miércoles, 18 de febrero de 2009

Los problemas en problemas

En una reciente conversación salió a la luz un tema interesante vinculado con la práctica de la vida comunitaria. Sería inútil, sin embargo, extendernos en la descripción del tema en sí, porque lo que finalmente importa son las consecuencias. Para resumirlo de alguna manera, podríamos decir que actualmente la colectividad judía argentina (por lo menos) atraviesa una situación extremadamente riesgosa, y que no está relacionada con la clásica percepción del peligro externo. Este problema es, fundamentalmente, que los miembros activos de la comunidad no consiguen captar muchos de los problemas más importantes por los que atraviesa una minoría cultural en una sociedad como la nuestra. Un ejemplo orgánico sería decir que el cuerpo social no es capaz de reconocer qué males le están aquejando. Por otra parte, los síntomas y las consecuencias de estos males son completamente evidentes: existe la preocupación pero, al no existir un diagnóstico, no puede haber un tratamiento efectivo. Desde este espacio quisiéramos contribuir a la detección de estos problemas, que son de considerable envergadura y de difícil tratamiento (sí lo hay). Pero para desarrollar esta contribución debemos dejar de lado, por un momento, las cuestiones que son meramente sintomáticas: la apatía comunitaria, la debilidad de las instituciones, la fragilidad de los representantes políticos y la escasa repercusión que las reflexiones de los intelectuales calificados tienen en los espacios comunitarios. Vayamos a lo que realmente amenaza a la vida judía contemporánea, porque estos síntomas tienen raíces sociales muy profundas. Desde el final de la segunda guerra mundial dos hechos significativos han alterado la composición del judaísmo mundial. Uno es completamente evidente: la creación y desarrollo del estado de Israel. El otro no es tan conocido: la sostenida declinación de la población judía mundial. De nada sirve ser delicados al respecto. La cantidad total de judíos en el mundo no sólo no es superior a la que existía antes del genocidio nazi, probablemente sea igual o menor, mientras que la población mundial total prácticamente se ha triplicado desde el primer tercio del siglo XX. No se registra una natalidad menor en términos biológicos; no hay asesinatos masivos de judíos; la población judía mundial, dentro y fuera de Israel, disfruta en casi todas las latitudes de una importante libertad de culto, manifestación de ideas u opiniones, disfruta de los derechos humanos en cada país en una práctica igualdad de condiciones respecto de las tradiciones culturales mayoritarias. ¿Por qué, entonces, hay relativamente (y quizá absolutamente) menos judíos? Hay menos judíos porque muchas personas que provienen de familias judías han decidido o se han encontrado en la situación de dejar de considerarse judíos. Se agrega a esto que una gran proporción de aquellas personas que todavía se consideran a sí mismas judías no tiene ninguna inserción comunitaria. Esto aumenta notablemente el riesgo de que sus descendientes dejen de considerarse judíos, ya que la larga experiencia histórica de este pueblo muestra que la vida judía se ha hecho en comunidad, y que el aislamiento lo destruye. La relación que existe entre la cantidad absoluta de judíos y la tasa media de crecimiento poblacional indica que este abandono de la identidad judía alcanzaría nada menor que a dos tercios de la población nacida en familias identificadas como judías. Sí, tiemblen de miedo si el tema les preocupa: dos de cada tres hijos "nacidos judíos" en nuestro tiempo han muerto o morirán "no judíos" y sus hijos, en una enorme proporción, nunca serán judíos, ni les importará en lo más mínimo. No ponemos en tela de juicio el derecho individual de esta elección, de ninguna manera. El problema lo tenemos los judíos, nosotros. Porque no se trata simplemente de un problema de "elección personal", sino de condiciones sociales de existencia. La identidad es compleja: una parte puede elegirse, la mayoría es el resultado de un proceso social e inconsciente. Las personas que dejan de lado la vida y las instituciones judías en este