viernes, 30 de noviembre de 2012

Del Jeremías de Stefan Zweig al milenarismo judío contemporáneo: breve analogía y grave advertencia


1. Contexto
Aunque está escrita en un tono teatral, que sintoniza muy bien con el contenido dramático de la trama, Jeremías es una obra de Stefan Zweig que bien puede catalogarse como novela histórica. Aunque su fuente no ha sido sometida a crítica por parte del autor, el tono es claramente explicativo, didáctico... admonitorio. Zweig la escribió en el contexto de la primera guerra mundial, cuando le quedaban dos décadas antes de su suicidio en el exilio de Brasil. Como el espanto de la segunda guerra mundial no era todavía imaginable ni el nazismo era predecible, buena parte de su matiz apocalíptico y terminal es comprensible, aunque la historia se empecinara en empeorar muy pronto Verdún y el Somme con Stalingrado e Hiroshima.
Al mismo tiempo, las consecuencias de la guerra inter-imperialista no eran todavía previsibles. No podía anticiparse que la caída del imperio otomano y la ocupación británica de Palestina y la Trans-Jordania contribuirían notablemente al éxito del movimiento sionista: las colonias judías promovidas por Ahavat Zion y la acción diplomática de los líderes sionistas occidentales (junto con la debilidad de las primeras dos olas migratorias judías a Palestina) no auguraban todavía ningún éxito del nacionalismo judío en la región, a pesar del compromiso británico expresado en 1917 a través de la declaración Balfour, que el Libro Blanco de McDonald intentaría anular en 1939.
Jeremías es una novela metonímica, pero no es necesariamente alegórica. Somos nosotros los que podemos convertirla en una alegoría. En ella se narra el fin del mundo (y la increíble continuación de la existencia) a través de la caída de Jerusalén y la destrucción del templo por las tropas de Nabucodonosor II (a quien Zweig retrata de manera ambivalente como un agente del destino impuesto por Dios y como un actor propiamente político, en una oscilación que se entiende desde la perspectiva de la lucha política e ideológica interna entre los judíos de Jerusalén). De esta tensión política e ideológica es de lo que quiero tratar hoy, con la ayuda de este Jeremías tremendo y conmovedor. Quienes conocen ya no el libro de Zweig, sino la historia del profeta, ya pueden anticipar que no se tratará de un paralelismo feliz, ni mucho menos esperanzado.
2. “Eternamente dura Jerusalén”.
Los grandes profetas del exilio babilónico (Ezequiel y Daniel) constituyen elementos de transición hacia el nuevo judaísmo tutelado por la potencia persa y configurada por la política interior de los Aqueménidas durante los siglos sexto y quinto a.C.: son profetas con oscuras esperanzas de resurrección bajo el imperio definitivo del dios masculino único. Pero Zweig sabe bien lo que hace, y elige a Jeremías, el profeta de la destrucción y la muerte.
La tensión de la novela se centra en una dislocación psicológica tremenda. Jeremías es hijo de un sacerdote, su destino social es el sacerdocio hereditario, lo cual equivale a expresar que forma parte de los sectores dominantes (como lo era la familia del propio Zweig) aliados a la monarquía. En teoría, no hay nadie más alejado que él para seguir el camino del proyecto profético-apocalíptico encarnado originalmente por Elías en su contienda con el rey Ahab, en especial luego del episodio de la viña de Nabot (la pregunta: ¿Asesino y heredero? Continúa siendo central en material de moral geopolítica). Sin embargo, el sueño profético lo invade: mientras los sectores dominantes y el pueblo llano viven en la Jerusalén amenazada por la guerra, viven en la esperanza de una alianza con Egipto (esperanza bastante absurda, después de la batalla de Karkemish), en la esperanza de la intervención divina a su favor, Jeremías camina entre las ruinas del templo y los incontables cadáveres, Jeremías ve las llamas, huele el humo y la carne humana chamuscada, escucha los lamentos de agonía y el grito de los cuervos. Como Casandra de Troya, no puede contar la verdad y ser creído al mismo tiempo. Y no es creído porque su Dios ya ha decretado la caída de Jerusalén y el exilio, porque los sectores dominantes han sido infieles al pacto. El discurso de Jeremías se confunde: le habla al rey, a los sacerdotes, a los generales... a quienes son socialmente su clase... pero sólo el pueblo puede escucharlo, y es el pueblo de Jerusalén el que vive la tensión ideológica que cruza la historia del profeta.
