lunes, 27 de diciembre de 2010

Dibujando sobre el mapa: la pobre y necesaria utopía del estado palestino

Recientemente, y siguiendo el ejemplo de la gran potencia regional, Brasil, Argentina dio su reconocimiento a la existencia de un estado nacional palestino, considerando como tal al estado que presumiblemente sería soberano en el territorio anterior a la guerra de 1967.
Se trata de un paso importante, dado que da cuenta de una novedad geopolítica notable: quizá por primera vez Sudamérica ha mostrado un movimiento diplomático en bloque que afecta la geopolítica global. Además, esto se ha hecho con independencia de las políticas de las potencias europeas, asiáticas y norteamericanas. Se ha tomado una decisión en la cual Sudamérica actúa como un grupo de presión para conseguir la creación del estado palestino y, lógicamente, esto ha determinado la reacción negativa, aunque tibia, de la diplomacia israelí y de algunos dirigentes comunitarios de la colectividad judía-argentina.
Se dice, con razón, que esta resolución apoya la estrategia palestina frente a la asamblea de la ONU y el Consejo de seguridad del mismo organismo. Como otros casos, este es un tema delicado que requiere de algún análisis y de una postura política lo más clara posible.
Para comenzar, hay que decir que la política israelí respecto del problema con el pueblo palestino en la última década (por lo menos, es sólo para establecer una referencia temporal) es, en mi opinión, imposible de defender. Puede entenderse que Israel rechace la idea de un estado palestino gobernado por Hamas pero, aún así, la política de represión y ocupación militar (mediante la promoción y defensa de los asentamientos en territorios en disputa o claramente situados en lo que eventualmente sería terreno soberano del estado palestino) representa con continuo estado de agresión que no se justifica por el apartado de defensa de la propia población civil, porque no puede considerarse “población civil” a aquella enviada a colonizar el territorio ocupado. No sólo se vulnera el derecho territorial palestino, esto supone, además, intentar negociar “pacíficamente” con el dedo permanentemente puesto en el ojo de la otra parte (y donde digo “ojo”... lean bien).
Dado que el apoyo de las grandes potencias siempre ha sido nulo o nominal, la estrategia palestina frente a la ONU supone perseguir un símbolo. Ciertamente, piden algo que nunca existió, pero que puede entenderse perfectamente: esa es la idea de un reclamo simbólico, porque destaca, sobre todo, la injusticia del estado actual de las cosas.
Digo que es simbólico porque no existe tal cosa como una frontera palestina “anterior a 1967”. La Cisjordania estaba ocupada y, de hecho, anexionada por Jordania y la Franja de Gaza estaba bajo dominio egipcio. Luego de la guerra de los seis días, Jordania renuncia a dicha anexión y Egipto, en las negociaciones para la devolución de la península del Sinaí, no aceptó hacerse cargo de la Franja. Antes de la guerra 1945-49, en la cual se produjeron dichas ocupaciones, todo el territorio permanecía bajo mandato británico y la única demarcación de fronteras fue la propuesta por la propia ONU en 1947 (véase el mapa, en donde el estado árabe aparece en rojo, el judío en verde y Jerusalén es territorio binacional). Estas fronteras eran mucho más favorables a los palestinos que las que hoy en día parecen dispuestos a aceptar y, ciertamente, serían completamente inaceptables para Israel en la actualidad. Puede ponerse en duda la capacidad formal de la ONU para crear estados, pero vale la referencia como la única traza de fronteras efectuada en el seno de un organismo internacional.
De este modo, en realidad, el reconocimiento sudamericano del estado palestino, en términos territoriales, favorece a Israel, porque le reconoce la soberanía sobre territorios que la comunidad internacional aceptó “de facto”. Al hablar de “fronteras anteriores a 1967”, la franja de Gaza y Cisjordania están notablemente disminuidas respecto del plan de 1947 y de la división del norte del territorio no se dice nada en lo absoluto. Fueron fronteras que nunca llegaron a formalizarse, de modo que no puede hablarse estrictamente de una anexión israelí, pero el estado de derrota de los palestinos es tal, que pueden darse por contentos si aceptan tales condiciones.
La pregunta es, entonces, por qué existe tal oposición a la creación del estado palestino, lo cual conduce a plantear la cuestión de bajo cuáles condiciones tal creación sería aceptada por Israel y por la comunidad internacional. Realmente, la posibilidad de alcanzar un acuerdo justo lleva muerta más de medio siglo.
Los problemas originales continúan vigentes: los refugiados palestinos no tienen nacionalidad en la cual cobijarse (problema que fue el origen mismo de las reivindicaciones sionistas) y, sobre todo, no tienen un estado de referencia para construir y reclamar derechos sociales, económicos y culturales, derechos políticos, libertades civiles, garantías procesales, servicios y asistencia social derivadas no de la caridad, sino de la propia capacidad social de responder a las necesidades más básicas de la población. Los asentamientos de colonos, muchos de ellos auténticos fanáticos integristas incapaces de reconocer las razones y necesidades de los demás, y por ello mismo ajenos a toda negociación, jaquean militarmente la Cisjordania y el estado de guerra permanente bloquea toda posibilidad de desarrollo económico y social sostenible y sustentable (sostenible en el tiempo, sustentable en las posibilidades tecnológicas y los recursos) también en la Franja de Gaza.
Es bien cierto que cada atentado contra la población civil israelí es un clavo en el ataúd de las negociaciones por la paz, pero lo mismo ocurre con cada nuevo barrio que se levanta y con cada dispositivo de opresión y control que se efectúa contra la población civil palestina.
Aunque ya no parece estar sobre la mesa, persistirá seguramente la cuestión de Jerusalén oriental. Sin embargo, parece sensato pensar que la creación de un estado palestino en las condiciones planteadas por Sudamérica no afecta a los requisitos israelíes. Es cierto que, una vez declarada la soberanía palestina, Israel no podría impedir el retorno de los refugiados a Cisjordania, por ejemplo, aun sin considerar que harían falta décadas para que Palestina fuera capaz de realizar tal absorción. Pero sus propias fronteras quedarían medianamente seguras (y, en todo caso, no menos seguras que hoy en día). En cuanto a los colonos, sólo es posible pensar en dos soluciones: que sean devueltos a territorio israelí o que se conviertan en una minoría en Palestina, así como hay minorías no judías en Israel. Si se preservan sus derechos, esta parece ser la mejor opción... para el propio Estado de Israel.
