condiciones sociales de existencia. La identidad es compleja: una parte puede elegirse, la mayoría es el resultado de un proceso social e inconsciente. Las personas que dejan de lado la vida y las instituciones judías en este proceso son, en su enorme mayoría, gente perfectamente decente que simplemente deja de sentirse identificada con una tradición o una historia particular. Este es un proceso normal: pocos judíos modernos se identifican con los lugares de origen de sus familias (supongamos unas cuatro o cinco generaciones atrás, cuando casi ninguna familia judía estaba en donde está ahora), ni menos aún con su "tribu original" (suponiendo que uno no sea resultado de una conversión ya olvidada a la fe judía). ¿Quién recuerda que los descendientes de David tienen "sangre de Moab" en las venas? Usted, que lee estas líneas ¿A qué tribu de Israel "pertenece"? El vitreaux de Chagall que más le guste es quizá la única referencia que pueda tener al respecto. La identidad judía no es genética ni racial, es cultural y, por lo tanto, histórica y sujeta a la contingencia. Si usted se considera judío, ninguna importancia tiene, en realidad, el tipo de sangre que corra por sus venas: es roja como la de todo el mundo y quizá tenga demasiado colesterol "del malo", como la de medio mundo (al otro medio mundo no le importa, porque tiene demasiado hambre o miedo de otra gente como para preocuparse). Si usted se considera no judío, ninguna otra cosa importará, aunque le corra por la carótida la sangre del hijo de Moisés (cuya esposa, por otra parte, no era judía, sino madianita). En este último caso, usted tiene suerte con lo del colesterol: Moisés vivió 120 años y "no se había mustiado su vigor". No escondamos la cabeza: el problema existe e impacta en todos los niveles comunitarios: hay menos niños en las instituciones judías, hay menos judíos interesados en las instituciones judías, hay menos interés de los judíos por su propio judaísmo. Por supuesto, existe una solución fácil y dramáticamente extendida: el fanatismo elitista. Pueden algunos decir, vanamente, que sólo es judío quien "realmente lo merece"; pueden decir que quien deja de pensarse como judío no importa, no es parte de esta "aristocracia" y, si quedamos pocos, es porque somos "selectos". Esta perspectiva conduce a un comportamiento paradójico y negacionista: "Tenemos un cáncer del tamaño de una pelota de Basketball, sí, pero ¡Qué bien nos queda!". Por supuesto, alguien podría decir (con nosotros) que si esta es la única opción, un elitismo borracho de auto justificaciones de mediocre racionalidad, entonces nosotros tampoco querríamos ser parte de la fiesta. Y aquí está uno de esos problemas que no se veían antes, uno de nuestros problemas en problemas. El "pensamiento único", la "única vía", no es sólo un discurso político o económico, es también, y diríamos casi principalmente, un discurso cultural: "eres lo que sientes que eres, y no puedes sentir de otra manera, ni cambiar tu ser". Pero el proceso de debilitamiento cultural y social continúa, de modo que la vía única se deteriora. ¿Qué hacer? Es difícil decirlo, pero algo sabemos. Toda solución que encare el problema seriamente debe tener algunas características. En primer lugar, no debemos esperar reconvertir a los judíos "originales" con soluciones fáciles y promesas baratas, porque se trata de un resultado complejo de un proceso profundo. En segundo lugar, las estrategias para alcanzar esa solución tienen que ser generales, integrales. Esto no quiere decir que deba existir una dirigencia judía mundial esclarecida y hegemónica, sino que las instituciones deben reconsiderar de manera integral el tratamiento que hacen de la condición judía de sus miembros: hay que dejar de considerar a la condición judía como un presupuesto, porque actualmente es un objetivo y un proceso de aprendizaje y el resultado de una experiencia. No se trata sólo de la educación de los niños, debemos encarar una reeducación de todas nuestras fuerzas