Hay en la novela un mantra que se extiende desde el confundido rey Sedequías (cuyo nombre “Justicia Divina” es una burla macabra y una ironía trágica) hasta el último vigía de las murallas (los vigías que son la estirpe de siglos de vigías de David), una idea que se contagia irreflexivamente al pueblo: el destino de la conservación porque, dicen constantemente, “Eternamente dura Jerusalén”. Lo dicen en cada encuentro, ante cada decisión política, porque Dios no dejará caer su sede única, su santuario, su ciudad. Pero Jeremías camina en las calles ya condenadas y solo un escriba, ese pequeño Baruj destinado a narrar la historia y a intentar cambiarla, lo sigue en su peregrinación. Jeremías sabe lo que no quiere saber: que la ciudad está condenada y que él es el profeta maldito de la condenación, de tal modo que sus visiones son una carga insoportable, como el orgullo es la carga insoportable de los nobles de Israel, encarnada en la inflexibilidad del rey (que recuerda la inflexibilidad del Faraón ante Moisés y Aarón, forzada por la divina voluntad) y en la fanática voluntad guerrera de Abimelech ante las fuerzas superiores comandadas por Nabussaradán (Nabucodonosor el Arquitecto no se molestó en ir a esta campaña de “pacificación” de Siria y Judea, estaba ocupado en los siguientes treinta años de su reinado, embelleciendo Babilonia). Increíblemente, luego de la victoria caldea Jeremías se rinde a la majestad del execrado Sedequías, quizá porque la justicia divina se ha consumado o porque no es capaz de renunciar del todo a los privilegios de clase instituidos en la monarquía, un acto que me impide sentir una simpatía completa por Jeremías: “Sedequías, mi rey y señor, de pie permanecí frente a ti cuando tuyos eran la fuerza y el poder, pero ante el agobiado por Dios me inclino, el siervo más humilde de su dolor. El primero fuiste en beber la copa de nuestra amargura, el primero fuiste en padecer, ¡seas entonces el primero de nuestro pueblo en toda la eternidad, y comienzo de su salvación! ¡Oh, tú, rey de los pesares, ungido de la prueba, señor de Israel. Levanta tu frente para que nos ilumine, condúcenos, tú que ahora solo ves a Dios y ya no el mundo, condúcenos, conduce a tu pueblo!   
3. Am Israel Jai (Vive el pueblo de Israel)
Hoy en las murallas de Jerusalén estamos nuevamente; algunos dicen que retornamos del Gran Exilio, ya nada será como era, no nos amenaza nuestra celosa y terrible divinidad ancestral: ese dios que es un puño cósmico siempre dispuesto a caer sobre nuestras faltas. Tememos a nuestros enemigos aunque, como Sedequías, no estamos dispuestos a ceder ante ellos para conseguir la paz y confiamos en el fondo en nuestro destino porque, si sobrevivimos al genocidio nazi y a los pogromos, si levantamos frutos del desierto, si vencimos a fuerzas superiores coligadas para exterminarnos y cantamos que “Am Israel Jai”, es decir, que el pueblo de Israel vive (y vivirá), no hay realmente nada que temer, por grandes que parezcan los peligros. Hoy también la gran potencia es nuestra aliada, como lo era Egipto para Sedequías (aunque otro mar nos separa, Jeremías fue a morir a Egipto), ni los signos de su decadencia relativa nos asustan. Hoy también el moderno Abimelech confía en sus tropas y en sus armas ungidas de divinidad, y nunca se plantea cómo están siendo utilizadas, porque su causa es la de Israel y, en consecuencia, su causa es inherentemente justa y ajena a toda crítica. Claro, no todos somos modernos Sedequías o Abimelech, no todos hacemos certezas teológicas del cálculo político, del orgullo o la ira justiciera... pero tampoco somos Jeremías. Pero es notable que hay quienes sí lo hacen, y claman que el “pueblo de Israel vivirá”, como creían hace dos milenios y medio que eternamente duraría Jerusalén.