En cualquier caso, la prolongación de la actual situación no parece beneficiar a ninguna de las partes en términos de la defensa de los derechos humanos y ciertamente sin el apoyo de la comunidad internacional (sea lo que sea eso) no parece posible siquiera destrabar la actual situación. Hay que decir que escribir sobre este tema con el actual gobierno israelí es bastante fácil, como en otro tiempo la actitud exacerbada de ciertos grupos palestinos respecto del no-reconocimiento delo estado judío facilitaba las cosas.
Quizás el principal problema social continúa siendo el de siempre en este panorama: el intento de crear estados que defiendan las características étnicas y culturales de sus habitantes. En este sentido, diré lo que siempre digo: a largo plazo, los estados nacionales son poco efectivos para realizar esta defensa. En cualquier caso, el tema es discutible. Mucho más claro parece observar la situación social presente y decir que el constante estado de indefensión y subordinación del pueblo palestino es insoportable. El sionismo luchó primero por un símbolo: el del hogar nacional para los judíos, hoy tiene un estado. ¿Con que derecho, con qué razón, se le negará a otros la posibilidad de pelear por otro símbolo análogo?
No soy optimista, realmente, respecto del resultado pero, aunque no lo puedan ver, por la propia razón de ser del estado judío, que es defender a la cultura y, sobre todo, a las personas judías, creo que (hace mucho en realidad) llegó la hora de aceptar que los palestinos necesitan organizar un estado reconocido internacionalmente para pensar en un futuro menos asqueroso. En consecuencia, creo que debemos apoyar la iniciativa sudamericana refrendada por argentina, para que el reclamo, por ahora simbólico, de un estado palestino, se haga escuchar y se instale como una posibilidad.


lunes, 13 de diciembre de 2010

Resultado de un cortocircuito con salto cuántico: la Cashrut y el emoticón

Después de charlar con un amigo, que ustedes no tienen seguramente el gusto de conocer, me pareció apropiado escribir algunas palabras que echaran oscura sombra sobre las prácticas alimentarias rituales judías, contenidas en las reglas de Cashrut, después intercambié mensajes con un compañero de trabajo y se me cruzaron los cables... este es el inesperado resultado del cortocircuito resultante.
Para empezar, debe decirse que existen al menos dos paradigmas generales para interpretar estas prácticas: el primer paradigma es precisamente la interpretación de su carácter ritual, es decir, una práctica estructurada por la normativa y el culto judíos y, a la vez, estructuradora de la vida de los judíos avocados al desarrollo y mantenimiento de dicha normativa; el segundo paradigma, en cambio, consiste en la interpretación de su carácter simbólico a partir de teorías sociológicas, semiológicas y antropológicas y determinados conocimientos técnicos. ¿Cuál es la diferencia entre ambos? Ciertamente, no se trata de una diferencia de racionalidad, pues ambos paradigmas son, en cuanto a sus reglas internas de verificación de proposiciones, igualmente coherentes. Es verdad que existen profundas diferencias entre ambos paradigmas, pero siempre ocurrirá que los defensores de uno considerarán que la actitud opuesta es en cierto sentido irracional. No se trata tampoco de una cuestión de fe, pues ambos paradigmas tienen idéntica fe en sus principios de validación. Preferimos aquí creer que la diferencia es la perspectiva (casi siempre difusa, internamente plural y conflictiva, por otra parte) de las asociaciones de seres humanos que las sostengan, y las relaciones entre ellas están sujetas a relaciones recíprocas de poder, que están históricamente situadas. Esto supone que nuestra propia perspectiva se aproxima más al segundo paradigma, porque la propia descripción de los paradigmas debe hacerse necesariamente desde un paradigma, definido en este sentido como un conjunto de prácticas con sentido ideológico, es decir, con capacidad de representar las relaciones que las personas tienen con sus propias ideas acerca de sus condiciones de existencia.
El primer paradigma, que generalmente se identifica (y auto-identifica) con el pensamiento religioso (porque está vinculado con el culto, sus ritos y sus mitos) puede percibirse como una perspectiva interna, pues sólo depende de consideraciones internas de validación de las proposiciones que en su contexto se sostengan. El segundo paradigma, por el contrario, se identifica con el pensamiento científico, porque reclama formas externas de validación de las ideas vinculadas a los paradigmas, es decir, reclama que sean teorías diferentes a las presentes en la doctrina y el culto las que interpreten los contenidos de la doctrina (y por esta razón no incluimos en este paradigma a la filosofía ni a la teología).
En este sentido, el paradigma ritual-interno valida las reglas alimentarias rituales judías según los mandatos considerados divinos (corporizados en determinados textos canónicos) y las interpretaciones desarrolladas por “sabios” reconocidos y legitimados de diferentes épocas y geografías. Por su parte, el paradigma simbólico-externo interpreta dichos contenidos utilizando textos científicos y opiniones ceñidas a teorías y métodos de investigación de distinta índole, pero generalmente validados en instituciones de tipo académico, o análogas a éstas.
La larguísima tradición judía ha producido interesantes variantes a este modelo, pues lo que en su momento pudiera haber sido una interpretación de la segunda especie pudo haberse convertido con el paso del tiempo y las interpretaciones posteriores en interpretaciones de la primera; el caso inverso es más raro, pero no infrecuente.
Lamentablemente, las complicaciones no se reducen a esta dicotomía (que es tan débil y esquemática como cualquier otra) sino que internamente ambos paradigmas ofrecen numerosas posibilidades.
