lunes, 18 de mayo de 2009

Asimilación: algunas ideas fundamentales

Dentro de un par de semanas (si todo va bien) tengo que hablar de este tema en público. Para aclarar algunas ideas, es mejor empezar por el principio: ¿de qué hablamos cuando hablamos de “asimilación”?

Hay varios enfoques posibles para encarar la respuesta, pero en cualquier caso podemos aproximar algunas definiciones sustantivas.

Podemos describir a la asimilación como un proceso gradual y sostenido de aculturación (perdida de cultura) que se registra en una población determinada, asumiendo que esa población se caracterizó por la existencia de ciertos rasgos culturales variables pero reconocibles. No se trata de un proceso que ocurra exclusivamente en los individuos que forman parte de esa población, sino de un proceso que le ocurre a toda una población, cuyos efectos son la ausencia en una fracción más o menos importante de sus integrantes de ciertas características que los identifican como miembros del grupo. De esta manera, aunque es evidente que la asimilación tiene consecuencias psicológicas, es principalmente un fenómeno social, y sus causas deben buscarse entonces en el desarrollo de la vida social de una población culturalmente identificada.

Lógicamente, las personas que son parte de esta población y que registran el fenómeno lo entienden como conductas y prácticas de personas e instituciones, es decir, lo ven en su “mundo cotidiano” y en su universo más próximo, y esto lleva a veces a confundir con circunstancias personales o políticas lo que es en realidad un proceso social. Esta observación de las circunstancias personales, que pueden reflejarse en el abandono u olvido de ciertas costumbres o usos, en la falta de interés por participar en la vida comunitaria, en la formación de familias diferentes a las tradicionales, en el olvido de conocimientos propios de esta cultura particular, es en realidad el síntoma del proceso de aculturación, siendo su expresión más visible e inmediata.

Sin embargo, la observación en los cambios en las prácticas y conductas de los demás a menudo ocultan que el proceso de asimilación está asociado a procesos de cambio y adaptación cultural y social que afectan a todas las personas. Y es que las culturas cambian de manera continua e inevitable, a veces muy lentamente (en las sociedades “tradicionales”) o muy rápidamente (como en nuestras sociedades contemporáneas). La pregunta sobre el quehacer acerca de la asimilación es también la pregunta acerca del quehacer con el proceso de adaptación cultural que se nos impone.

Ahora, ¿por qué decir que se impone el proceso de adaptación? Sencillamente, porque una minoría cultural en las sociedades modernas (y aquí podemos incluir al Estado de Israel como minoría en el contexto de los estados nacionales modernos) debe compartir buena parte de sus contenidos y actividades con los contenidos y actividades propios de la sociedad (nacional o internacional) en los que se encuentra.

Estos contenidos y actividades son principales y necesarios, porque no hablamos sólo de tradiciones y costumbres más o menos simpáticas. No. Principalmente, hablamos de la producción y consumo de alimentos, del uso de indumentaria, de disfrute del tiempo de ocio, de expresiones tecnológicas de la cultura. Cualquier minoría cultural debe hacer frente a la satisfacción de estas necesidades, adaptando su contenido al entorno y, algunas veces, luchando contra las condiciones impuestas por el entorno.

Paradójicamente, una sociedad abierta y tolerante con las prácticas culturales diversas es más peligrosa para las minorías culturales, en términos de asimilación, que una sociedad cerrada. La razón de esta paradoja es que la sociedad cerrada encierra a su vez a la cultura minoritaria, impidiéndole una plena integración. De esta forma, cuando valoramos positivamente la tolerancia cultural o religiosa, debemos comprender que los beneficios personales de esta tolerancia (a los cuales nadie quiere renunciar) conllevan el riesgo de la asimilación, sin que necesariamente exista detrás de la tolerancia una intención maligna de ninguna especie. De hecho, quizá lo más terrible de la asimilación sea que es un acontecimiento que se verifica incluso en circunstancias favorables y no sólo como resultado de invasiones, exilios, matanzas o esclavitudes de cualquier tipo.

Es por esta causa que recalcamos que no se trata de un problema político (aunque sí serían “políticos” los medios para combatirlo) sino de un problema social. En consecuencia, no hay nadie a quien responsabilizar por el proceso de aculturación, sino que se trata de una circunstancia histórica que debemos gestionar. En este sentido, cuanto más profundo sea nuestro conocimiento de la cuestión, más adecuadas serán las respuestas que podamos dar al fenómeno.

 

Lo dicho hasta aquí vale para cualquier minoría cultural en una sociedad de masas avanzada (también llamadas sociedades del capitalismo tardío), como es la argentina contemporánea. Prestemos más atención ahora a lo que ocurre en particular con el judaísmo y con las comunidades judías como minorías específicas, especialmente en el caso de la Comunidad Judía Argentina.