No he tenido sueños nocturnos ni camino entre los muertos que aun viven, mucho menos quiero verlos morir, ni siquiera para verlos encarnarse nuevamente, como vivió Ezequiel. No obstante, no estoy ciego como el rey. Si estamos aquí, incluso contra toda anticipación o esperanza de nuestros adversarios (en el fondo nos aman, porque somos su excusa, su quinta columna para sentirse justicieros), si realmente estamos aquí, como clamaba el viejo himno de los partisanos, es porque la historia cambia, porque no es fácil saber lo que trae con cada vuelta de página. Y esta es la advertencia: puede volver a cambiar en una dirección terrible, incluso definitiva. Sonreímos de manera milenaria y milenarista al recordar la caída del faraón, la de los jardines colgantes edificados por Nabucodonosor el Grande, sonreímos al verificar que los imperios persa y macedonio y romano son recuerdos en libros que cada vez son menos leídos, pero vive el pueblo de Israel; sonreímos incluso al ver que sobrevivimos a Nazis y Cosacos (aunque es mentira: ellos vencieron, como las, legiones de Adriano seis siglos después de Jeremías, ellos nos mataron y morimos, y solo sobrevivimos en la estadística y con un costo enorme, pérdidas irreparables de pueblo y cultura); sonreímos porque eternamente dura Jerusalén.
Pero estas expresiones de eternidad no están basadas en el conocimiento, ni siquiera en la lógica: son expresiones puramente ideológicas y, lo que es peor, ideográficas: construyen una apariencia de realidad que la disocian de toda demostración o prueba empírica. No importan cuanto crezcan los enemigos (especialmente esos enemigos interiores que todas las personas y los pueblos arrastramos con nosotros) nada importa porque lo que importa es, en la ideografía, eterno, indestructible, inmutable...
Stefan Zweig es un escritor universal, un judío que trató temas judíos con vocación universalista (y así se comprueba en la admiración que su prosa ha despertado en los observadores más variados) pero esto no es obstáculo para que los judíos escuchemos su clamor y su advertencia. El precio de las certezas ideológicas y las cegueras políticas ya se ha pagado en la historia judía, y no es cuestión de ceder ante el inevitable conflicto interno que aparece cuando las verdades absolutas son desafiadas por el buen sentido. Así como tenemos la tarea de defender las murallas de David de los enemigos externos, no queda más remedio que defendernos de los adversarios internos representados por el sinsentido y el milenarismo. En mi caso, el recuerdo de riquezas judías del pasado y de errores judíos de todos los tiempos es la herramienta mejor de que dispongo. ¿Por qué? Porque creer que eternamente dura Jerusalén y que por siempre vive Israel tal vez sea el camino más rápido para perdernos, porque es una creencia que no aprende de la experiencia y que no contiene la sapiencia de comprender que, pueblo afortunado, hemos sufrido mucho no por estar elegidos para el sufrimiento sino porque hemos existido más de treinta siglos. Si no actuamos con sabiduría, es más probable que la buena suerte se acabe.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Ay de Jerusalén: Manifiesto forzado sobre el estado actual y permanente del conflicto palestino-israelí



¡Qué difícil hacer algún comentario! Un analista no debe ser un cronista de guerra pero, al mismo tiempo, el silencio es, en sí mismo, un acto de complicidad. Gran problema, ni siquiera está claro de complicidad con quien. Si no se condena el modo y el trasfondo de esta operación “Pilar Defensivo” se es cómplice de un gobierno israelí que sistemáticamente viene desarrollando una política de desactivación de toda oportunidad de paz regional; a la vez, sí solo se condena esta operación particular olvidamos criticar una larga trayectoria de pésimas políticas por parte de sucesivos gobiernos israelíes. Por su parte, si no se hace foco en la imbecilidad política de Hamas, al hacer el juego al gobierno actual de  Israel con esos misiles que llueven sin concierto sobre el sur del país, al utilizar a la propia población civil como escudos humanos y al ejecutar sumariamente presuntos colaboracionistas, también seremos cómplices de dar desde la distancia falsas expectativas al pueblo palestino, es decir, en el caso de que nuestra opinión le importara algo.
No creo que, en estas condiciones, se pueda aportar nada nuevo, excepto abstenerse del silencio, excepto expresar con la mayor claridad posible una opinión consolidada que se sustente tanto en valores humanos como en conocimiento humanamente orientado. El problema es que la claridad es, en estas condiciones, materia de utopía.
He recibido un mensaje invitándome a participar de una marcha “a favor de la paz en Israel”. No sé muy bien qué hacer. El problema, otra vez, es que no queda claro qué es lo que se estaría reclamando: si el final de la política beligerante de Israel o el final de la política beligerante de Hamas, o ambas y, en ese caso, ¿qué sentido de continuidad? Después de la tregua Clinton, ¿seguimos  hacia donde? Incluso hecha esta aclaración, quedarían sin resolver aspectos relativos a sesenta años de enfrentamientos (más que suficientes para generar movimientos ideológicos dislocados y erráticos en ambas partes) y aspectos relativos a la gran asimetría que existe en las relaciones establecidas en este periodo en un contexto internacional determinante y volátil.