Dentro del primer paradigma las diferencias internas tienden a modificar interpretaciones dentro de un marco de prácticas bastante estables (pues de otro modo pronto se harían irreconocibles y el culto sería otro como ocurrió, efectivamente, con las reglas de Cashrut en el contexto del Islam): en este sentido, a pesar de asociarse al pensamiento ritual y “religioso”, el paradigma interno es más resistente al paso del tiempo, precisamente porque el segundo paradigma es propio de un contexto en el cual el cambio de las construcciones con sentido (y que dan sentido) es más normal que la estabilidad. A su vez, la flexibilidad y amplitud de la ciencia resulta ser también, curiosamente, una fuente de debilidad relativa porque, al menos en apariencia, los defensores del primer modelo “cambian menos de opinión” y el sentido común tiende a atribuir una mayor legitimidad a las ideas más durables. No obstante, “más durable” significa también “menos versátil”, en un contexto donde la falta de versatilidad constituye una importante debilidad relativa. Porque el carácter dinámico del contexto exige una permanente adaptabilidad, la cual, evidentemente, es más accesible a las ideas más versátiles. No es ningún secreto histórico que la ciencia y sus innumerables campos y especialidades deben su multiplicación a las características dinámicas de las sociedades modernas y contemporáneas, y no es posible extenderse aquí sobre la cuestión.
Mostremos esta situación, que tiene notorias consecuencias socio-políticas, con algún ejemplo. Existen muchas perspectivas internas-rituales para interpretar la norma alimentaria judía que prohíbe consumir carne de cerdo. Sin embargo, la variedad de la religiosidad judía ha derivado en grados de observancia diferente en cuanto a su cumplimiento efectivo y modos de aplicación, sin que ello haya significado un fraccionamiento del sentido general de la propia normativa alimentaria: dentro del culto, se la reconoce como válida, aun cuando se considere que su cumplimiento tenga diferentes grados de exigibilidad (que van del absoluto al cero). La riqueza analítica de este proceso está limitada por las razones que se expresaban más arriba: este paradigma no es demasiado versátil. En cambio, se nos presentan tres diferentes (no únicas y no necesariamente incompatibles) perspectivas simbólico-externas para intentar explicar esa misma norma.
Una primera línea explicativa sugiere que el consumo de cerdo fue prohibido debido a las enfermedades que este animal portaba y que, luego, este sentido práctico fue revestido de un carácter religioso. Una segunda línea sugiere que el consumo de cerdo fue convertido en tabú porque al tratarse de animales omnívoros (multívoros es quizá más apropiado) se presentaban como competidores alimentarios del ser humano (el cerdo y el ser humano componen un selecto grupo de evolución natural en este sentido). Una tercera línea profundiza más en los aspectos filosóficos de las prácticas sociales y sugiere que la carne de cerdo no podía consumirse porque era considerada impura porque el cerdo era, en realidad, un animal sagrado. Esto podrá parecer una contradicción a los ojos de un lector no advertido, por lo cual será necesario profundizar sobre la cuestión algo más adelante.
La primera tesis choca con la evidencia de que muchos alimentos permitidos también son potenciales huéspedes y transmisores de enfermedades; a la vez, las normas alimentarias prohíben otros alimentos que no parecen producir enfermedades. En realidad, esta tesis parece ser más una defensa cuasi-científica ad hoc, desarrolladla posteriormente para sostener la racionalidad de la práctica en su contexto de desarrollo original.
La segunda tesis, por su parte, deja dos cuestiones controversiales: la primera, y más obvia, es que un animal omnívoro es un competidor de otro en igualdad de condiciones (es decir: si ambos están efectivamente compitiendo por el alimento disponible) pero no lo son si uno cría al otro (en este caso el humano al cerdo). En este supuesto, de hecho, el animal omnívoro es más fácil de alimentar; la segunda es que la prohibición de algo siempre existe dada la existencia de algo. Por ejemplo, la prohibición de robar sólo puede existir en culturas que reconocen la propiedad exclusiva, el adulterio sólo es castigado si tiende a producirse, de lo cual se deduce que la institución defendida, el matrimonio en este caso, contradice o reprime alguna tendencia existente. Por lo tanto, sólo tiene sentido prohibir el consumo de cerdo si efectivamente se encuentran cerdos que potencialmente la gente podría consumir y si esta gente estaría dispuesta en algún caso y por algún motivo a violar la prohibición. Es cierto que la ley judía, a medida que desarrolló su casuística, terminó por presentar algunos criterios generales (el tipo de pezuñas, la cobertura externa, etc.) pero ciertamente no cabría esperarse que la ley alimentaria judía se pronunciara explícitamente sobre la posibilidad del consumo de Mamuts, Tiranosaurios Rex, Alpacas, Pingüinos Emperador o Canguros. En el caso del cerdo, la norma delata su presencia: a un competidor alimentario, como podría ser un lobo respecto de la ganadería ovina o el zorro respecto de la avicultura (y que además transmite enfermedades), se lo extermina, no se lo convierte en tabú religioso.
La tercera tesis es más sutil y, debe decirse ya, más ajustada al conocimiento histórico disponible. También es importante para este artículo por una razón que se desvelará más tarde. La asociación de lo sagrado con la pureza es un fenómeno religioso tardío en el judaísmo y su influencia principal ha sido con toda probabilidad la filosofía religiosa persa (tan vinculada a elementos indoarios –si, leyó bien, arios, pero no tiene nada que ver con el nazismo–). En las diversas variedades del pensamiento filosófico que se alimentaron en el corazón del vasto y longevo imperio persa la distinción de lo puro como sagrado era fundamental, y esto se transfería a las prácticas religiosas y políticas: el fuego (con Shammash, el “fuego de firmamento” el sol, a la cabeza astrológica) era la representación antonomástica de la pureza. Sin embargo, la religión judía se nutre de sustratos religiosos mucho más antiguos y, como ha quedado bastante probado, en el pensamiento religioso antiguo lo sagrado era algo en este mundo que no pertenecía totalmente a este mundo, que en alguna medida era ajeno a él y que, por lo tanto, debía ser alejado del mundo cotidiano, repudiado: debía convertirse en tabú, en prohibición. Este repudio es lo que constituye el fundamento de lo sagrado. Lo que es tabú debe mantenerse alejado porque es impureza en un doble sentido: pertenece en realidad a un orden de cosas más elevado, que no debe contaminarse del ser profano del resto de la existencia, por otro lado, la existencia cotidiana no puede preservarse si se contamina de lo sagrado-impuro, es decir, si se vulnera el tabú. La suma de determinados elementos sagrados-tabú constituye un discurso complejo acerca del mundo cotidiano y el universo externo al que no puede accederse sin purificarse de la cotidianeidad y es, a la vez, lo que da límite (y por lo tanto forma) a una comunidad: es su tótem, del cual emana fuerza espiritual y el cual condena la debilidad moral que aparece cuando se vulnera un tabú. De esta manera, el establecimiento de una prohibición convierte en prohibido e impuro algo, pero para que ese algo sea elegido debe poseer previamente alguna característica de lo que no es de este mundo: debe ser algo sagrado. Es por eso que en la descripción clásica de las religiones antiguas “sagrado” e “impuro” sean considerados prácticamente sinónimos.
