viernes, 28 de diciembre de 2012

La hormiga, Dios, yo y la regla de tres mal implementada en teología judía elemental


Intenté preguntarle a Dios directamente pero su silencio continuo parece indicar que no está para soportar mis estupideces. No se rían. Cuando escribo estas cosas, es decir, cosas como las que pueden leer a continuación si padecen de alguna especie de disfunción volitiva que les impide dedicarse ya mismo a cualquier otra actividad, suelo estar tremendamente angustiado. No se asusten. De todas formas esa es mi disposición usual de ánimo a estas horas insomnes. Excepto cuando me atrapa el sonido del teclado y en el ritmo inconstante pero veloz que generalmente le imprimo se me van apagando las penas de la medianoche.
No perdamos tiempo. Hace mucho tiempo fui informado del siguiente dato, que no intentaré siquiera corroborar: las hormigas pueden levantar seis veces su propio peso. No parece muy impresionante. Supongamos una grande y fuerte hormiga, el Goliat de su hormiguero, el Karadajian de su parquecito (http://es.wikipedia.org/wiki/Mart%C3%ADn_Karadagi%C3%A1n) una hormiga de todo un gramo de peso que es capaz de levantar seis gramos.
Yo no vendo polvos mágicos, querido, no tengo forma de medir seis gramos en este momento, ¡Qué pregunta! A ver... acá tengo una bolsita de té que dice contener un gramo y medio, de modo que la hormiga titán puede levantar el contenido de cuatro saquitos de té. Sigue sin parecer gran cosa. Yo todavía puedo levantar bolsas de cemento de casi cincuenta kilos (una muestra de sadismo banal, porque no hay necesidad de que tengan ese peso, considerando que la cal viene en bolsas de treinta kilos y la arena ni eso) pero ya me hace doler la espalda. Supongo que en caso de incendio podría echarme al hombro a algún amigo de unos ochenta kilos durante unos metros, pero eso es todo... es cierto que me levanto toda las mañanas, empujando a duras penas mi propio peso así que, en fin, la hormiga levanta seis gramos y yo, cuando la nena me salta encima, unos cien kilogramos.
Olvidemos el problema de la gravedad por un momento y digamos que, a igualdad de masa, la disposición orgánica, molecular y fisiológica de la hormiga es seis veces más eficiente que la mía. Igual hacen falta 16667 hormigas para moverme del sillón. Una curiosidad teológica, dado que nada puede estar por fuera de Dios, él debe tener la masa exacta de todo el universo, de modo que, por lógica, a una masa del universo “x” dios es capaz de mover exactamente eso: en términos relativos, entonces, soy tan fuerte como Dios, y la hormiga es seis veces más fuerte que él.
La pregunta entonces es si la relación de poder respecto de la capacidad de trabajo de Dios y de sus criaturas se aplica recíprocamente, es decir, si existe algún grado de correlatividad lógica, de tal manera que la fuerza de Dios pueda calcularse. ¡Ah, la gran pregunta sobre el gran Yavé, para la cual nadie tiene la respuesta! ¿Es o no es omnipotente? ¿Respeta alguna ley que la realidad le impone o simplemente crea con su voluntad toda ley e igualmente la rompe? ¿Puede crear energía, vulnerando el primer principio de la termodinámica? ¿Puede acelerar su movimiento hasta alcanzar en el espacio vacío velocidades mayores a las de las ondas electromagnéticas? ¿Puede saber al mismo tiempo la posición de una partícula subatómica y su velocidad? ¿Sabe si el gato de Schrödinger está vivo?
Oiga, pichón de Rabino, ¡tenga cuidadito! Seguro que ya se ha apresurado a responder “Sí, D´s (bendito sea su nombre aunque no le gusta que se lo gasten) lo puede todo”. Si así es... entonces... no hay razones para rechazar ninguna historia mítica que no presente contrasentidos lógicos. Un dicho en Idish dice AZ GOT VIL, SHIST A BEZEM OIJ, “Sí dios quiere, también una escoba florece”. Dios puede presentarse como lo que quiera, si es omnipotente: incluso puede encarnar en un cuerpo humano (no el mío, idiota, ya dije que me cuesta levantarme de la cama, que voy a ser dios yo).
Ahí estamos, viendo fuertes hormigas imaginarias un minuto, aceptando una cruda ruptura teológica al siguiente. Ya jugué una vez con la idea de que Dios se la pasa enviando al mesías y no le llevamos el apunte (como lo explico: de chico yo le llevaba con galantería los apuntes a una chica, pero después ella con coquetería no me llevó el apunte), o sea: no le hacemos caso. A lo mejor dios mismo se la pasa presentándose a la humanidad en las más diversas formas, incluso al mismo tiempo (una defensa aceptable del politeísmo, amparada en la idea de omnipotencia divina), y seguimos sin hacerle caso: http://partisano-haalel.blogspot.com.ar/2011/01/meshuguene-leaks.html
Últimamente defendí también la idea de pergeñar una modalidad judía de la navidad http://soltonovich.blogspot.com.ar/2012/12/para-saludar-en-estas-fiestas-idea.html, pero ahora me angustia la idea de que seamos nosotros los que debemos tomar la decisión. Si Dios es considerado cabalmente omnipotente, no hay razón para que no pueda elegir preñar a una virgen, nacer en el mundo estando a la vez en el cielo en dos modalidades (Padre y Palomita Luminosa), sufrir y morir por los pecados de la humanidad (los pecados de hasta hace dos mil años, para los pecados acumulados desde entonces deberíamos crucificar a unos ochocientos setenta y siete mil catorce Jesuses), resucitar al tercer día y recomponer la unidad teológica básica. Tampoco hay razones para negar que Mahoma sea el sello de la profecía y el Corán la luz del mundo... pero tampoco se puede negar sin más a Ganesh, a Osiris, a Huitzilopochtli, a Agoyo, a Freya, a Astarté, a Marduk, a Venus, a Bauhaus y tantos otros: dios puede presentarse como le dé la divina gana.
Como ateo no debería importarme esta violentísima caída en el panteísmo (que de inmediato es un nihilismo hilarante), salvo que me oprime la intuición de que la imagen de la divinidad que tengamos socialmente es la expresión simbólica de lo que queremos ser en el mundo como comunidad: nuestros dioses deberían representar nuestras utopías socialmente conducidas por las ideologías emergentes o, dicho como refrán: “dime como crees que son tus dioses y te diré como crees ser”. En este sentido me preocupa tremenda-mente que no podamos definir a dios, porque eso implica que hemos perdido la batalla de la autodeterminación ideológica. Porque deberíamos al menos poder decir que dios no existe, pero que debería ser (preferiríamos que fuera) de tal o cual manera en caso de que llegara a existir. Como definían su mundo los viejos anarquistas: “Dios no existe y, si existe, es un cabronazo”.
En fin, levantamos un gato medio destruido de la calle y lo estamos cuidando para empezar el 2013, que les deseo a todos sea tan feliz como quieran y puedan sin molestar a los prójimos ni a las prójimas. No es casualidad que su nombre sea Bakunin.  