proceso son, en su enorme mayoría, gente perfectamente decente que simplemente deja de sentirse identificada con una tradición o una historia particular. Este es un proceso normal: pocos judíos modernos se identifican con los lugares de origen de sus familias (supongamos unas cuatro o cinco generaciones atrás, cuando casi ninguna familia judía estaba en donde está ahora), ni menos aún con su "tribu original" (suponiendo que uno no sea resultado de una conversión ya olvidada a la fe judía). ¿Quién recuerda que los descendientes de David tienen "sangre de Moab" en las venas? Usted, que lee estas líneas ¿A qué tribu de Israel "pertenece"? El vitreaux de Chagall que más le guste es quizá la única referencia que pueda tener al respecto. La identidad judía no es genética ni racial, es cultural y, por lo tanto, histórica y sujeta a la contingencia. Si usted se considera judío, ninguna importancia tiene, en realidad, el tipo de sangre que corra por sus venas: es roja como la de todo el mundo y quizá tenga demasiado colesterol "del malo", como la de medio mundo (al otro medio mundo no le importa, porque tiene demasiado hambre o miedo de otra gente como para preocuparse). Si usted se considera no judío, ninguna otra cosa importará, aunque le corra por la carótida la sangre del hijo de Moisés (cuya esposa, por otra parte, no era judía, sino madianita). En este último caso, usted tiene suerte con lo del colesterol: Moisés vivió 120 años y "no se había mustiado su vigor". No escondamos la cabeza: el problema existe e impacta en todos los niveles comunitarios: hay menos niños en las instituciones judías, hay menos judíos interesados en las instituciones judías, hay menos interés de los judíos por su propio judaísmo. Por supuesto, existe una solución fácil y dramáticamente extendida: el fanatismo elitista. Pueden algunos decir, vanamente, que sólo es judío quien "realmente lo merece"; pueden decir que quien deja de pensarse como judío no importa, no es parte de esta "aristocracia" y, si quedamos pocos, es porque somos "selectos". Esta perspectiva conduce a un comportamiento paradójico y negacionista: "Tenemos un cáncer del tamaño de una pelota de Basketball, sí, pero ¡Qué bien nos queda!". Por supuesto, alguien podría decir (con nosotros) que si esta es la única opción, un elitismo borracho de auto justificaciones de mediocre racionalidad, entonces nosotros tampoco querríamos ser parte de la fiesta. Y aquí está uno de esos problemas que no se veían antes, uno de nuestros problemas en problemas. El "pensamiento único", la "única vía", no es sólo un discurso político o económico, es también, y diríamos casi principalmente, un discurso cultural: "eres lo que sientes que eres, y no puedes sentir de otra manera, ni cambiar tu ser". Pero el proceso de debilitamiento cultural y social continúa, de modo que la vía única se deteriora. ¿Qué hacer? Es difícil decirlo, pero algo sabemos. Toda solución que encare el problema seriamente debe tener algunas características. En primer lugar, no debemos esperar reconvertir a los judíos "originales" con soluciones fáciles y promesas baratas, porque se trata de un resultado complejo de un proceso profundo. En segundo lugar, las estrategias para alcanzar esa solución tienen que ser generales, integrales. Esto no quiere decir que deba existir una dirigencia judía mundial esclarecida y hegemónica, sino que las instituciones deben reconsiderar de manera integral el tratamiento que hacen de la condición judía de sus miembros: hay que dejar de considerar a la condición judía como un presupuesto, porque actualmente es un objetivo y un proceso de aprendizaje y el resultado de una experiencia. No se trata sólo de la educación de los niños, debemos encarar una reeducación de todas nuestras fuerzas vivas. En otras palabras, lo judío debe ser un problema presente para cada uno de nosotros. No es cuestión de perder la vida en debates ideológicos del tipo "laico o religioso", "sionista o internacionalista", "Kibe o varenike". No hay una sola expresión de vida judía, semi judía o con un cuarto de algo parecido a vida judía que podamos darnos el lujo el desestimar. En este tono, el debate integral