Ahora bien, no debe olvidarse que el culto no es solamente un conjunto de creencias filosóficas sino también las prácticas vinculadas a estas creencias. Y estas prácticas tienen siempre un asiento material, práctico que se establece en determinadas relaciones e instituciones sociales. En el caso de la religión judía antigua, en la época de los reinos pos-salomónicos, entre el siglo décimo y el quinto antes de la era común (que es cuando la hegemonía persa cambia muchas instituciones) la institución elegida como línea entre este mundo y el otro era el sacerdocio. Era en el sacerdocio, entonces, donde se tocaban los universos y era en el sacerdote, por lo tanto, donde debía existir la conexión. En el canon judío esto se refleja más que en ninguna otra parte en el libro del levítico (tercer libro del pentateuco) y da pie para mi conjetura descabellada de hoy (aunque no lo es tanto, simplemente se opone al sentido común).
Originalmente, el libro del levítico fue escrito como un compendio mítico-normativo exclusivo: no era para la educación de todo el pueblo de Israel, sino sólo para quienes tenían que conectar este mundo con el otro: la tribu de Leví, la casta sacerdotal judía iniciada (de manera mítica) por el hermano del gran profeta Moisés: Aarón. Esta tribu renunció al poder temporal y no recibió tierras en la tierra conquistada por Josué, en la confederación de tribus liderada por los jueces ni en el reino unificado bajo Saúl, David y Salomón (quien instituye finalmente el servicio del templo de Jerusalén dedicado al dios Yavé, cuyo sacerdocio masculino es el de Levi).
Los levitas nutren y protegen al círculo de los auténticos oficiantes sacerdotales: los cohanim (la palabra “cohen”, es de origen mesopotámico), investidos por su sangre y sus prácticas de purificación para el servicio de la casa de dios. Y es esta purificación requerida la que se simboliza en el vestir, en el vivir... y en el comer. En mi opinión, las reglas más estrictas de la Cashrut estaban originalmente reservadas a este círculo cerrado y selecto, porque, si fuera una práctica obligatoria y extendida, nada tendrían los sacerdotes de especial, siendo como eran, también, hijos de Eva y Adán, de Sara y Abrahám. Por eso los sacerdotes estaban obligados a abstenerse de conocidos manjares impuros (sagrados) como la buena carne de cerdo. El principio es análogo a la castidad requerida a las vestales romanas o (tardíamente) al sacerdote católico. La alimentación sagrada era totémica, integraba la casta sacerdotal internamente e integraba el mundo religioso con el profano.
Más tarde, con la destrucción del templo (cuyas prácticas ya habían sido alteradas profundamente por el influjo persa) y la desaparición del levirato y el sacerdocio judío, los intérpretes del canon debieron buscarle un lugar nuevo en la tradición judía y lo que antes había sido obligación exclusiva del sacerdote ahora pasó a serlo de todo judío observante de la ley, que era a su vez la ley reinterpretada en sinagoga por los eruditos rabíes de diferentes escuelas y generaciones, y que comprende la compilación del canon definitivo del pentateuco, los libros de los profetas y los escritos adicionales seleccionados de una bibliografía mucho más extensa que llega hasta los apócrifos tardíos como Tobit o los cuatro libros de Macabeos y comprende literatura más antigua, como la recopilada por los monjes esenios: el libro de la sabiduría, los hijos de la luz y los hijos de la sombra y otros. Los cabalistas medievales aprovecharon para introducir en este canon secundario su propia bibliografía básica, como el libro del esplendor. Pero la actividad interpretativa principal fue de orden fundamentalmente jurídico, y en ella intervinieron los compiladores de los tratados de Mishná y las extensas doctrinas derivadas compiladas en el Talmud. Con un par de milenios la práctica de la Cashrut quedó establecida como marca de identidad, aunque casi sin dudas su observancia absoluta sólo rigió para determinados círculos intelectuales y políticos. En diversas geografías, luego de finalizada la compilación del Talmud (hacia el año 400 de la era común), la legislación se actualizó mediante códigos y comentarios adicionales (el Mishné Torá, el Shulján Aruj, etc).
Para el judío observante, todas estas son fuentes potencialmente legítimas para sus prácticas, pero parece que es defendible un judaísmo, incluso un judaísmo con vocación religiosa, que no haga de la Cashrut un núcleo central de su práctica ritual. La actual tensión acerca de la centralidad de las reglas alimentarias en los principios de identidad constituye una posibilidad, pero ciertamente no una necesidad para la auto-identificación de la tradición judía y la integración comunitaria de los judíos. A fin de cuentas, la prohibición de comer jamón sólo debería regir para aquellos capaces de discutir acerca de la pertinencia o no de dicho tabú. En la práctica, sin embargo, las reglas de Cashrut son materia de especialistas calificados que certifican burocráticamente la cualidad de un alimento o elemento implicado en la preparación de alimentos. Y algo reservado a especialistas burocratizados nunca puede ser realmente un principio general de identidad.