viernes, 30 de noviembre de 2012

Del Jeremías de Stefan Zweig al milenarismo judío contemporáneo: breve analogía y grave advertencia


1. Contexto
Aunque está escrita en un tono teatral, que sintoniza muy bien con el contenido dramático de la trama, Jeremías es una obra de Stefan Zweig que bien puede catalogarse como novela histórica. Aunque su fuente no ha sido sometida a crítica por parte del autor, el tono es claramente explicativo, didáctico... admonitorio. Zweig la escribió en el contexto de la primera guerra mundial, cuando le quedaban dos décadas antes de su suicidio en el exilio de Brasil. Como el espanto de la segunda guerra mundial no era todavía imaginable ni el nazismo era predecible, buena parte de su matiz apocalíptico y terminal es comprensible, aunque la historia se empecinara en empeorar muy pronto Verdún y el Somme con Stalingrado e Hiroshima.
Al mismo tiempo, las consecuencias de la guerra inter-imperialista no eran todavía previsibles. No podía anticiparse que la caída del imperio otomano y la ocupación británica de Palestina y la Trans-Jordania contribuirían notablemente al éxito del movimiento sionista: las colonias judías promovidas por Ahavat Zion y la acción diplomática de los líderes sionistas occidentales (junto con la debilidad de las primeras dos olas migratorias judías a Palestina) no auguraban todavía ningún éxito del nacionalismo judío en la región, a pesar del compromiso británico expresado en 1917 a través de la declaración Balfour, que el Libro Blanco de McDonald intentaría anular en 1939.
Jeremías es una novela metonímica, pero no es necesariamente alegórica. Somos nosotros los que podemos convertirla en una alegoría. En ella se narra el fin del mundo (y la increíble continuación de la existencia) a través de la caída de Jerusalén y la destrucción del templo por las tropas de Nabucodonosor II (a quien Zweig retrata de manera ambivalente como un agente del destino impuesto por Dios y como un actor propiamente político, en una oscilación que se entiende desde la perspectiva de la lucha política e ideológica interna entre los judíos de Jerusalén). De esta tensión política e ideológica es de lo que quiero tratar hoy, con la ayuda de este Jeremías tremendo y conmovedor. Quienes conocen ya no el libro de Zweig, sino la historia del profeta, ya pueden anticipar que no se tratará de un paralelismo feliz, ni mucho menos esperanzado.
2. “Eternamente dura Jerusalén”.
Los grandes profetas del exilio babilónico (Ezequiel y Daniel) constituyen elementos de transición hacia el nuevo judaísmo tutelado por la potencia persa y configurada por la política interior de los Aqueménidas durante los siglos sexto y quinto a.C.: son profetas con oscuras esperanzas de resurrección bajo el imperio definitivo del dios masculino único. Pero Zweig sabe bien lo que hace, y elige a Jeremías, el profeta de la destrucción y la muerte.
La tensión de la novela se centra en una dislocación psicológica tremenda. Jeremías es hijo de un sacerdote, su destino social es el sacerdocio hereditario, lo cual equivale a expresar que forma parte de los sectores dominantes (como lo era la familia del propio Zweig) aliados a la monarquía. En teoría, no hay nadie más alejado que él para seguir el camino del proyecto profético-apocalíptico encarnado originalmente por Elías en su contienda con el rey Ahab, en especial luego del episodio de la viña de Nabot (la pregunta: ¿Asesino y heredero? Continúa siendo central en material de moral geopolítica). Sin embargo, el sueño profético lo invade: mientras los sectores dominantes y el pueblo llano viven en la Jerusalén amenazada por la guerra, viven en la esperanza de una alianza con Egipto (esperanza bastante absurda, después de la batalla de Karkemish), en la esperanza de la intervención divina a su favor, Jeremías camina entre las ruinas del templo y los incontables cadáveres, Jeremías ve las llamas, huele el humo y la carne humana chamuscada, escucha los lamentos de agonía y el grito de los cuervos. Como Casandra de Troya, no puede contar la verdad y ser creído al mismo tiempo. Y no es creído porque su Dios ya ha decretado la caída de Jerusalén y el exilio, porque los sectores dominantes han sido infieles al pacto. El discurso de Jeremías se confunde: le habla al rey, a los sacerdotes, a los generales... a quienes son socialmente su clase... pero sólo el pueblo puede escucharlo, y es el pueblo de Jerusalén el que vive la tensión ideológica que cruza la historia del profeta.
Hay en la novela un mantra que se extiende desde el confundido rey Sedequías (cuyo nombre “Justicia Divina” es una burla macabra y una ironía trágica) hasta el último vigía de las murallas (los vigías que son la estirpe de siglos de vigías de David), una idea que se contagia irreflexivamente al pueblo: el destino de la conservación porque, dicen constantemente, “Eternamente dura Jerusalén”. Lo dicen en cada encuentro, ante cada decisión política, porque Dios no dejará caer su sede única, su santuario, su ciudad. Pero Jeremías camina en las calles ya condenadas y solo un escriba, ese pequeño Baruj destinado a narrar la historia y a intentar cambiarla, lo sigue en su peregrinación. Jeremías sabe lo que no quiere saber: que la ciudad está condenada y que él es el profeta maldito de la condenación, de tal modo que sus visiones son una carga insoportable, como el orgullo es la carga insoportable de los nobles de Israel, encarnada en la inflexibilidad del rey (que recuerda la inflexibilidad del Faraón ante Moisés y Aarón, forzada por la divina voluntad) y en la fanática voluntad guerrera de Abimelech ante las fuerzas superiores comandadas por Nabussaradán (Nabucodonosor el Arquitecto no se molestó en ir a esta campaña de “pacificación” de Siria y Judea, estaba ocupado