no debe tratar sobre cuestiones tales como decidir cuál es el judaísmo mejor, más conveniente, más correcto, ni siquiera el más viable. Queremos una cultura viva, que haga que la vida humana merezca ser vivida, no una cultura que sea viable. El debate debe tratar de cómo promover la vida judía en TODAS sus formas existentes y por existir. Los debates deben ser concretos, basados en las condiciones reales y no en ideales abstractos que derivan en posiciones maximalistas pero poco realizadoras. Pioneros en nuestra propia tierra debemos ser, buscadores de soluciones inteligentes pero audaces, realistas pero no ajenas a la utopía. Y el primer paso es, quizás, reestablecer la comunicación dentro de cada institución y cada fracción de cada comunidad sobre esta pregunta: "Soy judío pero ¿Qué significa eso para mí?" O, quizá: "¿Que me da y que le doy a mi comunidad? ¿Cómo hago para dar y recibir lo que mi identidad requiere?". Cada familia, cada casa judía, cada grupo de amigos es nuestra trinchera en esta lucha contra nuestras propias debilidades. Esto es sólo un blog, compañeros partisanos y queridos adversarios de turno, no es un lugar para buscar respuestas. Nos leemos la próxima y, si te interesa, no dejes de distribuir este mensaje.

viernes, 6 de febrero de 2009

Unas palabras Sobre la Conflictividad en Oriente Medio

El Partisano Cultural no escribió nada hasta el momento sobre los últimos sucesos en oriente medio, pero llegó la hora de decir algo al fin. Había que pensar bien lo que se iba a expresar sobre este tema. La reciente campaña militar israelí en la Franja de Gaza, por supuesto, merece un comentario en este blog. Pero resulta difícil a estas alturas decir algo que sirva, porque la información oscila y tirita, se calienta y se enfría en el transcurso de lo cotidiano. La mayor parte de las cosas que pueden decirse ya se han dicho, y es imposible ser objetivo, porque incluso una descripción objetiva de los hechos, suponiendo que fuera posible, se cargaría de emociones encontradas en la primera lectura. Siempre será uno parcial, aunque no lo quiera. Si esboza una defensa de la actitud israelí, será uno un criminal que clama contra los derechos legítimos del pueblo palestino. Si se intenta explicar la actitud de palestinos, será uno un terrorista... Dejemos a otros, entonces, el recuento periodístico de muertos y misiles, la descripción militar de avances y retrocesos, de enfrentamientos, ataques y bombardeos. Dejemos a otros, también, la cuestión acerca de qué pueblos y qué personas tienen cuáles derechos. Dejemos a otros, además, el debate histórico: qué tierras eran de quien, cuál es la soberanía de qué estado sobre qué lugares. Dejemos a otros, finalmente, el análisis de las conferencias de paz, las hojas de ruta, los encuentros diplomáticos, las astucias políticas, las alianzas secretas y los abrazos huecos. Dejamos a otros todo esto. No porque sean cuestiones sin importancia. Son muy importantes, por supuesto, pero nada se resolverá detallándolas nuevamente. Tratemos, en primer lugar, de comprender un poco mejor este presente, sin el pasado de guerras, luchas, revanchas y reivindicaciones; sin el futuro turbio y posiblemente sangriento también. Miremos el presente y preguntémonos: ¿Qué pasa? Ocurre que en esta guerra (como es usual) no hay sólo dos bandos. En cada parte hay conflictos y luchas internas que determinan el recorrido histórico de la violencia. En el lado palestino la fragmentación alcanzó el estado de conflicto armado interno, cuyo resultado fue una separación política entre la Cisjordania domesticada y la Franja de Gaza salvaje. Este último conflicto con Israel llevó la fractura a una transparente nitidez: las bombas y los tanques marcharon hacia la Franja. En el lado israelí la división no llega a la guerra civil armada, pero esta paz aparente encubre la lucha interna que es permanente: la tensión entre el deseo de estabilidad interna y la afición por las soluciones violentas que caracterizan a este estado fuertemente militarizado en lo político, lo social, lo ideológico y lo económico. Sin embargo, a todos los efectos prácticos estas consideraciones valen sólo para