jueves, 9 de diciembre de 2010

Juego del rol: Sholem Asch y la literatura del cataclismo judío

“Pienso que su memoria era como los demás recuerdos de los muertos que se acumulan en la vida de todo hombre: una vaga impresión en el cerebro de sombras que cayeron sobre él en su rápido y último viaje... ”
J. Conrad, Heart of Darkness


(El comentario que sigue es, en realidad, un juego del rol para judíos y una guía de lecturas presentada de manera atípica)

Permítame compartir con ustedes unas palabras del libro El judío de los salmos, de Sholem Asch:
La infancia de un niño judío no se desarrolla en este mundo ni en esta vida, sino entre los versículos de la Biblia, que comienza a aprender desde sus más tiernos años. En los mismos campos en los que sus antecesores apacentaban sus ovejas y en los mismos pozos donde saciaban su sed, él soñaba sus sueños infantiles. Las bestias y los pájaros de la Biblia son los únicos con los cuales mantiene contacto. La tormenta que ruge afuera sobre la llanura no es real, la verdadera es aquella que se produjo cuando Dios selló su pacto con Abraham”.
Quitadas de su contexto, que es el libro y la obra de su autor, no es posible saber qué representaciones se suceden en este párrafo. Si se trata de un admirado elogio por la concentración espiritual y trascendente a la que aspiraban los discípulos de las escuelas judías (pues ni siquiera habla de los estudiantes adelantados en estudios de tradición y legislación escrita y oral judías, sino del niño socializado en la propia génesis de su consciencia y su capacidad de auto-representarse el mundo que lo rodea), si se trata de una crítica porque esta auto-representación se desarrolla con independencia del mundo sensible, que es en donde transcurren la vida real y sus problemas o si quizás ambas, la admiración y la crítica, se reúnen en una descripción que intenta ser a la vez “cruda y de exaltado realismo, pero también subjetiva” como dijo un anónimo crítico de esta novela, no son cuestiones que me interese resolver aquí. Lenta sonrisa que se dibuja en mi cara, sé por mi propia experiencia que es difícil, incluso repasando toda la obra principal de Asch, formarse una opinión al respecto: ¿Era un crítico del judaísmo, un reformador, acaso un conservador? ¿Por qué valores y actitudes y preferencias judías él abogaba?
En mi opinión, lo que lo define como autor yídico y judío es precisamente esta complejidad e indeterminación, esta permanente duda sobre lo que significa ser y deber ser para un judío en el mundo que caía desde la modernidad hacia el corazón del siglo XX (que es de tinieblas, con permiso de Conrad). El mundo judío que describe en este párrafo es un universo a la vez plano (casi literalmente) y en completa tensión con su entorno. Porque la crítica que el autor deja entrever aquí se agranda si se completa el panorama: Asch describe la educación de un niño judío en el siglo XIX que transcurrió luego de las guerras napoleónicas, un mundo que se precipita en la modernidad como la vida del siglo siguiente (la del propio Asch) se precipitó en salir de ella con las grandes guerras y la guerra fría. Es el cataclismo permanente que buena parte de la literatura occidental ha intentado describir utilizando las antiguas herramientas de la fantasía, como Borges, Bioy Casares y Ocampo supieron colegir en el prolegómeno de su Antología de la literatura fantástica.
La obra de Asch cumple recién un siglo de edad y ya su descripción nos resulta extraña: ese judío ligado al estudio de la Torá, la ley y los sabios de Israel, atado a textos en ocasiones milenarios, que abandona a las manos de dios y su providencia el destino económico de su familia por no resignar unas horas de concentración... qué poco se parece al judío nuevo que se abre paso en el mundo contemporáneo, no alejándose de él, sino aceptándolo como su propio ambiente: en la ciencia, en el arte, en el nacionalismo, en la filosofía y en el sentido común. Recuerdo las palabras indignadas del poeta César Tiempo que tan bien retrató esta misma tensión en su Arenga en la muerte de Jaim Najman Bialik, recuerdo la propia imprecación que nos dedica Bialik en su Ciudad del exterminio. Como Bialik, Asch quiso morir y permanecer en la tierra de Israel, pero a mí me importan poco los deseos incumplidos de los muertos. Me preocupan mucho más los deseos indeterminados de los vivos.
Los grandes autores judíos no fueron necesariamente perspicaces al retratar esta tensión: no necesitaban serlo. Porque en ella vivían permanentemente sumergidos. El problema que se delata actualmente es que esta tensión simula haberse resuelto, y esa simulación nos aniquila silenciosamente. Reescribamos a Asch en el panorama que quiero mostrar:
“La infancia de un niño judío no se desarrolla en este mundo ni en esta vida, sino entre los versículos de la Biblia, que comienza a aprender desde sus más tiernos años”.