vivas. En otras palabras, lo judío debe ser un problema presente para cada uno de nosotros. No es cuestión de perder la vida en debates ideológicos del tipo "laico o religioso", "sionista o internacionalista", "Kibe o varenike". No hay una sola expresión de vida judía, semi judía o con un cuarto de algo parecido a vida judía que podamos darnos el lujo el desestimar. En este tono, el debate integral no debe tratar sobre cuestiones tales como decidir cuál es el judaísmo mejor, más conveniente, más correcto, ni siquiera el más viable. Queremos una cultura viva, que haga que la vida humana merezca ser vivida, no una cultura que sea viable. El debate debe tratar de cómo promover la vida judía en TODAS sus formas existentes y por existir. Los debates deben ser concretos, basados en las condiciones reales y no en ideales abstractos que derivan en posiciones maximalistas pero poco realizadoras. Pioneros en nuestra propia tierra debemos ser, buscadores de soluciones inteligentes pero audaces, realistas pero no ajenas a la utopía. Y el primer paso es, quizás, reestablecer la comunicación dentro de cada institución y cada fracción de cada comunidad sobre esta pregunta: "Soy judío pero ¿Qué significa eso para mí?" O, quizá: "¿Que me da y que le doy a mi comunidad? ¿Cómo hago para dar y recibir lo que mi identidad requiere?". Cada familia, cada casa judía, cada grupo de amigos es nuestra trinchera en esta lucha contra nuestras propias debilidades. Esto es sólo un blog, compañeros partisanos y queridos adversarios de turno, no es un lugar para buscar respuestas. Nos leemos la próxima y, si te interesa, no dejes de distribuir este mensaje.

viernes, 6 de febrero de 2009

Unas palabras Sobre la Conflictividad en Oriente Medio

El Partisano Cultural no escribió nada hasta el momento sobre los últimos sucesos en oriente medio, pero llegó la hora de decir algo al fin. Había que pensar bien lo que se iba a expresar sobre este tema. La reciente campaña militar israelí en la Franja de Gaza, por supuesto, merece un comentario en este blog. Pero resulta difícil a estas alturas decir algo que sirva, porque la información oscila y tirita, se calienta y se enfría en el transcurso de lo cotidiano. La mayor parte de las cosas que pueden decirse ya se han dicho, y es imposible ser objetivo, porque incluso una descripción objetiva de los hechos, suponiendo que fuera posible, se cargaría de emociones encontradas en la primera lectura. Siempre será uno parcial, aunque no lo quiera. Si esboza una defensa de la actitud israelí, será uno un criminal que clama contra los derechos legítimos del pueblo palestino. Si se intenta explicar la actitud de palestinos, será uno un terrorista... Dejemos a otros, entonces, el recuento periodístico de muertos y misiles, la descripción militar de avances y retrocesos, de enfrentamientos, ataques y bombardeos. Dejemos a otros, también, la cuestión acerca de qué pueblos y qué personas tienen cuáles derechos. Dejemos a otros, además, el debate histórico: qué tierras eran de quien, cuál es la soberanía de qué estado sobre qué lugares. Dejemos a otros, finalmente, el análisis de las conferencias de paz, las hojas de ruta, los encuentros diplomáticos, las astucias políticas, las alianzas secretas y los abrazos huecos. Dejamos a otros todo esto. No porque sean cuestiones sin importancia. Son muy importantes, por supuesto, pero nada se resolverá detallándolas nuevamente. Tratemos, en primer lugar, de comprender un poco mejor este presente, sin el pasado de guerras, luchas, revanchas y reivindicaciones; sin el futuro turbio y posiblemente sangriento también. Miremos el presente y preguntémonos: ¿Qué pasa? Ocurre que en esta guerra (como es usual) no hay sólo dos bandos. En cada parte hay conflictos y luchas internas que determinan el recorrido histórico de la violencia. En el lado palestino la fragmentación alcanzó el estado de conflicto armado interno, cuyo resultado fue una separación política entre la Cisjordania domesticada y la Franja