en los siguientes treinta años de su reinado, embelleciendo Babilonia). Increíblemente, luego de la victoria caldea Jeremías se rinde a la majestad del execrado Sedequías, quizá porque la justicia divina se ha consumado o porque no es capaz de renunciar del todo a los privilegios de clase instituidos en la monarquía, un acto que me impide sentir una simpatía completa por Jeremías: “Sedequías, mi rey y señor, de pie permanecí frente a ti cuando tuyos eran la fuerza y el poder, pero ante el agobiado por Dios me inclino, el siervo más humilde de su dolor. El primero fuiste en beber la copa de nuestra amargura, el primero fuiste en padecer, ¡seas entonces el primero de nuestro pueblo en toda la eternidad, y comienzo de su salvación! ¡Oh, tú, rey de los pesares, ungido de la prueba, señor de Israel. Levanta tu frente para que nos ilumine, condúcenos, tú que ahora solo ves a Dios y ya no el mundo, condúcenos, conduce a tu pueblo!   
3. Am Israel Jai (Vive el pueblo de Israel)
Hoy en las murallas de Jerusalén estamos nuevamente; algunos dicen que retornamos del Gran Exilio, ya nada será como era, no nos amenaza nuestra celosa y terrible divinidad ancestral: ese dios que es un puño cósmico siempre dispuesto a caer sobre nuestras faltas. Tememos a nuestros enemigos aunque, como Sedequías, no estamos dispuestos a ceder ante ellos para conseguir la paz y confiamos en el fondo en nuestro destino porque, si sobrevivimos al genocidio nazi y a los pogromos, si levantamos frutos del desierto, si vencimos a fuerzas superiores coligadas para exterminarnos y cantamos que “Am Israel Jai”, es decir, que el pueblo de Israel vive (y vivirá), no hay realmente nada que temer, por grandes que parezcan los peligros. Hoy también la gran potencia es nuestra aliada, como lo era Egipto para Sedequías (aunque otro mar nos separa, Jeremías fue a morir a Egipto), ni los signos de su decadencia relativa nos asustan. Hoy también el moderno Abimelech confía en sus tropas y en sus armas ungidas de divinidad, y nunca se plantea cómo están siendo utilizadas, porque su causa es la de Israel y, en consecuencia, su causa es inherentemente justa y ajena a toda crítica. Claro, no todos somos modernos Sedequías o Abimelech, no todos hacemos certezas teológicas del cálculo político, del orgullo o la ira justiciera... pero tampoco somos Jeremías. Pero es notable que hay quienes sí lo hacen, y claman que el “pueblo de Israel vivirá”, como creían hace dos milenios y medio que eternamente duraría Jerusalén.
No he tenido sueños nocturnos ni camino entre los muertos que aun viven, mucho menos quiero verlos morir, ni siquiera para verlos encarnarse nuevamente, como vivió Ezequiel. No obstante, no estoy ciego como el rey. Si estamos aquí, incluso contra toda anticipación o esperanza de nuestros adversarios (en el fondo nos aman, porque somos su excusa, su quinta columna para sentirse justicieros), si realmente estamos aquí, como clamaba el viejo himno de los partisanos, es porque la historia cambia, porque no es fácil saber lo que trae con cada vuelta de página. Y esta es la advertencia: puede volver a cambiar en una dirección terrible, incluso definitiva. Sonreímos de manera milenaria y milenarista al recordar la caída del faraón, la de los jardines colgantes edificados por Nabucodonosor el Grande, sonreímos al verificar que los imperios persa y macedonio y romano son recuerdos en libros que cada vez son menos leídos, pero vive el pueblo de Israel; sonreímos incluso al ver que sobrevivimos a Nazis y Cosacos (aunque es mentira: ellos vencieron, como las, legiones de Adriano seis siglos después de Jeremías, ellos nos mataron y morimos, y solo sobrevivimos en la estadística y con un costo enorme, pérdidas irreparables de pueblo y cultura); sonreímos porque eternamente dura Jerusalén.
Pero estas expresiones de eternidad no están basadas en el conocimiento, ni siquiera en la lógica: son expresiones puramente ideológicas y, lo que es peor, ideográficas: construyen una apariencia de realidad que la disocian de toda demostración o prueba empírica. No importan cuanto crezcan los enemigos (especialmente esos enemigos interiores que todas las personas y los pueblos arrastramos con nosotros) nada importa porque lo que importa es, en la ideografía, eterno, indestructible, inmutable...
Stefan Zweig es un escritor universal, un judío que trató temas judíos con vocación universalista (y así se comprueba en la admiración que su prosa ha despertado en los observadores más variados) pero esto no es obstáculo para que los judíos escuchemos su clamor y su advertencia. El precio de las certezas ideológicas y las cegueras políticas ya se ha pagado en la historia judía, y no es cuestión de ceder ante el inevitable conflicto interno que aparece cuando las verdades absolutas son desafiadas por el buen sentido. Así como tenemos la tarea de defender las murallas de David de los enemigos externos, no queda más remedio que defendernos de los adversarios internos representados por el sinsentido y el milenarismo. En mi caso, el recuerdo de riquezas judías del pasado y de errores judíos de todos los tiempos es la herramienta mejor de que dispongo. ¿Por qué? Porque creer que eternamente dura Jerusalén y que por siempre vive Israel tal vez sea el camino más rápido para perdernos, porque es una creencia que no aprende de la experiencia y que no contiene la sapiencia de comprender que, pueblo afortunado, hemos sufrido mucho no por estar elegidos para el sufrimiento sino porque hemos existido más de treinta siglos. Si no actuamos con sabiduría, es más probable que la buena suerte se acabe.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Ay de Jerusalén: Manifiesto forzado sobre el estado actual y permanente del conflicto palestino-israelí