El primer gran síntoma de que se está produciendo un amplio proceso de asimilación es, para el judaísmo, la evolución demográfica. Los datos son extraordinariamente malos, en este sentido. La población judía no sólo no aumenta al mismo ritmo que la población mundial (lo cual se entendería analizando el contexto de cada comunidad) sino que no aumenta en relación con el contexto de cada comunidad. Por el contrario, en términos relativos, la población judía se ha reducido considerablemente.

Dado que desde el final de la segunda guerra mundial no se han producido genocidios sistemáticos de judíos, no hay campañas religiosas masivas destinadas a la conversión de los judíos, ni existen enfermedades reproductivas que afecten a los judíos en particular, debemos deducir que en cada comunidad, sin excluir a Israel, los judíos tienen hijos al mismo ritmo que las poblaciones en las que están integrados, salvo que una fracción importante de estos hijos dejan de considerarse judíos, que lógicamente es la expresión más importante (y terminal) del proceso de aculturación o, lo que viene a ser lo mismo, se consideran judíos, pero sin conservar más que vestigios de las características culturales judías.

Estas personas se han adaptado a la vida contemporánea sin experimentar la necesidad (ni mucho menos la obligación) de continuar las tradiciones judías o participar de las instituciones con contenido judío de alguna clase. Como paralelamente se produce el ya mencionado proceso de adaptación (que sería el gemelo bueno del proceso de asimilación), incluso las personas firmemente integradas en instituciones judías, e incluso sus activistas más destacados, contribuyen para que muchas instituciones se modernicen, reforzando la imagen de proceso natural y general.

No obstante, adaptación y asimilación no son lo mismo. Para no asimilarse no es necesario “inadaptarse” a la sociedad, ni tampoco es necesario recurrir al conservadurismo religioso, cultural o racial extremo, apartándose de la sociedad.  De hecho, estas actitudes, a largo plazo (es decir: andando las generaciones), suelen ser contraproducentes y sólo dan resultado positivo para poblaciones muy reducidas.

Estas estrategias no son buenas en la actualidad (no está claro que lo fueran alguna vez) debido al carácter culturalmente invasor de las sociedades avanzadas. Ya volveremos sobre esta importante cuestión.

Por el momento, debemos registrar que, para satisfacer las necesidades materiales, afectivas y simbólicas más elementales, las personas necesitan cada vez menos de su condición judía o, visto desde el otro lado, la condición judía aporta cada vez menos a la satisfacción de esas necesidades. Incluso cuando la “sensación” de que algo judío es necesario, si al final predominan otros valores el proceso de asimilación termina por hacerse presente. Llegados a este punto, debemos decir que, desde el punto de vista subjetivo, la asimilación en sí misma no es buena ni mala, debido a que las necesidades que dejan de satisfacerse de una manera o en un contexto judaico siguen siendo satisfechas, pero en otros contextos y de otras formas.

Si la gente valora la educación de sus hijos y prefiere una escuela donde se enseñe mucho inglés a una donde se enseñe mucha historia judía, eso se debe no a que no valoren lo judío, sino a que valoran más determinadas condiciones que consideran importantes para el futuro de sus hijos. De la misma manera, la persona que para formar pareja prefiere una persona que pueda amar a una que comparta sus mismas afinidades culturales esta valorando un modo de felicidad por sobre otro, pero tanto el proceso como el resultado son “admisibles”, es decir, que suelen presentarse como un conflicto que puede resolverse.

¿Por qué decimos que las sociedades avanzadas son culturalmente invasoras? No es fácil intentar una respuesta rápida a esta cuestión. Pero al menos debemos intentarla, porque es quizá el aspecto más importante a la hora de pensar en políticas comunitarias que permitan combatir el fenómeno de la asimilación.

 

Cualquier sociedad necesita satisfacer las necesidades básicas de los individuos que la componen. Sin importar si las relaciones que se establecen para satisfacer esas necesidades son equitativas o no, lo cierto es que las necesidades y las respuestas sociales a esas necesidades existen en cualquier sociedad posible. El esclavismo, por ejemplo, es un tipo de sociedad que satisface las necesidades mínimas de amos y esclavos, pero nadie actualmente creerá que se trata de una sociedad equitativa. En el contexto del esclavismo, la gente no sólo no será considerada igual una que otra, sino que se necesitará, por cualquier medio, crear razones para explicar por qué ocupan posiciones y roles sociales tan extremadamente diferentes.

En las sociedades avanzadas, por el contrario, se busca que la gente sea formalmente igual, porque las diferencias son establecidas por el mercado de bienes y empleos. Es decir, la gente obtiene su posición en la sociedad de acuerdo al empleo que puede obtener y de lo que pueda consumir en el mercado. Según en que posición social produzca bienes y servicios y según qué mercancías pueda consumir, esta posición variará considerablemente (pues nadie cree tampoco que exista equivalencia o tan siquiera equidad en esta distribución).