Salto cuántico: de la Cashrut al emoticón
El emoticón es un gráfico simple y claro que pretende transmitir una emoción sin recurrir al discurso verbal o modificando la percepción de un discurso considerado según su contenido y su gramática. La palabra emoticón es un neologismo que reúne brutalmente dos términos el de emoción y el de ícono: la emoción es la cualidad emotiva asignada a una percepción o a una descripción de la realidad circundante, el ícono es la representación gráfica de una referencia definida como arquetípica: así, la sonrisa es emoticón de la alegría, el rostro rojo es emoticón de la furia, la lágrima es emoticón de la tristeza. El tropo lingüístico correspondiente es una metonimia donde se toma una parte por el todo, pero presentada de una manera extremadamente simplificada, hasta que la simplificación se convierte en el objeto mismo del emoticón, reduciendo las posibilidades de la realidad. Desde el emoticón consolidado, la alegría es sólo la sonrisa (que es un resultado reflejo de la alegría en el mejor de los casos), la lágrima es toda la tristeza (cuando puede ser producida por un poco de polen), el rostro rojo es la ira (no un trasnochado comunista, no un principio de ahogo, no una característica étnica). Los emoticones son cabalmente incapaces de representar situaciones emocionales complejas, que son las que predominan en el ser humano, y nos devuelven a la simplicidad casi acultural del animal.
Segunda conjetura disparatada de la fecha: el jamón sí o el jamón no es un emoticón de la condición judía actual: reduce su complejidad, aniquila su riqueza, explota lo superficial y reniega de sus contenidos y desarrollos más interesantes, esos que harían valer la pena a la condición judía en un mundo cada vez chato y de emociones-íconos que no representan, sino que reemplazan a las emociones. Del mismo modo que a las emociones esta chatura ataca al pensamiento: ya no hay doxa, una idea consolidada en una opinión elaborada, sino sólo doxiconos robados al sentido común y a alguna ocasional lectura, de la misma manera que rebajamos la expresión de nuestras emociones a las débiles imágenes de una bolita sonriente.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Juego del rol: Sholem Asch y la literatura del cataclismo judío

“Pienso que su memoria era como los demás recuerdos de los muertos que se acumulan en la vida de todo hombre: una vaga impresión en el cerebro de sombras que cayeron sobre él en su rápido y último viaje... ”
J. Conrad, Heart of Darkness


(El comentario que sigue es, en realidad, un juego del rol para judíos y una guía de lecturas presentada de manera atípica)

Permítame compartir con ustedes unas palabras del libro El judío de los salmos, de Sholem Asch:
La infancia de un niño judío no se desarrolla en este mundo ni en esta vida, sino entre los versículos de la Biblia, que comienza a aprender desde sus más tiernos años. En los mismos campos en los que sus antecesores apacentaban sus ovejas y en los mismos pozos donde saciaban su sed, él soñaba sus sueños infantiles. Las bestias y los pájaros de la Biblia son los únicos con los cuales mantiene contacto. La tormenta que ruge afuera sobre la llanura no es real, la verdadera es aquella que se produjo cuando Dios selló su pacto con Abraham”.
Quitadas de su contexto, que es el libro y la obra de su autor, no es posible saber qué representaciones se suceden en este párrafo. Si se trata de un admirado elogio por la concentración espiritual y trascendente a la que aspiraban los discípulos de las escuelas judías (pues ni siquiera habla de los estudiantes adelantados en estudios de tradición y legislación escrita y oral judías, sino del niño socializado en la propia génesis de su consciencia y su capacidad de auto-representarse el mundo que lo rodea), si se trata de una crítica porque esta auto-representación se desarrolla con independencia del mundo sensible, que es en donde transcurren la vida real y sus problemas o si quizás ambas, la admiración y la crítica, se reúnen en una descripción que intenta ser a la vez “cruda y de exaltado realismo, pero también subjetiva” como dijo un anónimo crítico de esta novela, no son cuestiones que me interese resolver aquí. Lenta sonrisa que se dibuja en mi cara, sé por mi propia experiencia que es difícil, incluso repasando toda la obra principal de Asch, formarse una opinión al respecto: ¿Era un crítico del judaísmo, un reformador, acaso un conservador? ¿Por qué valores y actitudes y preferencias judías él abogaba?
En mi opinión, lo que lo define como autor yídico y judío es precisamente esta complejidad e indeterminación, esta permanente duda sobre lo que significa ser y deber ser para un judío en el mundo que caía desde la modernidad hacia el corazón del siglo XX (que es de tinieblas, con permiso de Conrad). El mundo judío que describe en este párrafo es un universo a la vez plano (casi literalmente) y en completa tensión con su entorno. Porque la crítica que el autor deja entrever aquí se agranda si se completa el panorama: Asch describe la educación de un niño judío en el siglo XIX que transcurrió luego de las guerras napoleónicas, un mundo que se precipita en la modernidad como la vida del siglo siguiente (la del propio Asch) se precipitó en salir de ella con las grandes guerras y la guerra fría. Es el cataclismo permanente que buena parte de la literatura occidental ha intentado describir utilizando las antiguas herramientas de la fantasía, como Borges, Bioy Casares y Ocampo supieron colegir en el prolegómeno de su Antología de la literatura fantástica.
La obra de Asch cumple recién un siglo de edad y ya su descripción nos resulta extraña: ese judío ligado al estudio de la Torá, la ley y los sabios de Israel, atado a textos en ocasiones milenarios, que abandona a las manos de dios y su providencia el destino económico de su familia por no resignar unas horas de concentración... qué poco se parece al judío nuevo que se abre paso en el mundo contemporáneo, no alejándose de él, sino aceptándolo como su propio ambiente: en la ciencia, en el arte, en el nacionalismo, en la filosofía y en el sentido común. Recuerdo las palabras indignadas del poeta César Tiempo que tan bien retrató esta misma tensión en su Arenga en la muerte de Jaim Najman Bialik, recuerdo la propia imprecación que nos dedica Bialik en su Ciudad del exterminio. Como Bialik, Asch quiso morir y permanecer en la tierra de Israel, pero a mí me importan poco los deseos incumplidos de los muertos. Me preocupan mucho más los deseos indeterminados de los vivos.