¡Qué difícil hacer algún comentario! Un analista no debe ser un cronista de guerra pero, al mismo tiempo, el silencio es, en sí mismo, un acto de complicidad. Gran problema, ni siquiera está claro de complicidad con quien. Si no se condena el modo y el trasfondo de esta operación “Pilar Defensivo” se es cómplice de un gobierno israelí que sistemáticamente viene desarrollando una política de desactivación de toda oportunidad de paz regional; a la vez, sí solo se condena esta operación particular olvidamos criticar una larga trayectoria de pésimas políticas por parte de sucesivos gobiernos israelíes. Por su parte, si no se hace foco en la imbecilidad política de Hamas, al hacer el juego al gobierno actual de  Israel con esos misiles que llueven sin concierto sobre el sur del país, al utilizar a la propia población civil como escudos humanos y al ejecutar sumariamente presuntos colaboracionistas, también seremos cómplices de dar desde la distancia falsas expectativas al pueblo palestino, es decir, en el caso de que nuestra opinión le importara algo.
No creo que, en estas condiciones, se pueda aportar nada nuevo, excepto abstenerse del silencio, excepto expresar con la mayor claridad posible una opinión consolidada que se sustente tanto en valores humanos como en conocimiento humanamente orientado. El problema es que la claridad es, en estas condiciones, materia de utopía.
He recibido un mensaje invitándome a participar de una marcha “a favor de la paz en Israel”. No sé muy bien qué hacer. El problema, otra vez, es que no queda claro qué es lo que se estaría reclamando: si el final de la política beligerante de Israel o el final de la política beligerante de Hamas, o ambas y, en ese caso, ¿qué sentido de continuidad? Después de la tregua Clinton, ¿seguimos  hacia donde? Incluso hecha esta aclaración, quedarían sin resolver aspectos relativos a sesenta años de enfrentamientos (más que suficientes para generar movimientos ideológicos dislocados y erráticos en ambas partes) y aspectos relativos a la gran asimetría que existe en las relaciones establecidas en este periodo en un contexto internacional determinante y volátil.
Desde hace ya muchos años soy partidario de la idea de que, dadas las condiciones de asimetría social, económica, política y militar que se desarrolló entre Israel y Palestina, no hay solución al conflicto que no suponga una mayor carga para Israel. No se trata de que Israel “deba” más. No propongo una tesis moral, sino una pragmática.
En este sentido, Israel, como potencia militar incontestable debería negociar con los palestinos incluso frente a las peores amenazas de exterminio por parte de estos. Pero Israel se niega a hablar mientras no se reconozca su derecho a existir, sus fronteras defendibles, su capital en Jerusalén y su derecho a conservar el estatuto de estado judío aun sin conceder la creación de un estado árabe palestino. Por su parte, los dirigentes palestinos han aniquilado su ventaja ética con su retórica y su insistencia en el martirio y el ataque en cada fase del conflicto, desactivando la presión internacional sobre Israel, sin contar con esas imágenes de presuntos traidores asesinados y arrastrados como reses muertas por las calles, publicadas incluso en medio tendenciosos en contra de Israel. Además, como potencia económica relativa, Israel debería asumir mayores costos, tanto en materia de inversión para la paz como en materia de desarrollo humano del pueblo palestino, que con frecuencia serían coincidentes. Este mecanismo no debería alterarse en la solución de dos estados o en la de dos comunidades separadas pero integradas en lo político y lo económico. Estoy hablando a futuro, pero eso no implica desconocer algunos indicios en el pasado de la posibilidad de establecer políticas de esta índole.
Pero el hecho es que hay demasiada gente poderosa beneficiándose de la persistencia del conflicto, demasiadas emociones a flor de piel y demasiados prejuicios incorporados al debate. Las acusaciones cruzadas son casi siempre maximalistas: Israel es el diablo o los palestinos lo son. Y en materia humana el maximalismo es casi siempre ridículo, y siempre peligroso.
No por primera vez, entonces, propongo re-articular los valores a defender (sin que esto implique poder ni querer imponer un determinado catálogo o una determinada jerarquía) e intentar comprender como se instalan en este conflicto, como se instalarían en políticas diferentes a las que se desarrollan ahora.