Desde hace ya muchos años soy partidario de la idea de que, dadas las condiciones de asimetría social, económica, política y militar que se desarrolló entre Israel y Palestina, no hay solución al conflicto que no suponga una mayor carga para Israel. No se trata de que Israel “deba” más. No propongo una tesis moral, sino una pragmática.
En este sentido, Israel, como potencia militar incontestable debería negociar con los palestinos incluso frente a las peores amenazas de exterminio por parte de estos. Pero Israel se niega a hablar mientras no se reconozca su derecho a existir, sus fronteras defendibles, su capital en Jerusalén y su derecho a conservar el estatuto de estado judío aun sin conceder la creación de un estado árabe palestino. Por su parte, los dirigentes palestinos han aniquilado su ventaja ética con su retórica y su insistencia en el martirio y el ataque en cada fase del conflicto, desactivando la presión internacional sobre Israel, sin contar con esas imágenes de presuntos traidores asesinados y arrastrados como reses muertas por las calles, publicadas incluso en medio tendenciosos en contra de Israel. Además, como potencia económica relativa, Israel debería asumir mayores costos, tanto en materia de inversión para la paz como en materia de desarrollo humano del pueblo palestino, que con frecuencia serían coincidentes. Este mecanismo no debería alterarse en la solución de dos estados o en la de dos comunidades separadas pero integradas en lo político y lo económico. Estoy hablando a futuro, pero eso no implica desconocer algunos indicios en el pasado de la posibilidad de establecer políticas de esta índole.
Pero el hecho es que hay demasiada gente poderosa beneficiándose de la persistencia del conflicto, demasiadas emociones a flor de piel y demasiados prejuicios incorporados al debate. Las acusaciones cruzadas son casi siempre maximalistas: Israel es el diablo o los palestinos lo son. Y en materia humana el maximalismo es casi siempre ridículo, y siempre peligroso.
No por primera vez, entonces, propongo re-articular los valores a defender (sin que esto implique poder ni querer imponer un determinado catálogo o una determinada jerarquía) e intentar comprender como se instalan en este conflicto, como se instalarían en políticas diferentes a las que se desarrollan ahora.
En primer lugar, tal vez me equivoque, la vida humana y la integridad física. Nadie va a acusarme de ser individualista pero, en este caso, tal vez puedan hacer una excepción: valoro positivamente que ninguna persona, en tanto individuo, sea asesinada o vea menoscabada su integridad física. En este sentido, en momentos puntuales del conflicto se han hecho esfuerzos por ambas partes, pero no se ha comprendido o no se ha querido comprender que el momento puntual es insuficiente si no se aprovechan las treguas para desactivar los conflictos, y eso, claramente, no se ha hecho. Israel ha ofrecido largos periodos de no intervención, pero no ha acompañado este movimiento con la desocupación del territorio palestino tanto en el plano militar de los destacamentos militares como en plano demográfico de los asentamientos. Israel supuso en los años ´90 que la paz entendida como no agresión era suficiente, especialmente si se desarrollaba la economía; la dirigencia palestina extremista aprovechó el descontento social para decir “vamos por más”, pero en un sentido beligerante y (cosa sorprendente para su capacidad militar muy inferior) prepotente. Porque esto debe decirse: el estado de Israel es prepotente, eso es obvio, pero lo es sobre la base práctica de su capacidad militar, mientras que la prepotencia de Hamas se sostiene solo en plano discursivo. Cuando Hamas dice que si Israel no hace tal cosa pagará las consecuencias, frecuentemente es mera retórica. Pero el caso contrario no se da: cuando las fuerzas armadas israelíes intervienen, cada operación se salda con muertos y generalmente, bastan uno o dos días para que se superen daños y víctimas en el lado palestino respecto de meses o años de ataques menores contra la población israelí.
Pero si Hamas es imbécil al fanfarronear, también es imbécil la exagerada respuesta israelí en términos de soluciones amplias y a largo plazo. En cada caso el gobierno israelí ha preferido sacrificar su posición internacional (sabiendo que cuenta, en general, con la complicidad de las potencias) para consolidar su posición interna, lo cual solo se explica por las posiciones ideológicas maximalistas que suelen predominar entre la población israelí.    