En definitiva, la gente satisface sus necesidades según la relación que tenga con el mercado, y este mercado funciona con casi total indiferencia de las características culturales de la población: sólo interesa que circulen el trabajo y los bienes y servicios producidos por él. Ahora bien, siendo este sistema el principal mecanismo de integración, y no habiendo otro espacio social ni remotamente tan importante (ni siquiera el estado con todas sus instituciones educativas, legales, productivas o políticas), la igualdad formal de consumir para satisfacer las necesidades tiene para cualquier persona la misma expresión: la posesión o no de dinero. Al mismo tiempo, desde la perspectiva de quien ofrece bienes, servicios o trabajo, todas las operaciones que se ocurren en el mercado tienen por objeto acceder al dinero de las demás personas, de tal manera que se produce una fuerte competencia por lograr que la gente gaste su dinero en lo que cada uno ofrece en el mercado. ¿El resultado? Que se trata de un mecanismo en donde el mercado trata de integrar todo lo que la gente pueda llegar a necesitar, es decir, que todo, potencialmente, se convierte en una mercancía.

¿Cuál es la relación con nuestro problema? Que los bienes y valores culturales también tienden a ser tratados como mercancías. Con crisis o sin crisis, la cultura se vuelve algo material, en el sentido de intercambiarse en el mercado por dinero. Esto no sólo genera la existencia de un acceso a la cultura diferente para pudientes o no pudientes, sino un cambio fundamental en los elementos de la cultura, en tanto son tratados como mercancías antes que como integradores de nuestra vida.

Las maneras de actuar, sentir y pensar pasan de vincularse a lo que se “debe vivir” a conectarse con lo que se “puede consumir”.  Ahora bien, para consumir lo que necesitamos (o creemos necesitar, que para eso se inventaron las marcas, la mercadotecnia y la publicidad) no importa la forma que tenga, mientras podamos pagarlo. ¿Para qué, entonces, preocuparse si una necesidad se satisface judaicamente o no? El proceso es tan gradual y silencioso que actúa tan sigilosamente como otras vías de asimilación. Sólo que es inconteniblemente más veloz. En el mundo moderno (y esto más allá del universo judío), cinco o seis generaciones en el imperio del mercado han arrasado con más características culturales que todos los conquistadores e imperios del pasado.

La expresión en la asimilación es que la gente va dejando de necesitar actuar, sentir y pensar como judía, porque da igual. Por supuesto, no da igual, al menos no para las comunidades judías, porque este tipo de integración se paga con el precio de la identidad.

¿Qué es lo que debemos hacer? En primer lugar, verificar en nosotros mismos hasta donde este proceso ha llegado y, sobre todo, comprender que el judaísmo no es un objeto que pueda distribuirse en cientos o miles de bienes y servicios administrados por el mercado. Porque, aunque el mercado diferencie los productos (ofreciéndonos formas judías de otras mercancías o mercantilizando lo judío en aspectos nuevos), al tratarnos a todos como productores o consumidores y a largo plazo (aunque siempre muy rápido, en términos históricos) siempre terminará por asimilarnos.

Sin una comprensión de este aspecto del proceso ninguna política comunitaria contra la asimilación será efectiva. Además, aunque son muchas las cosas que pueden hacer las personas y las familias, una respuesta efectiva deberá ser siempre comunitaria.

Otra clave para comprender el mecanismo de defensa de la mercantilización es la simplicidad: no se trata de salvar de una vez y para siempre la gran riqueza cultural judía, poniendo toda la experiencia y la sabiduría en una caja cerrada. Se trata más bien de vivir las necesidades simples de la existencia de una manera judaica, y ello significa darle un sabor y una memoria judías. Las tradiciones y costumbres, antes o después, terminarán por cambiar, pero pueden cambiar sin perder su contenido específico.

Por ejemplo, es difícil que queramos renunciar a ciertos cambios positivos en nuestra comunidad y nuestro entorno, y es probable que queramos introducir otros cambios, que nos permitan hacer una comunidad más amplia, diversa, entretenida, más digna de ser vivida y disfrutada. Hay derechos y formas de pensar de la modernidad a los que no querremos renunciar en nombre de la lucha contra la asimilación.

En definitiva, no se trata de combatir los cambios para evitar la asimilación, sino de gestionar nosotros mismos esos cambios (dejando afuera al mercado de muchas cosas importantes, por ejemplo), de hacernos dueños de nuestra herencia y nuestro presente cultural.

No hay que engañarse, no es fácil. No es simplemente una cuestión de voluntad. Se trata de una cuestión de trabajo y de conciencia colectiva, y esta es una conciencia que no se construye sin diferencias y sin disputas internas. En fin, el judaísmo no es una cultura que esté en su infancia, y ya sabemos que ser adultos no es fácil, tampoco.