de Gaza salvaje. Este último conflicto con Israel llevó la fractura a una transparente nitidez: las bombas y los tanques marcharon hacia la Franja. En el lado israelí la división no llega a la guerra civil armada, pero esta paz aparente encubre la lucha interna que es permanente: la tensión entre el deseo de estabilidad interna y la afición por las soluciones violentas que caracterizan a este estado fuertemente militarizado en lo político, lo social, lo ideológico y lo económico. Sin embargo, a todos los efectos prácticos estas consideraciones valen sólo para profundizar en las condiciones de la crisis actual, pero no la explica. Algunos dirán que a estas alturas la guerra no tiene explicación. Aquí intentaremos una. La sociología nos dice que en determinadas circunstancias las condiciones de existencia de una población determinada conducen a la instalación de unas determinadas respuestas ante las situaciones conflictivas de la vida. Como resultado de la costumbre y la ideología, estas poblaciones (según la respuesta mental y práctica de una pare considerable de sus integrantes) responden ante cada situación de la manera más directa posible siguiendo esas respuestas habituales. Si una población está acostumbrada a esconderse ante un peligro, la mera amenaza de un peligro hará que todos corran a esconderse cada vez más rápidamente. Si la población está acostumbrada a la suba permanente de los precios, ante la menor señal de inestabilidad económica responderá subiendo los precios, o exigiendo mejores salarios. Si está acostumbrada a la debilidad de la moneda local, si el gobierno estornuda habrá una corrida hacia una moneda más fuerte. Entre israelíes y palestinos la costumbre es la violencia. A esta situación se la puede denominar "régimen de alta conflictividad" y puede definirse como la predisposición a actuar con violencia extrema para resolver las diferencias. Tan profundamente puede instalarse este régimen que los periodos de paz son vividos como excepciones tan sorprendentes que llegan a resultar alarmantes: "Tanto tiempo sin guerra, ¿no es que se estará preparando el enemigo para una guerra mayor?". En ciertas circunstancias, esto puede ser perfectamente cierto. Por otra parte, en un auténtico régimen de alta conflictividad la violencia nunca se detiene completamente. Si no es violencia material, será violencia simbólica, pero estará siempre presente. ¿Qué otra cosa son los gritos que claman por la destrucción de "los terroristas" o del "malvado estado sionista"?. Ninguna de las dos posiciones pretende realmente tener éxito, sólo es una expresión simbólica de la predisposición a destruir al rival (o al presunto rival). Lo terrible de un régimen de alta conflictividad es que afecta a todas las predisposiciones. Incluso los pacifistas y pacificadores desconfían de la paz, convirtiéndose antes que nada en anti-belicistas, lo cual no es lo mismo. La razón de esto es que no pueden pensar en construir un estado de paz cuando todos sus discursos y acciones deben orientarse a contener una mayor violencia. Cuando todas las actitudes y acciones se predisponen a la violencia, lo normal es tener instrucción militar, tener armas en la casa, aprender a armar y desarmar explosivos. La estrategia cotidiana y la táctica de guerrillas son el pan de cada día. Cada niño, desde que aprender a ver lo que mira, se acostumbra a creer que algún día le tocará librar una batalla total, una guerra por la supervivencia de su familia y de su pueblo. Dijimos que no hablaremos ahora de las hojas de ruta hacia la paz, pero es necesario plantear la pregunta: ¿Cómo se desactiva un régimen de alta conflictividad? Lamentablemente, la respuesta es atroz: cuando una serie de actitudes constituyen un régimen de funcionamiento, estas actitudes persisten hasta que se agota el material que las alimenta, porque es muy difícil alterar los mecanismos ideológicos que sostienen el régimen: simplemente, el mundo es como es, tiene una naturaleza inalterable y, en el caso