En segundo lugar, tenemos el problema de la igualdad vinculada  a la autodeterminación. Teóricamente, como aceptamos que todos los humanos nacemos iguales en razón y en derechos (yo opino más o menos eso: todos somos más o menos iguales en materia de estupidez e intereses mezquinos), de eso se deriva que los pueblos deberíamos ser capaces de elegir libremente nuestro destino. Es para llorar. Permítanme decirles: estas cosas no pasan. Israel mismo no existiría si las condiciones de expansión y retracción del imperialismo europeo no hubieran dejado su marca en medio oriente. El único “derecho” que los pueblos han ganado para auto-determinarse es, o bien la fuerza de las armas o bien la evaluación en términos costo-beneficio, es decir, si los poderes predominantes en estados que ostentaban cierta soberanía en una región consideraban excesivo el precio militar y económico de la ocupación (que es la razón, por ejemplo, por la cual Gran Bretaña abandonó la región a su suerte en 1948). Claro, la fuerza militar de las potencias amigas suelen ser suficientes para alterar las perspectivas. Por eso desde hace rato vengo diciendo que las potencias amigas le han hecho un flaco favor a Israel al no oponerse a sus políticas, pues han eternizado el conflicto con el pueblo palestino.
Y es que, insisto, sea como espacio de ubicación de armamento o como espacio de distracción geopolítica, se ha preferido no extinguir las razones de la guerra y nada se ha hecho realmente para desactivar el conflicto regional. Lo mismo ha ocurrido, claro está, a lo ancho de todo el planeta, pero el caso Israel-Palestina es paradigmático. Incluso los defensores a ultranza de la causa palestina en el resto del mundo deberían ser responsables de sus actos, pues cuando opinan sin cesar en contra de la política israelí con frecuencia reproducen una serie interminable de prejuicios anti-judíos que no hacen más que reforzar la conciencia ideológica de israelíes y judíos de que resistir en Israel es su única opción de supervivencia. “A fin de cuentas”, se dicen los defensores de la causa sionista, “hay mil doscientos millones de musulmanes en el mundo y hay más de una docena de países musulmanes (y muchos más con mayorías musulmanas), mientras que estados judíos hay uno solo, y muy pequeño; el anti-judaísmo es una larga tradición (claramente pre-israelí) y debemos defendernos”. Pero no, los “amigos” de palestina prefieren en muchos casos negar el genocidio nazi o justificarlo retrospectivamente con el presunto genocidio palestino (creo sinceramente que Israel no ha encarado una política realmente genocida en términos de masacres organizadas, aun en los peores momentos del conflicto, aunque soy más renuente a creer que no estableció políticas para el desplazamiento forzoso de la población árabe a lo largo de estos sesenta años, por esa razón destaco la presunción de otros sobre este hecho).
Claro, hay mucha gente que solo sale a reclamar que Israel detenga sus ataques. Si levantamos el dedo y decimos que lo hacen porque “son antisemitas” (expresión que en este contexto solo tiene sentido político) eso equivale a justificar toda operación israelí, incluso una como ésta, que le viene tan bien al gobierno de turno de cara a las próximas elecciones (previstas para el próximo enero) y que solo conseguirá extender a una nueva generación de palestinos el odio contra Israel.
He escuchado a muchos honestos sionistas sostener la tesis de que los palestinos, en el fondo, no quieren la paz, no quieren negociar; solo quieren esperar a que el peso de su crecimiento demográfico superior altere las condiciones políticas en la región. Creo que están profundamente equivocados. No niego que una fracción de la dirigencia política palestina oriente su estrategia en este sentido de largo plazo, pero es inconsistente con la mayor parte de las tácticas palestinas de lucha. Si la tesis fuera correcta, los palestinos deberían preferir una callada sumisión a las políticas segregacionistas israelíes, aguardando el momento de la victoria, cuando en la práctica se observa un arco de manifestaciones mucho más amplio y difuso. Creo que es está más cerca de la realidad decir que ambos bandos han perdido la capacidad de establecer estrategias claras, y eso es quizá el mayor obstáculo para la paz, pues todo lo que se haga estará mal para la parte opuesta y, más importante, para una amplia fracción de la propia. Todo, excepto la demagogia y el oportunismo: el misil, el “ataque quirúrgico”, el “pilar defensivo”. Estas cosas tendrán buena prensa en el bando propio. Mientras tanto, impera el embrutecimiento, el fanatismo, el pragmatismo abstracto (que es una forma actualizada de fanatismo) , el ciego amor por los “principios” que impide evitar la siguiente víctima.