En primer lugar, tal vez me equivoque, la vida humana y la integridad física. Nadie va a acusarme de ser individualista pero, en este caso, tal vez puedan hacer una excepción: valoro positivamente que ninguna persona, en tanto individuo, sea asesinada o vea menoscabada su integridad física. En este sentido, en momentos puntuales del conflicto se han hecho esfuerzos por ambas partes, pero no se ha comprendido o no se ha querido comprender que el momento puntual es insuficiente si no se aprovechan las treguas para desactivar los conflictos, y eso, claramente, no se ha hecho. Israel ha ofrecido largos periodos de no intervención, pero no ha acompañado este movimiento con la desocupación del territorio palestino tanto en el plano militar de los destacamentos militares como en plano demográfico de los asentamientos. Israel supuso en los años ´90 que la paz entendida como no agresión era suficiente, especialmente si se desarrollaba la economía; la dirigencia palestina extremista aprovechó el descontento social para decir “vamos por más”, pero en un sentido beligerante y (cosa sorprendente para su capacidad militar muy inferior) prepotente. Porque esto debe decirse: el estado de Israel es prepotente, eso es obvio, pero lo es sobre la base práctica de su capacidad militar, mientras que la prepotencia de Hamas se sostiene solo en plano discursivo. Cuando Hamas dice que si Israel no hace tal cosa pagará las consecuencias, frecuentemente es mera retórica. Pero el caso contrario no se da: cuando las fuerzas armadas israelíes intervienen, cada operación se salda con muertos y generalmente, bastan uno o dos días para que se superen daños y víctimas en el lado palestino respecto de meses o años de ataques menores contra la población israelí.
Pero si Hamas es imbécil al fanfarronear, también es imbécil la exagerada respuesta israelí en términos de soluciones amplias y a largo plazo. En cada caso el gobierno israelí ha preferido sacrificar su posición internacional (sabiendo que cuenta, en general, con la complicidad de las potencias) para consolidar su posición interna, lo cual solo se explica por las posiciones ideológicas maximalistas que suelen predominar entre la población israelí.    
En segundo lugar, tenemos el problema de la igualdad vinculada  a la autodeterminación. Teóricamente, como aceptamos que todos los humanos nacemos iguales en razón y en derechos (yo opino más o menos eso: todos somos más o menos iguales en materia de estupidez e intereses mezquinos), de eso se deriva que los pueblos deberíamos ser capaces de elegir libremente nuestro destino. Es para llorar. Permítanme decirles: estas cosas no pasan. Israel mismo no existiría si las condiciones de expansión y retracción del imperialismo europeo no hubieran dejado su marca en medio oriente. El único “derecho” que los pueblos han ganado para auto-determinarse es, o bien la fuerza de las armas o bien la evaluación en términos costo-beneficio, es decir, si los poderes predominantes en estados que ostentaban cierta soberanía en una región consideraban excesivo el precio militar y económico de la ocupación (que es la razón, por ejemplo, por la cual Gran Bretaña abandonó la región a su suerte en 1948). Claro, la fuerza militar de las potencias amigas suelen ser suficientes para alterar las perspectivas. Por eso desde hace rato vengo diciendo que las potencias amigas le han hecho un flaco favor a Israel al no oponerse a sus políticas, pues han eternizado el conflicto con el pueblo palestino.
Y es que, insisto, sea como espacio de ubicación de armamento o como espacio de distracción geopolítica, se ha preferido no extinguir las razones de la guerra y nada se ha hecho realmente para desactivar el conflicto regional. Lo mismo ha ocurrido, claro está, a lo ancho de todo el planeta, pero el caso Israel-Palestina es paradigmático. Incluso los defensores a ultranza de la causa palestina en el resto del mundo deberían ser responsables de sus actos, pues cuando opinan sin cesar en contra de la política israelí con frecuencia reproducen una serie interminable de prejuicios anti-judíos que no hacen más que reforzar la conciencia ideológica de israelíes y judíos de que resistir en Israel es su única opción de supervivencia. “A fin de cuentas”, se dicen los defensores de la causa sionista, “hay mil doscientos millones de musulmanes en el mundo y hay más de una docena de países musulmanes (y muchos más con mayorías musulmanas), mientras que estados judíos hay uno solo, y muy pequeño; el anti-judaísmo es una larga tradición (claramente pre-israelí) y debemos defendernos”. Pero no, los “amigos” de palestina prefieren en muchos casos negar el genocidio nazi o justificarlo retrospectivamente con el presunto genocidio palestino (creo sinceramente que Israel no ha encarado una política realmente genocida en términos de masacres organizadas, aun en los peores momentos del conflicto, aunque soy más renuente a creer que no estableció políticas para el desplazamiento forzoso de la población árabe a lo largo de estos sesenta años, por esa razón destaco la presunción de otros sobre este hecho).
Claro, hay mucha gente que solo sale a reclamar que Israel detenga sus ataques. Si levantamos el dedo y decimos que lo hacen porque “son antisemitas” (expresión que en este contexto solo tiene sentido político) eso equivale a justificar toda operación israelí, incluso una como ésta, que le viene tan bien al gobierno de turno de cara a las próximas elecciones (previstas para el próximo enero) y que solo conseguirá extender a una nueva generación de palestinos el odio contra Israel.