Los grandes autores judíos no fueron necesariamente perspicaces al retratar esta tensión: no necesitaban serlo. Porque en ella vivían permanentemente sumergidos. El problema que se delata actualmente es que esta tensión simula haberse resuelto, y esa simulación nos aniquila silenciosamente. Reescribamos a Asch en el panorama que quiero mostrar:
“La infancia de un niño judío no se desarrolla en este mundo ni en esta vida, sino entre los versículos de la Biblia, que comienza a aprender desde sus más tiernos años”.
Hoy la infancia del niño judío (léase: la educación y socialización) es prácticamente incapaz de imponerle, siquiera de a ratos, siquiera parcialmente, semejante trasmigración. Y no la infancia del niño judío criado en el ateísmo o el laicismo. La educación judía religiosa también es hoy para este mundo y para esta vida, y no me refiero con esto al sentido de preocuparse por el mundo y no por la presunta vida futura (lo cual es lógico, porque la doctrina asegura esa pervivencia inmortal para apenas 144.000 elegidos), sino al sentido de hacer que la Biblia y la fe les permitan acceder a los bienes erráticos y tangibles del presente: al bienestar económico, al integrismo político, al elitismo aristocrático de un judaísmo que con la modernidad fue ascendiendo de lo execrado a lo envidiado. Si los sabios recordaban que el sábado fue creado para el hombre, y no el hombre para el sábado, ahora la doctrina (sutil, secreta, inconsciente) es hacer del judaísmo una creación para el judío individual, una estética de su auto-representación para justificar su éxito o su fracaso en el mundo, al estilo de lo que Max Weber describiera en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Imperceptiblemente, el judaísmo dejó de ser condición del sujeto para instalarse como un complemento.
“En los mismos campos en los que sus antecesores apacentaban sus ovejas y en los mismos pozos donde saciaban su sed, él soñaba sus sueños infantiles”.
Por supuesto, Asch sabe que esos antecesores son legendarios (ni a él ni a mí nos importa que el carácter sea mítico o efectivo, nos alcanza con que resulte significativo y representativo). Pero ya nuestra vida judía no transcurre jamás allí y ¿cómo podríamos entonces sentir que nosotros mismo fuimos sacados de la esclavitud del faraón con mano fuerte y brazo extendido? El nuevo judío, al parecer, no necesita revivir su herencia, pues parece creer que puede reconstruirla con integridad. Nuestros sueños y pesadillas hoy se hacen en el presente, y sin el pasado mítico que nos oprima las espaldas nos sentimos más libres, porque hemos empezado a creer que es siempre más importante la carga de este mundo, urgente e inmediato, que ninguna otra: la carga del consumo, la carga de la apariencia, la carga de la pretensión. Lo he dicho muchas veces, voy a repetirlo: nuestros propios pasos nos llevan de nuevo a Egipto, a chapotear en el barro de otros, a hacer los ladrillos de otros, a mendigar el trigo de otros (que, sin embargo, criamos nosotros también). Lo trágico es que la antigua discusión, que tantas veces sostuvo Moisés con los caudillos rebeldes de las tribus liberadas, no consiste ya en saber si fue o no buena la liberación; la tragedia es que hemos vuelto al barro y a la esclavitud con la sonrisa idiota de quien se cree libre. Es la trampa ideológica que también vivía el abnegado trabajador soviético y la trampa del progreso que vive actualmente el pueblo chino: ¿revolución para qué? Y yo pregunto: ¿judaísmo para qué?
“Las bestias y los pájaros de la Biblia son los únicos con los cuales mantiene contacto”.
Marx describió la alienación primaria como aquella que le impide al hombre acceder a la conciencia de su vínculo con la naturaleza (creo que puedo describir otras cuatro formas de alienación, pero ésta es la que ahora me interesa). Diré lo que sigue: que al menos la alienación del judío de los salmos era para regocijarse en la obra de dios, mientras que nuestro desprecio por la naturaleza es tan completo que aquella que no está domesticada y a nuestro servicio es considerada apenas como oportunidad para futuros negocios y cosa despreciable e improductiva (antes se despreciaba lo pecaminoso y lo impuro, ahora simplemente lo que no produce beneficios).
“La tormenta que ruge afuera sobre la llanura no es real, la verdadera es aquella que se produjo cuando Dios selló su pacto con Abraham”.
La tormenta que ya no ruge es la que debería atronar: porque lo que nos urge no es ya determinar en qué mundo debemos vivir y representarnos como judíos, sino en saber si todavía hay esperanzas para conseguir que las generaciones judías que siguen tengan una auto-representación que puedan considerar valiosa. En su novela El país de las últimas cosas, Paul Auster (quizás un indirecto sucesor de la literatura yídica) acentúa una idea que no le pertenece: que cada judío cree pertenecer a la última generación de judíos. Elige la perspectiva negativa, que es tentadora, pero olvida la contraparte positiva, que es constructiva para la identidad: que cada judío cree ser parte de la última generación judía, pero porque se considera parte de todas las generaciones judías que lo precedieron. La verdadera batalla no consiste en luchar por no ser la última generación: el éxito en esta empresa se conseguiría fácilmente, si sólo supiéramos no olvidar y hacer presente a nuestros sucesores que somos parte de una tradición que cambia, aunque transcurra en relatos reiterados (y reinterpretados) a través de los mundos humanos de treinta siglos.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Ham war

Estaba solo en casa dándome una buena ducha en esos días en que empieza el calor y no para. Entonces aconteció lo siguiente:
“Antes de que yo cerrara el agua, y muy a su manera, él corrió súbitamente la cortina, me alcanzó la toalla y me dijo: “Te enteraste que empezó la guerra ¿no?”