Hoy la infancia del niño judío (léase: la educación y socialización) es prácticamente incapaz de imponerle, siquiera de a ratos, siquiera parcialmente, semejante trasmigración. Y no la infancia del niño judío criado en el ateísmo o el laicismo. La educación judía religiosa también es hoy para este mundo y para esta vida, y no me refiero con esto al sentido de preocuparse por el mundo y no por la presunta vida futura (lo cual es lógico, porque la doctrina asegura esa pervivencia inmortal para apenas 144.000 elegidos), sino al sentido de hacer que la Biblia y la fe les permitan acceder a los bienes erráticos y tangibles del presente: al bienestar económico, al integrismo político, al elitismo aristocrático de un judaísmo que con la modernidad fue ascendiendo de lo execrado a lo envidiado. Si los sabios recordaban que el sábado fue creado para el hombre, y no el hombre para el sábado, ahora la doctrina (sutil, secreta, inconsciente) es hacer del judaísmo una creación para el judío individual, una estética de su auto-representación para justificar su éxito o su fracaso en el mundo, al estilo de lo que Max Weber describiera en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Imperceptiblemente, el judaísmo dejó de ser condición del sujeto para instalarse como un complemento.
“En los mismos campos en los que sus antecesores apacentaban sus ovejas y en los mismos pozos donde saciaban su sed, él soñaba sus sueños infantiles”.
Por supuesto, Asch sabe que esos antecesores son legendarios (ni a él ni a mí nos importa que el carácter sea mítico o efectivo, nos alcanza con que resulte significativo y representativo). Pero ya nuestra vida judía no transcurre jamás allí y ¿cómo podríamos entonces sentir que nosotros mismo fuimos sacados de la esclavitud del faraón con mano fuerte y brazo extendido? El nuevo judío, al parecer, no necesita revivir su herencia, pues parece creer que puede reconstruirla con integridad. Nuestros sueños y pesadillas hoy se hacen en el presente, y sin el pasado mítico que nos oprima las espaldas nos sentimos más libres, porque hemos empezado a creer que es siempre más importante la carga de este mundo, urgente e inmediato, que ninguna otra: la carga del consumo, la carga de la apariencia, la carga de la pretensión. Lo he dicho muchas veces, voy a repetirlo: nuestros propios pasos nos llevan de nuevo a Egipto, a chapotear en el barro de otros, a hacer los ladrillos de otros, a mendigar el trigo de otros (que, sin embargo, criamos nosotros también). Lo trágico es que la antigua discusión, que tantas veces sostuvo Moisés con los caudillos rebeldes de las tribus liberadas, no consiste ya en saber si fue o no buena la liberación; la tragedia es que hemos vuelto al barro y a la esclavitud con la sonrisa idiota de quien se cree libre. Es la trampa ideológica que también vivía el abnegado trabajador soviético y la trampa del progreso que vive actualmente el pueblo chino: ¿revolución para qué? Y yo pregunto: ¿judaísmo para qué?
“Las bestias y los pájaros de la Biblia son los únicos con los cuales mantiene contacto”.
Marx describió la alienación primaria como aquella que le impide al hombre acceder a la conciencia de su vínculo con la naturaleza (creo que puedo describir otras cuatro formas de alienación, pero ésta es la que ahora me interesa). Diré lo que sigue: que al menos la alienación del judío de los salmos era para regocijarse en la obra de dios, mientras que nuestro desprecio por la naturaleza es tan completo que aquella que no está domesticada y a nuestro servicio es considerada apenas como oportunidad para futuros negocios y cosa despreciable e improductiva (antes se despreciaba lo pecaminoso y lo impuro, ahora simplemente lo que no produce beneficios).
“La tormenta que ruge afuera sobre la llanura no es real, la verdadera es aquella que se produjo cuando Dios selló su pacto con Abraham”.
La tormenta que ya no ruge es la que debería atronar: porque lo que nos urge no es ya determinar en qué mundo debemos vivir y representarnos como judíos, sino en saber si todavía hay esperanzas para conseguir que las generaciones judías que siguen tengan una auto-representación que puedan considerar valiosa. En su novela El país de las últimas cosas, Paul Auster (quizás un indirecto sucesor de la literatura yídica) acentúa una idea que no le pertenece: que cada judío cree pertenecer a la última generación de judíos. Elige la perspectiva negativa, que es tentadora, pero olvida la contraparte positiva, que es constructiva para la identidad: que cada judío cree ser parte de la última generación judía, pero porque se considera parte de todas las generaciones judías que lo precedieron. La verdadera batalla no consiste en luchar por no ser la última generación: el éxito en esta empresa se conseguiría fácilmente, si sólo supiéramos no olvidar y hacer presente a nuestros sucesores que somos parte de una tradición que cambia, aunque transcurra en relatos reiterados (y reinterpretados) a través de los mundos humanos de treinta siglos.