He escuchado a muchos honestos sionistas sostener la tesis de que los palestinos, en el fondo, no quieren la paz, no quieren negociar; solo quieren esperar a que el peso de su crecimiento demográfico superior altere las condiciones políticas en la región. Creo que están profundamente equivocados. No niego que una fracción de la dirigencia política palestina oriente su estrategia en este sentido de largo plazo, pero es inconsistente con la mayor parte de las tácticas palestinas de lucha. Si la tesis fuera correcta, los palestinos deberían preferir una callada sumisión a las políticas segregacionistas israelíes, aguardando el momento de la victoria, cuando en la práctica se observa un arco de manifestaciones mucho más amplio y difuso. Creo que es está más cerca de la realidad decir que ambos bandos han perdido la capacidad de establecer estrategias claras, y eso es quizá el mayor obstáculo para la paz, pues todo lo que se haga estará mal para la parte opuesta y, más importante, para una amplia fracción de la propia. Todo, excepto la demagogia y el oportunismo: el misil, el “ataque quirúrgico”, el “pilar defensivo”. Estas cosas tendrán buena prensa en el bando propio. Mientras tanto, impera el embrutecimiento, el fanatismo, el pragmatismo abstracto (que es una forma actualizada de fanatismo) , el ciego amor por los “principios” que impide evitar la siguiente víctima.
Soy judío, pero la solución nacional de los problemas judíos, lo que se suele denominar sionismo (por favor, los que utilizan la palabra como insulto, sin saber a qué se refiere realmente, estudien un poquito; si aman la causa palestina, y no simplemente aman odiar a los judíos, estudien un poquito el tema), esta solución, decía, no es de mi preferencia. La considero legítima en su contexto, comprensible... pero creo que nunca fue la mejor idea. Ya lo he discutido en otra parte. No soy creyente y, por lo tanto, creo que la tierra de Israel, la propia Jerusalén... pueden amarse, pero no adorarse al punto de creer que valen más que la existencia propia de los seres humanos que componemos la judeidad ni la de nuestros vecinos en el planeta.
Soy judío, y estoy confundido ¿de qué me serviría mentir? Respecto de este conflicto perenne, estoy confundido. Culturalmente, no hay nada más cercano a la tradición judía que el Islam, ni hay nada más ajeno a nuestras luchas por sobrevivir durante los últimos quinientos años al menos que el conflicto con árabes y palestinos... y bastaron sesenta años para incrustar la historia judía en estos hechos, en estos debates, ¿cómo llegamos a esto, a justificar las muertes y la opresión de nuestros hermanos? ¿No es evidente la trágica ridiculez de todo este conflicto?
Y no hemos sopesado aquí el contexto: Siria, Egipto, Irán, Arabia Saudí, Turquía, en el contexto aun más amplio que es la reconfiguración de la economía mundial: EUA, la UE, China, Rusia, Japón, Latinoamérica, de la cual todos somos parte. Quienes ya me conocen la ven venir y dirán “No, no, no, no, otra vez va a empezar con la crítica del capitalismo... le va a echar la culpa al pobre capitalismo del conflicto palestino-israelí, nos va a importunar con su cháchara marxista para convencernos de que, como todos somos parte del capitalismo, todos somos parte del conflicto en medio oriente... ¡qué pesado!...” Pues sí, eso es exactamente lo que voy a hacer: porque creo que el sistema, al promover la compulsión a la ganancia, nutre el interés por la guerra y se nutre también de la guerra y la injusticia derivada de la guerra; porque creo que el sistema tiene mucho que ver con esta confusión ideológica y política que encierra a la gente (me incluyo en la categoría) en sus prejuicios y merma su libertad intelectual, y merma también su capacidad de ser agentes morales, ya que nos tiene ocupados en consumir y en ganar dinero para consumir.  
No estoy diciendo ninguna novedad, solo manifiesto una posición, una posición que se confiesa confundida en algunos aspectos... pero no en otros... no tolero los asesinatos, no admito la opresión, no consiento la desigualdad forzada ni el pragmatismo abstracto que anula los valores humanos. No me engaño, en este punto: estos valores son un invento, una creación ideológica, lo son. Pero son los valores que en su esperanza (la esperanza tal vez falaz que quedó en el fondo del ánfora de Pandora) me permiten sobrevivir a la vergüenza de pertenecer a este momento de la historia humana, en donde el interés ególatra y la estupidez parecen tener tantas cartas en la mano, dejándonos arena nada más entre los dedos.
Me despido con la transcripción de un mal poema que quiso expresar mi posición aquí; creo que al menos expresa mi confusión, mi desesperanza. No está escrito para la ocasión, es viejo, solo que ahora parece más oportuno.