Del susto que me pegué resbalé para atrás y me iba a dar la cabeza contra la pared. Sin embargo, en vez de escucharse un sonido seco en ese ambiente húmedo y que después se me viera caer en la bañadera, mi nuca se hundió suavemente en los azulejos y floté con la insoportable levedad del ser hacia fuera. El agua dejó de correr y la toalla, que estaba perfectamente seca y tibiecita, me envolvió antes de que pudiera decir: “la puta que te parió”. Con la misma suavidad fui reasumiendo la posición vertical.
–¡Café!
Esta palabra-necesidad-reclamo es lo que pude decir en el momento. Había una taza de café doble flotando frente a mi nariz
–No. Este es mío. Para voz hay esto.
Y lo que aparece es un té de Darjeeling blanco aromatizado a la naranja, con una gota de agua de azahar, leve toque de canela en uno de los bordes de la taza y un platito con masitas de limón de Delifonseca, del número 12 de Stanley Street, Liverpool, UK, según la servilleta, en donde no estuve jamás en mi vida.
Asumí la invitación como un pedido de disculpa por el susto. Pero el susto me duraba.
–Casi me mato.
Con su café en la mano dios me dice:
–Sí. Digamos que casi te matás.
–¿Qué?
–Digamos que tuve que retroceder un poco el tiempo para seguir la conversación.
–¿Qué?
–Digamos que tuve que retroceder el tiempo un par de veces.
–¿Me mataste del susto dos veces?
–Digamos que “un par” significa “dos”.
–Un par significa dos.
–Dejémoslo así. Disfruta las masitas.
La noticia de mi reciente y múltiple deceso y resurrección no me sacó el hambre (tengo una mala racha con el tema: nada me saca el hambre). Me terminé las masitas.
–¿Salimos?
Y así me aparecí envuelto en mi toalla a la sombra de una colina y en el fondo de un barranco por donde corría nada menos que el río Icho Cruz.
–Sé que te gusta este lugar.
–Sí. No sé porque nunca volví.
–Sí sabés.
–Sí. Si sé.
Me terminé el té.
–Deja la taza y el platito en esa piedra, yo después limpio.
Hice caso, pero en el fondo quería más té.
–Creo que antes de convertir mi baño en un Dalí en cinco dimensiones estabas diciendo algo de una guerra y, discúlpame que te diga, estoy más o menos al tanto de la situación de actualidad internacional y el tema de Corea...
–Olvidate de Corea. Empezó la guerra del jamón.
Es difícil aceptar las tonterías con las que sale la única superpotencia sobrenatural del universo cuando uno es solamente una mota de polvo estelar que pasa fugazmente por la indecencia de la conciencia.
–Te dije que tenías que dejar de meter la cabeza en los agujeros negros: se te comprimen las ideas y tenemos al universo en manos de un dios aturdido ¿o es que otra vez te estuviste dopando con el polvo de los anillos de Saturno?
–¿Te das una idea del tamaño del sacrilegio blasfemo apóstata abominable y blasfemo que acabás de proferir?
–¿Puede ser otro té, pero con un terroncito más de azúcar?
–Disculpa. Servido.
–Se agradece. Te repetiste con lo de blasfemo, señal de compresión cerebral segura, si tuvieras cráneo y cerebro, pero usted me sigue con la metáfora.
–Lo sigo. Lo sigo. Antes de que sigamos por ahí. Pensé que te interesaría un poco más la guerra del jamón.
–Ya paso bastante ridículo relatando cada encuentro nuestro.
–¿En serio? ¿Dejás estas cosas por escrito?
–Sabes que sí... las que me acuerdo... y como me las acuerdo.
–Qué cosa. Bueno. Igual quería saber tu opinión.
–¿Me vas a hacer confesar que en realidad sí tengo idea de lo que estás hablando?
–Ya que va a quedar registrado...
La hago corta y les hago un resumen. En una comunidad judía de cuyo nombre y situación geográfica prefiero no acordarme aconteció lo siguiente, según supimos: invitaron a un rabino a almorzar (otros dicen que a cenar) a una asociación tradicionalmente laica y nada observante respecto de las reglas alimentarias judías de carácter religioso. Con mucha falta de delicadeza le ofrecieron servirse a dicho rabino un poco de fiambre de cerdo, animal considerado tabú por tales reglas. No sé en qué términos el rabino declinó la invitación, pero el presidente de la institución, furioso por el humillante error, resolvió de manera intempestiva que los servicios de alimentos de la institución no debían servir jamón a nadie. Esta resolución, arbitraria y en oposición a las reglas de la institución, motivó la protesta de algunos socios de la misma, que se movilizaron exigiendo el retorno del jamón al menú. No sé ni me importa como terminó la cuestión. Pero a eso se refería mi querido amigo el dios de los creyentes en él con lo de la guerra del jamón.
–Quiero saber tu opinión.
–No sé para qué, la situación roza el ridículo, yo me dedico a cosas importantes...
No me es posible describir la magnitud de la sonrisa cómplice que nos dirigimos mutuamente dios y yo: yo, dedicado a cosas importantes... no me hagan reír.
–En fin. Tratemos de ver los puntos importantes.
Me senté en una piedra, dios metió los pies en el río, nada de caminar por encima.
–En primer lugar: si se ofrece hospitalidad, se la acepta en los mejores términos posibles. Uno puede ignorar las costumbres del prójimo. Sin embargo, no parece razonable que éste sea el caso. Atribuyámosle el hecho a un error involuntario y no a una conspiración anti-rabínica y sólo con cambiar el plato continuaríamos alegremente con el almuerzo o cena, ya que el rabino en cuestión tampoco podía ignorar la norma en la institución, que consiste en manducarse al marrano. En segundo lugar, acaecido el error la reacción de prohibir el consumo de jamón tiene varios aspectos interesantes. Uno: que las reglas alimentarias religiosas judías no consisten únicamente en el tabú del cerdo. En consecuencia, esta única prohibición no equipara la alimentación de la institución a las normas religiosas. Dos: dado que la inadecuación persiste la súbita prohibición se presenta como un símbolo de otra cosa: un intento de expiar el error o de castigarlo, de parecer dispuestos a obedecer mandatos ampliamente desconocidos, de resguardarse de futuras críticas. Tres: la reacción frente a esta prohibición no consistió en exponer un deseo de cumplir con un cambio en las normas alimentarias, sino que se prefiere continuar con la costumbre anterior, consistente en despreciar el tabú de la carne de cerdo.