profundizar en las condiciones de la crisis actual, pero no la explica. Algunos dirán que a estas alturas la guerra no tiene explicación. Aquí intentaremos una. La sociología nos dice que en determinadas circunstancias las condiciones de existencia de una población determinada conducen a la instalación de unas determinadas respuestas ante las situaciones conflictivas de la vida. Como resultado de la costumbre y la ideología, estas poblaciones (según la respuesta mental y práctica de una pare considerable de sus integrantes) responden ante cada situación de la manera más directa posible siguiendo esas respuestas habituales. Si una población está acostumbrada a esconderse ante un peligro, la mera amenaza de un peligro hará que todos corran a esconderse cada vez más rápidamente. Si la población está acostumbrada a la suba permanente de los precios, ante la menor señal de inestabilidad económica responderá subiendo los precios, o exigiendo mejores salarios. Si está acostumbrada a la debilidad de la moneda local, si el gobierno estornuda habrá una corrida hacia una moneda más fuerte. Entre israelíes y palestinos la costumbre es la violencia. A esta situación se la puede denominar "régimen de alta conflictividad" y puede definirse como la predisposición a actuar con violencia extrema para resolver las diferencias. Tan profundamente puede instalarse este régimen que los periodos de paz son vividos como excepciones tan sorprendentes que llegan a resultar alarmantes: "Tanto tiempo sin guerra, ¿no es que se estará preparando el enemigo para una guerra mayor?". En ciertas circunstancias, esto puede ser perfectamente cierto. Por otra parte, en un auténtico régimen de alta conflictividad la violencia nunca se detiene completamente. Si no es violencia material, será violencia simbólica, pero estará siempre presente. ¿Qué otra cosa son los gritos que claman por la destrucción de "los terroristas" o del "malvado estado sionista"?. Ninguna de las dos posiciones pretende realmente tener éxito, sólo es una expresión simbólica de la predisposición a destruir al rival (o al presunto rival). Lo terrible de un régimen de alta conflictividad es que afecta a todas las predisposiciones. Incluso los pacifistas y pacificadores desconfían de la paz, convirtiéndose antes que nada en anti-belicistas, lo cual no es lo mismo. La razón de esto es que no pueden pensar en construir un estado de paz cuando todos sus discursos y acciones deben orientarse a contener una mayor violencia. Cuando todas las actitudes y acciones se predisponen a la violencia, lo normal es tener instrucción militar, tener armas en la casa, aprender a armar y desarmar explosivos. La estrategia cotidiana y la táctica de guerrillas son el pan de cada día. Cada niño, desde que aprender a ver lo que mira, se acostumbra a creer que algún día le tocará librar una batalla total, una guerra por la supervivencia de su familia y de su pueblo. Dijimos que no hablaremos ahora de las hojas de ruta hacia la paz, pero es necesario plantear la pregunta: ¿Cómo se desactiva un régimen de alta conflictividad? Lamentablemente, la respuesta es atroz: cuando una serie de actitudes constituyen un régimen de funcionamiento, estas actitudes persisten hasta que se agota el material que las alimenta, porque es muy difícil alterar los mecanismos ideológicos que sostienen el régimen: simplemente, el mundo es como es, tiene una naturaleza inalterable y, en el caso de este régimen, la naturaleza de las cosas parece ser la violencia. En esta situación, los ataques suicidas y los bombardeos a centros de culto, escuelas u hospitales no son demenciales, son "pragmatismo político". En este caso, el régimen no se agotará hasta que no consuma todo lo que puede consumir, es decir, el conflicto mismo. Cuando el conflicto desaparece, el régimen de alta conflictividad va disminuyendo lentamente de intensidad hasta que se diluye en la historia. La respuesta política a este problema sería entonces detener el conflicto en seco pero, ¿cómo hacerlo si las partes quieren seguir luchando hasta el fin, porque esa es su concepción total del mundo? "Ellos quieren nuestra destrucción. Nosotros queremos la de ellos" es