Ay de Jerusalén

Eres la casa de piedra donde encuentro fundamento.
Eres mercado en los montes que trafican viejos sueños.
Eres ombligo del mundo. Una roca hay en tu centro.
Eres el puñal del padre que nunca cayó en mi pecho.

Eres muro soportado por los fantasmas de un templo.
Eres camino de cobre hacia las ruinas del reino.
Primogénita del alba. Bóveda de los recuerdos.
Puerta al campo de batalla. Cuervo que vuela sediento.

Olvidaría mi diestra para robar un silencio
A tu memoria cautiva de la guerra entre tus pueblos.
El genocidio pasado no se cierra en nuevos muertos
Ni justifica su mancha este amanecer sangriento.

Porque te quiero en justicia, sin justicia no te quiero.
Porque no quiero tu cielo si no está limpio tu suelo.
Porque tu historia no vale esos hijos del acero.
Porque en la paz entre iguales vive mi dios verdadero.

Puedo ser en tu muralla partisano o macabeo,
No soldado que nos haga asesinos y herederos.
Jerusalén madre y tiempo, imagen del universo.
Pero, aunque soy Israel, hijo de Eva soy primero.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

En estos “días terribles”...


Es asombroso, y debería ser motivo de una reflexión adecuada (más adecuada que ésta), con cuanta frecuencia olvidamos las lecciones que hemos aprendido y que con tanta frecuencia, también, pretendemos dar a otros. A la enorme cantidad de cosas que ignoramos o que conocemos defectuosamente debemos agregar entonces las cosas que, siendo útiles o no, correctas o incorrectas, terminamos por olvidar en el transcurso de la vida cotidiana.

Anticipo una conjetura, una mera reflexión para estas fechas. Las olvidamos porque el mundo no es el que era hasta hace algunos siglos: las generaciones ya no aprenden solo del pasado, aunque todavía dependen de él para pensarse a sí mismas, sino que deben aprender de su propio desarrollo, lo cual es necesariamente agotador y, más importante, es necesariamente frustrante. No solo las personas modernas vivimos estresadas, con una continua insatisfacción a pesar de los logros y los deseos satisfechos: también las culturas y las generaciones modernas viven sin poder reflexionar sobre sí mismas (pues ya han cambiado ellas o sus contextos –lo cual es lo mismo, en última instancia– mientras intentan pensarse). Así, se adaptan de mala manera a su propio tiempo, y sufren, consumen mercancías sin valor humano (antes se decía: sin valor espiritual) y se pierden.

La lección que yo había olvidado por completo es la siguiente: las culturas, como los seres vivos, deben luchar en su entorno para sobrevivir. No hay nada intrínseco en ellas, ningún destino predeterminado, que asegure su subsistencia. No debe esperarse que una cultura continúe viva si no pelea por sobrevivir. En nuestro caso, si no lucha contra las tendencias del sistema (si, el sistema capitalista) de convertir todo en mercancía, por un lado, y por convertir todos los bienes humanos, todos los frutos del trabajo humano, en cosas inmediatamente obsoletas, cosas que se perciben solo como cosas y cuyo valor desaparece incluso antes de su consumo efectivo, de tal forma que siempre estamos insatisfechos con nuestros bienes culturales: siempre nos saben a viejo, a rancio, a carcomido por otros aspectos de nuestro mundo acelerado y frenético. La opción opuesta, más “auténtica” pero igualmente falaz, es el conservadurismo carente de autocrítica, es el disfraz de lo viejo, la exaltación de lo diferente solo por su apariencia de diferencia.

Hasta hace algunos siglos, y dejando de lado por un  momento el recurrente alcance destructivo de la acción de otros agentes históricos, a las culturas les bastaba con cierta circularidad en sus elementos distintivos (calendarios, rituales, celebraciones, mitos, relatos, motivos estéticos y demás) para reproducirse en cada generación y preservarse. En la actualidad, esta repetición es insuficiente, por una parte, porque eso le facilita al sistema mercantil a convertir los elementos culturales en mercancías y, por otra, a presentarlos como cosas obsoletas que pueden (y deben) ser cambiadas por otras nuevas.

En lo que se refiere al judaísmo, me atrevo a decir que desde el comienzo de su derrotero histórico como cultura ha tenido como condición de existencia la interacción con otras culturas (lo cual es la norma y no la excepción, al menos para las culturas humanas a partir del periodo neolítico y para casi todas formaciones sociales complejas). La diferencia es que hoy debe luchar contra un entorno cultural nuevo, ya que es el primero en el cual la eliminación cultural no se produce por necesidades militares, políticas, económicas o religiosas de tipo coyuntural, sino que responden a la misma posibilidad de supervivencia del capitalismo como sistema de reproducción social. A largo plazo (lo cual, considerando el régimen de funcionamiento del sistema no es demasiado tiempo tampoco) ninguna cultura diferente a este caos constantemente renovado de mercantilismo y sobreconsumo podrá subsistir sin resistir a las bases económicas del sistema.

Cada pequeña renuncia a la cultura “comprada” en el mercado es una cucharada de tierra que cae a la sepultura de las culturas que han sobrevivido todavía. La mercancía y la obsolescencia que percibimos en nuestros bienes culturales deben combatirse pero, al mismo tiempo, no pueden combatirse sólo con un conservadurismo ciego.