de este régimen, la naturaleza de las cosas parece ser la violencia. En esta situación, los ataques suicidas y los bombardeos a centros de culto, escuelas u hospitales no son demenciales, son "pragmatismo político". En este caso, el régimen no se agotará hasta que no consuma todo lo que puede consumir, es decir, el conflicto mismo. Cuando el conflicto desaparece, el régimen de alta conflictividad va disminuyendo lentamente de intensidad hasta que se diluye en la historia. La respuesta política a este problema sería entonces detener el conflicto en seco pero, ¿cómo hacerlo si las partes quieren seguir luchando hasta el fin, porque esa es su concepción total del mundo? "Ellos quieren nuestra destrucción. Nosotros queremos la de ellos" es el discurso que yace debajo del procedimiento ideológico, aunque no siempre sea confesado. No hay lugar para razonar sobre la historia, porque la historia se escribe para justificar la posición de cada bando, y lo que los otros tienen por "historia" es sólo mito, mentira e interés. La información propia es la verdad, la del otro es desinformación y propaganda. La voz de los líderes propios es la razón, la de los líderes rivales la maldad. En este régimen, el fanatismo no es una excepción a la naturaleza humana, es una forma de vida que satisface los deseos personales, ya que estos deseos también están condicionados y orientados a la violencia. No seamos, entonces, optimistas. Acercar a las partes a un punto medio de acuerdo es imposible, porque las posiciones se anulan mutuamente: "Ustedes desaparezcan... entonces los dejaremos tranquilos". Hay esperanza, sin embargo. No es la esperanza en la razón: puede ocurrir que la violencia se transforme en un mal negocio para los políticos y militares israelíes y también para los líderes palestinos. ¡OH, sí! Debe haber intereses económicos para detener la violencia. Es difícil: la guerra engendra riquezas enormes para algunos. Con todo, podríamos hacer un poco de ciencia-ficción y preguntarnos: Sí el régimen de alta conflictividad pudiera detenerse, ¿quién debería empezar? Sobre esta cuestión sentaremos aquí posición. Si el caso pudiera darse (ojalá así sea) los israelíes deberían comenzar. Porque su población está en mejor situación económica y su estructura productiva es más dinámica, lo cual le permite sobrellevar mejor las consecuencias de esta decisión. El régimen de alta conflictividad empeora con la miseria, y con ella ya cargan los palestinos. Porque su estructura política está más consolidada, y es más probable una acuerdo entre partes en esta situación (aunque no es muy probable). Porque es claramente la población menos damnificada en las últimas décadas por la guerra y el impacto psicológico de soportar sin responder es menor. No son muchas razones, pero son más que suficientes, considerando la situación del pueblo palestino. Ahora bien, ¿por qué deberían los israelíes aceptar esta posibilidad? El apoyo real a la causa palestina es escaso, incluso entre los países árabes; el poder militar israelí no parece amenazado por la capacidad guerrillera de los palestinos; los líderes palestinos más radicales no muestran ninguna tendencia a la moderación. No obstante, hay razones para que este deber exista. Hay razones morales... no nos interesan ahora. Nos interesan las razones sociales pragmáticas. En primer lugar, actualmente Israel es todavía un estado fuerte, pero muy rápidamente podría dejar de serlo: una crisis económica global, sumada a un gobierno estadounidense menos dispuesto a aceptar la política exterior israelí pudieran alcanzar para debilitar al estado de Israel lo suficiente como para que el conflicto comenzara a resultarle demasiado costoso. La historia de los últimos dos siglos nos muestran cuán rápidamente los imperios se levantan... y cuán rápidamente, cuán estrepitosamente se desploman. Israel es fuerte pero no es precisamente un imperio. En segundo lugar, la demografía israelí está cambiando muy rápidamente, su identidad original, la