el discurso que yace debajo del procedimiento ideológico, aunque no siempre sea confesado. No hay lugar para razonar sobre la historia, porque la historia se escribe para justificar la posición de cada bando, y lo que los otros tienen por "historia" es sólo mito, mentira e interés. La información propia es la verdad, la del otro es desinformación y propaganda. La voz de los líderes propios es la razón, la de los líderes rivales la maldad. En este régimen, el fanatismo no es una excepción a la naturaleza humana, es una forma de vida que satisface los deseos personales, ya que estos deseos también están condicionados y orientados a la violencia. No seamos, entonces, optimistas. Acercar a las partes a un punto medio de acuerdo es imposible, porque las posiciones se anulan mutuamente: "Ustedes desaparezcan... entonces los dejaremos tranquilos". Hay esperanza, sin embargo. No es la esperanza en la razón: puede ocurrir que la violencia se transforme en un mal negocio para los políticos y militares israelíes y también para los líderes palestinos. ¡OH, sí! Debe haber intereses económicos para detener la violencia. Es difícil: la guerra engendra riquezas enormes para algunos. Con todo, podríamos hacer un poco de ciencia-ficción y preguntarnos: Sí el régimen de alta conflictividad pudiera detenerse, ¿quién debería empezar? Sobre esta cuestión sentaremos aquí posición. Si el caso pudiera darse (ojalá así sea) los israelíes deberían comenzar. Porque su población está en mejor situación económica y su estructura productiva es más dinámica, lo cual le permite sobrellevar mejor las consecuencias de esta decisión. El régimen de alta conflictividad empeora con la miseria, y con ella ya cargan los palestinos. Porque su estructura política está más consolidada, y es más probable una acuerdo entre partes en esta situación (aunque no es muy probable). Porque es claramente la población menos damnificada en las últimas décadas por la guerra y el impacto psicológico de soportar sin responder es menor. No son muchas razones, pero son más que suficientes, considerando la situación del pueblo palestino. Ahora bien, ¿por qué deberían los israelíes aceptar esta posibilidad? El apoyo real a la causa palestina es escaso, incluso entre los países árabes; el poder militar israelí no parece amenazado por la capacidad guerrillera de los palestinos; los líderes palestinos más radicales no muestran ninguna tendencia a la moderación. No obstante, hay razones para que este deber exista. Hay razones morales... no nos interesan ahora. Nos interesan las razones sociales pragmáticas. En primer lugar, actualmente Israel es todavía un estado fuerte, pero muy rápidamente podría dejar de serlo: una crisis económica global, sumada a un gobierno estadounidense menos dispuesto a aceptar la política exterior israelí pudieran alcanzar para debilitar al estado de Israel lo suficiente como para que el conflicto comenzara a resultarle demasiado costoso. La historia de los últimos dos siglos nos muestran cuán rápidamente los imperios se levantan... y cuán rápidamente, cuán estrepitosamente se desploman. Israel es fuerte pero no es precisamente un imperio. En segundo lugar, la demografía israelí está cambiando muy rápidamente, su identidad original, la del sionismo pionero, está casi totalmente disuelta: en una década más no quedarán líderes de al etapa fundacional y los dirigentes políticos tendrán como referencia una población heterogénea en lo cultural, pero homogénea en los intereses de estabilidad y bienestar. La tasa de natalidad promedio es un pésimo dato para la evolución de este proceso, y la propia identidad judía del estado estará en entredicho. En otra ocasión profundizaremos en este tema. Por último, pero no menos importante, tarde o temprano una integración económica regional será para Israel una necesidad, y está integración se verá muy dificultada con la persistencia del conflicto. Esto no señala, por otra parte, ningún programa de acción, pues la realidad se orienta en otra dirección. Ya nos extendimos demasiado para pensar en las posibles consecuencias. Ya lo haremos, pero seguramente no nos gustarán los resultados. A. Soltonovich