El judaísmo necesita hoy nuevas estrategias de recuperación cultural, o debe resignarse a desaparecer en la marea de cambios del presente. Y cuando digo “el judaísmo” me refiero a las personas, a las familias y a las comunidades judías. Ya lo había dicho, pero lo había olvidado. Si el judaísmo se recupera como cultura, en este contexto, será no por su capacidad de resistir a asesinos culturales, a Hitler o a Nabucodonosor, sino por su capacidad de dar alegría y refugio a sus integrantes (ya he repetido suficientes veces lo poco que me importan las diferencias y los orígenes de cada creencia en la identidad judía, pues amo la variedad) de la neurosis del presente, del tedio y el agotamiento que produce el perseguir cada día nuevos consumos materiales o intangibles (pero igualmente poco significativos).

Tradicionalmente, el periodo de reflexión que sigue a la celebración del año nuevo y hasta el día del perdón se denomina “los días terribles”. Durante el último siglo y medio al menos, por otra parte, casi todos los días han sido, para el judaísmo, terribles. De esta idea se me ocurre continuar que una respuesta cultural posible es plantear la pregunta esencial de manera diferente. No debemos plantearnos ¿qué deben hacer los judíos para conservar el judaísmo? Sino preguntarnos: en el contexto presente ¿qué cultura debe ser el judaísmo que permita la felicidad de las personas? Y, a partir de allí, intentar encontrar en la rica tradición cultural judía (conformada por cientos de regalos de otras culturas, también) aquellas cosas que nos hagan felices y que nos permitan hacer felices a otros. Y no se puede ser feliz en un contexto sin justica personal y social, por cierto.

¡Oh, está bien! No le hagan caso a mi obsoleta prédica judeo-marxista, pero al menos tomen el hilo de esta reflexión: ¿qué debe tener y qué debemos hacer con nuestra cultura judía para que sea un espacio digno de ser vivido? Hay quienes creen que si la vida humana tiene algún sentido es porque el ser humano persigue la felicidad, hay quienes creen que lo que persigue es la justicia: digo que la cultura que sostenga a la persona, que se reproduzca en la familia y que perviva en la comunidad no puede abandonar la esperanza de ninguna de las dos.

Este es mi deseo entonces para todos ustedes, mis amigos, judíos o no, para este nuevo ciclo: ¡Felicidad con justicia! 

Y nos estamos viendo. 

sábado, 7 de abril de 2012

Pesadilla en la víspera de Pesaj


Me duele escribir estas líneas. Sin embargo, voy a escribirlas.
Creo que nunca me he sentido menos judío que en este Pesaj.
Es terrible para mí este sentimiento, esta ausencia de sentido. Porque sí es precisamente en Pesaj, sí es precisamente en esta celebración que hacen al origen y al ser de lo judío, sí tales cosas existen, que no me siento judío, ¿qué queda de mi ser judío sí hoy, precisamente hoy, no lo siento en mí?
Es quizá porque siento que el judaísmo que aprendí a amar se está extinguiendo, porque cae sobre él la última plaga y cada primogénito judío, aunque vive, vive con su judaísmo muerto.
Será tal vez porque la libertad que Pesaj celebra no parece ya valer nada, excepto para comprar objetos sin valor de una canasta sin fondo, que se ofrecen como frutos sin sabor, sin amor en el trabajo humano que los crea. Sí hoy la libertad no se comprende, no se piensa, no vale nada por lo cual luchar, ¿qué estamos celebrando realmente?
Es quizá por ambas cosas, porque este judaísmo que se extingue como una llama sin oxígeno ya no nos dice qué es ni dónde está nuestra libertad como judíos que viven en comunidad.
No está en una comunidad de gente preocupada por los buenos negocios y el buen dinero, obsesionada por pertenecer a una elite de estirpe moribunda; una comunidad empequeñecida como un viejo y mezquino señor feudal que languidece en una mansión ostentosa pero sin descendencia. No está en una comunidad que ha rechazado a sus pobres de materia y ha multiplicado a sus indigentes de espíritu judío.
Por primera vez comprendo y compadezco a aquellos humildes y míticos ignorantes que aún después de las plagas y de los portentos y del canto de Miriam junto al Mar de los Juncos alabando al señor victorioso de Israel increparon a Moshé, el gran profeta, y rogaron a Aarón, el gran Cohen.
Al profeta lo denigraron por haberlos quitado de Egipto sólo para llevarlos al desierto a morir. Y pidieron volver. Aquellos infelices entonces, como hoy nosotros, ya no comprendían la libertad, ni sabían qué hacer siendo libres. Imploraron al primer sacerdote por tener un diosecillo de arcilla y oro, y se arrojaron al polvo ante un monumento de materia incluso al pie del monte en dónde el dios sin rostro deseaba entregarles la Gran Ley.
Hoy siento injusta, cruel y con misericordia recuerdo la  matanza que hicieron los Levitas entre el pueblo que no tenía fe.
Como no siento a dios ni temo su existencia ni su ausencia, espero que mañana sea un verso o alguna melodía del viejo judaísmo lo que me despierte de esta pesadilla en la que no me siento lo que siempre fui. O tal vez en el brindis de la copa de Elías, o en el pan de la pobreza, o en las hierbas amargas, o en la dulce compañía de mis seres queridos me despierte para ver nuevamente la luz que se bendice al frente de la mesa del Seder.  

martes, 3 de enero de 2012

¡De licencia!

El Partisano (cultural) es humano y se toma una licencia por paternidad (igual no lo dejan escribir.... ni pensar.... ni dormir...) Nos vemos cuando terminen las vacaciones. de todas formas, les recuerdo que pueden acceder al sitio https://sites.google.com/site/elpartisanocultural/home y bajar el archivo con  la colección de artículos (en "Artículos", claro). Shalom y hasta pronto!!!