Soy judío, pero la solución nacional de los problemas judíos, lo que se suele denominar sionismo (por favor, los que utilizan la palabra como insulto, sin saber a qué se refiere realmente, estudien un poquito; si aman la causa palestina, y no simplemente aman odiar a los judíos, estudien un poquito el tema), esta solución, decía, no es de mi preferencia. La considero legítima en su contexto, comprensible... pero creo que nunca fue la mejor idea. Ya lo he discutido en otra parte. No soy creyente y, por lo tanto, creo que la tierra de Israel, la propia Jerusalén... pueden amarse, pero no adorarse al punto de creer que valen más que la existencia propia de los seres humanos que componemos la judeidad ni la de nuestros vecinos en el planeta.
Soy judío, y estoy confundido ¿de qué me serviría mentir? Respecto de este conflicto perenne, estoy confundido. Culturalmente, no hay nada más cercano a la tradición judía que el Islam, ni hay nada más ajeno a nuestras luchas por sobrevivir durante los últimos quinientos años al menos que el conflicto con árabes y palestinos... y bastaron sesenta años para incrustar la historia judía en estos hechos, en estos debates, ¿cómo llegamos a esto, a justificar las muertes y la opresión de nuestros hermanos? ¿No es evidente la trágica ridiculez de todo este conflicto?
Y no hemos sopesado aquí el contexto: Siria, Egipto, Irán, Arabia Saudí, Turquía, en el contexto aun más amplio que es la reconfiguración de la economía mundial: EUA, la UE, China, Rusia, Japón, Latinoamérica, de la cual todos somos parte. Quienes ya me conocen la ven venir y dirán “No, no, no, no, otra vez va a empezar con la crítica del capitalismo... le va a echar la culpa al pobre capitalismo del conflicto palestino-israelí, nos va a importunar con su cháchara marxista para convencernos de que, como todos somos parte del capitalismo, todos somos parte del conflicto en medio oriente... ¡qué pesado!...” Pues sí, eso es exactamente lo que voy a hacer: porque creo que el sistema, al promover la compulsión a la ganancia, nutre el interés por la guerra y se nutre también de la guerra y la injusticia derivada de la guerra; porque creo que el sistema tiene mucho que ver con esta confusión ideológica y política que encierra a la gente (me incluyo en la categoría) en sus prejuicios y merma su libertad intelectual, y merma también su capacidad de ser agentes morales, ya que nos tiene ocupados en consumir y en ganar dinero para consumir.  
No estoy diciendo ninguna novedad, solo manifiesto una posición, una posición que se confiesa confundida en algunos aspectos... pero no en otros... no tolero los asesinatos, no admito la opresión, no consiento la desigualdad forzada ni el pragmatismo abstracto que anula los valores humanos. No me engaño, en este punto: estos valores son un invento, una creación ideológica, lo son. Pero son los valores que en su esperanza (la esperanza tal vez falaz que quedó en el fondo del ánfora de Pandora) me permiten sobrevivir a la vergüenza de pertenecer a este momento de la historia humana, en donde el interés ególatra y la estupidez parecen tener tantas cartas en la mano, dejándonos arena nada más entre los dedos.
Me despido con la transcripción de un mal poema que quiso expresar mi posición aquí; creo que al menos expresa mi confusión, mi desesperanza. No está escrito para la ocasión, es viejo, solo que ahora parece más oportuno.

Ay de Jerusalén

Eres la casa de piedra donde encuentro fundamento.
Eres mercado en los montes que trafican viejos sueños.
Eres ombligo del mundo. Una roca hay en tu centro.
Eres el puñal del padre que nunca cayó en mi pecho.

Eres muro soportado por los fantasmas de un templo.
Eres camino de cobre hacia las ruinas del reino.
Primogénita del alba. Bóveda de los recuerdos.
Puerta al campo de batalla. Cuervo que vuela sediento.

Olvidaría mi diestra para robar un silencio
A tu memoria cautiva de la guerra entre tus pueblos.
El genocidio pasado no se cierra en nuevos muertos
Ni justifica su mancha este amanecer sangriento.

Porque te quiero en justicia, sin justicia no te quiero.
Porque no quiero tu cielo si no está limpio tu suelo.
Porque tu historia no vale esos hijos del acero.
Porque en la paz entre iguales vive mi dios verdadero.

Puedo ser en tu muralla partisano o macabeo,
No soldado que nos haga asesinos y herederos.
Jerusalén madre y tiempo, imagen del universo.
Pero, aunque soy Israel, hijo de Eva soy primero.