del sionismo pionero, está casi totalmente disuelta: en una década más no quedarán líderes de al etapa fundacional y los dirigentes políticos tendrán como referencia una población heterogénea en lo cultural, pero homogénea en los intereses de estabilidad y bienestar. La tasa de natalidad promedio es un pésimo dato para la evolución de este proceso, y la propia identidad judía del estado estará en entredicho. En otra ocasión profundizaremos en este tema. Por último, pero no menos importante, tarde o temprano una integración económica regional será para Israel una necesidad, y está integración se verá muy dificultada con la persistencia del conflicto. Esto no señala, por otra parte, ningún programa de acción, pues la realidad se orienta en otra dirección. Ya nos extendimos demasiado para pensar en las posibles consecuencias. Ya lo haremos, pero seguramente no nos gustarán los resultados. A. Soltonovich

viernes, 2 de enero de 2009

La calumnia de la sangre

En tiempos medievales, en una era que cualquier judío ilustrado contemporáneo considerará afortunadamente superada, pervivía una extraña acusación contra las presuntas tradiciones judías. Se trata de la “calumnia de la sangre” según la cual, dicen que decían, los judíos utilizaban para la realización de sus rituales religiosos (que se supondrían “mágicos” en el sentido más esotérico y tenebroso) la sangre de inocentes mancebos o doncellas (dónde “inocente” significaba “fiel” y donde “fiel” significaba “bautizado”). Al mismo tiempo, y esta costumbre pervive hoy en día, la tradición, las costumbres, la religión judías se asociaban primero a un pueblo étnicamente reconocible y luego, cuando empeoró notablemente nuestro discernimiento, a una “raza”. El nazismo llevó este carácter racial y con él la calumnia de la sangre al paroxismo. Nada nuevo inventó en la calumnia, sólo oriento esa especie de vampirismo ritual judío a la intención de destrucción que se oponía a la voluntad de poder encarnada en la (presunta) raza aria y el espíritu del pueblo alemán. El judaísmo utilizaba la sangre de toda la raza que se proponía rehacer el mundo a la medida de una voluntad constructiva y superior. En esta perspectiva, el judaísmo drenaba el alma nacional alemana hacia la nada de su propia vacuidad. ¿Tan difícil de comprender es, en este pensamiento alienado, la compulsión de la “solución final”? ¿Es tan difícil comprender a nuestros enemigos? Hasta aquí, no desarrollamos sino una forma más del clásico discurso judío moderno e Iluminista, la crítica de ese entorno cultural religioso primero y racista después que circunscribió al pueblo judío a su papel de víctima histórica. Pero cuando la crítica se extiende con liviandad y alegría sobre la presunción del racismo nazi olvidamos negligentemente que es igualmente liviana y alegre la presunción del judaísmo de ser la eterna víctima de la historia. Esta es una auto-calumnia igualmente nociva, precisamente porque niega la propia historia. Y es que es fácil olvidar que el judaísmo es también “algo” histórico, algo humano que permanentemente se desliza y cambia con las corrientes del tiempo. El nazismo se sustentaba en una nociva y errónea filosofía del ser (del ser social), es cierto pero, ¿podemos decir que estamos libres de pecado? Hoy en día, lentamente, asistimos a un horrible acontecimiento ideológico, discursivo, práctico, que no pasa desapercibido, pero que no conmueve. Y no conmueve porque no vemos el profundo sentido trágico que encierra para el judaísmo. Se trata de una nueva “Calumnia de la sangre”, pero que no llega desde afuera, desde los victimarios, sino desde nuestras propias filas. Y se presenta, además, con esa figura clásica que es la ironía trágica (esa que tanto apreciaría un Nietzsche) del Héroe que, creyéndose amparado por los dioses, se precipita a su horrendo final. “Ea, valiente Héctor Príamida, enfrentemos al terrible Aquiles para ver si le quitamos la vida y la brillante coraza, ganando inmensa gloria”. Hay una nueva “Calumnia de la sangre”, la calumnia que nos dice desde el propio judaísmo que la condición judía es una raza, porque se transmite de madre e hijo, es decir, de sangre a sangre. Según esta doctrina, que tiene quizá antiguas raíces ideológicas, pero que no deja de ser falaz, es judío aquel que tiene “verdadera” sangre judía. ¡Falacia de falacias! No existe la cultura judía, no existe tradición, no existe pueblo, no existe comunidad, no existe (no, ni siquiera existe) religión judía si estamos predeterminados o no por nuestra sangre a ser o no ser. Y, sin embargo, pedimos credenciales de sangre para ser incluidos en la comunidad al nacer y al crecer, credenciales de sangre para contraer legítimo matrimonio, credenciales de sangre (malditas credenciales de sangre) para ser enterrados junto a nuestros seres queridos. ¿Reírnos del terrible enemigo vencido es meritorio si no aprendemos nada de nuestra propia historia? ¿Olvidaremos los pogromos porque somos hijos de mujeres violadas por cosacos y Huliganes? ¿Es que no entendimos a Bialik ni una sola palabra de su “ciudad del exterminio”? Ni siquiera parece importante mencionar la historia a gran escala. Aquella que nos recuerda que en el siglo segundo de la era cristiana, sin cristianos ni nazis a la vista, el emperador Adriano emprendió la más vasta y exitosa persecución de judíos de la historia. Sus legiones enterraron el mapa de Israel y Yehuda (los antiguos reinos) e incluso a la romana provincia de Judea bajo un manto de sal. Los sobrevivientes recogieron cenizas de muchas sangres en Egipto y en Grecia, en Anatolia, sangre aria también: sangre de príncipes y princesas persas, sangre de jornaleros y prostitutas, de mercenarios y campesinas de todas las naciones. Abandonando a duras penas el mundo antiguo el judaísmo, en su lento peregrinaje por el mundo medieval dominado por la calumnia de la sangre, realmente se nutrió de todas las sangres que encontró en su camino. ¿Y ahora nos quieren decir que somos una serie de contenedores de hemocomponentes diferenciados de los del resto de la especie humana? ¡Vergüenza, judíos, vergüenza es una creencia tal! Es una pretensión presuntuosa y elitista, profundamente aristocrática y antidemocrática. Una pretensión totalmente digna del pensamiento de Nietzsche. ¿Y después qué? ¿Los judíos somos también la “aristocracia del conocimiento”? ¿Luchadores por la libertad, la justicia histórica y los derechos humanos? La calumnia de la sangre perpetra un elitismo hueco, es un reflejo de una vocación de detener la historia, porque para la sangre no existe la historia, sólo acontece un porvenir inmutable: siempre fuimos esta sangre, nuestra sangre siempre será. Y hagamos la pregunta definitiva: ¿A qué poder le interesa detener la historia? Esto sí que es fácil de responder: al poder que quiere el statu quo, que nada cambie porque para quienes participan de ese poder este mundo es el mejor posible. Los ricos y los advenedizos, los lacayos políticos, económicos e intelectuales son los que quieren ese mundo, son los burócratas de la cultura, que nunca faltan, los que reproducen silenciosamente esta calumnia de la sangre. Son quienes pretenden que el judaísmo es una aristocracia racial, una elite de la sangre que se burla de lo sanguinario, pero que tiene una expresión sanguinolenta.
Las antiguas creencias tenían alguna justificación: se creía firmemente que el alma se transportaba a través de la sangre y los fluidos corporales. Era una teoría que administraba la alimentación cotidiana y el cotidiano trato con los semejantes. Si se quiere creer, que se crea cualquier cosa en libertad. Pero que la creencia no arrebate impunemente la libertad del otro, que no enajene el poder para entregarlo a una aristocracia tan pobre que no merece siquiera ese nombre. Es un pelotón de calumniadores e ignorantes que, si no tenemos cuidado, nos pueden arrastrar a la sombra más oscura: la sombra en la que no podremos ver si somos víctimas o nos hemos transformado en victimarios.