–Esperá. Yo creía que me ibas a salir con una de tus interpretaciones históricas acerca de las reglas alimentarias judías.
–Es que ahí está una de las cuestiones interesantes en esta guerra, si hay alguna. Yo podría esgrimir argumentos de diverso tipo acerca de las razones por las cuales los antiguos judíos prescribían el tabú de comer carne de cerdo y las restantes reglas alimentarias. Pero el hecho es que aquí no se trata de discutir acerca de la validez de dichas reglas, sino de lo ridículo de una situación puntual que tiene como centro un posible error, quizá una descortesía (admito eso: yo no le serviría a un huésped un alimento que él considera tabú) pero no una cuestión política. A eso se suma que una de las partes asegura que mi actual interlocutor es creador de dichas reglas y que a las otras la cuestión realmente no le interesa: los defensores del consumo irrestricto de jamón quieren evitar una prohibición, no establecer un nuevo canon alimentario. En definitiva, la cuestión política se plantea ridículamente entre quienes no son practicantes y entonces...
Entonces me di cuenta de lo que significa la guerra del jamón. Que nadie les diga que dios es sonso. Por ahí no es la divinidad más viva que les puede tocar a ustedes los creyentes, pero tonto no es. Lo que dios me traía era un interesante problema sociológico, quizá incluso filosófico. La guerra del jamón era ridícula, pero no carente de sentido, porque había desembocado en un conflicto político. Todo conflicto político tiene sentido, porque se dispone para resolver alguna cuestión que, aunque en sí misma no sea importante, encierra “algo” de importancia. Como alguien mencionó alguna vez acerca de la obra de Franz Kafka (puede haber sido Borges –o alguien citado por Borges-) lo que interesa aquí es intentar comprender el papel de lo ridículo en la vida política judía.
–¿Otro té?
–Dale.
–¿Qué es lo que queda afuera de toda discusión cuando el debate se centra en torno a algo ridículo?
–Elemental, querido Jehowatson: lo que queda afuera es la verdad. Lo ridículo es el elemento de conflicto más depurado y a la vez más solapado. Porque en él las partes omiten la intención de tener razón, y se centran en conseguir un objetivo puntual: nadie pretende tener razón en un asunto ridículo. Lo ridículo hace evidente la ausencia de otros objetivos, de otras preocupaciones. Lo ridículo de la guerra del jamón expresa el vaciamiento ideológico y político de una comunidad, de una organización, de una institución. No importa discutir si las reglas alimentarias son sagradas o no, si son interpretables o no lo son, ni quien tiene autoridad para hacer e imponer una eventual interpretación. No importa nada, porque el conocimiento no tiene importancia.
–Ahora entendés por qué me preocupa la existencia de guerras ridículas, porque significa que no hay nada importante para discutir.
–Lo ridículo es el tenue velo que cubre el vacío sin sentido de la existencia, estimado dios, y hay que tener cuidado: no es una anécdota, es un síntoma gravísimo.
–De que la gente no discute cosas relevantes, sino sólo cosas ridículamente insignificantes.
–Peor todavía: de que la gente no quiere, no siente la necesidad, prefiere no pensar en cuáles son los temas importantes para discutir y debatir. La política es antagonismo, pero la política hecha con lo ridículo es la anti-política: la apariencia de antagonismo para que no se aprecie que es preferible no debatir sobre los temas importantes, los que son auténtica materia política.
–Entonces, según usted, Sherlock, aquí la libertad religiosa no es el tema en cuestión.
–Es y no es. Es el tema en la medida en que ha quedado encubierta, y no es el tema en la medida en que la cobertura ridícula no permite usar las palabras y las ideas adecuadas: discutir qué es el judaísmo hoy, y para quienes; discutir qué lugar ocupa lo laico, lo religioso, lo nacionalista en las formas culturales y sociales judías; discutir qué estrategias debemos implementar para fructificar y multiplicarnos (o al menos para pervivir) en este mundo en donde lo ridículo siempre quiere ocupar el lugar de lo importante.
–Y así queda probada mi tesis.
–¿Qué teoría?
–Tomar café te pone agudo pero tonto; tomar té, en cambio, te pone soso y grandilocuente.
Repasé mentalmente mi existencia y noté que había bastante base empírica para sustentar la hipótesis. Miré la taza y vi que el té se había metamorfoseado en café con crema y canela.
–Ya veo cómo me preferís.
–Sí. Porque a tu defensa de la política le falta profundidad teológica y filosófica, y le falta gracia, lo cual es peor.
También en eso tenía razón el tipo. Que odioso.
–Repasemos lo que sabemos de la existencia ética para el judaísmo que cree que existís: es una sola. Hay un único dios, que para los creyentes venís a ser vos. Esto implica un único origen, un plan general (consecuencia lógica de la omnisciencia) y una acción permanente (consecuencia necesaria de la omnipresencia y la omnipotencia). En perspectiva histórica, esto supone la creencia en un resultado único necesario, de tal manera que la lucha interpretativa radicará siempre en la determinación de un resultado. Por el lado de los no creyentes, no habrá ningún resultado único necesario, sino una continuidad en la existencia que depende de otros factores. En estas condiciones, ¿cómo puede el judaísmo pervivir?
–Y tu respuesta ridícula y sorprendente para hoy es...
–... aceptar el monoteísmo politeísta.
–Y lo dijo, nomás. Después soy yo el que mete la cabeza en el agujero negro o me endrogo con polvo de Venus.
–Saturno.
–Sobre gustos... si no te diste cuenta antes de la significación freudiana de tus metáforas, es tu problema edípico sin resolver, no el mío.
–No nos queda más remedio que aceptar que tenemos un solo dios que tiene muchas realidades diferentes, una (o muchas) de las cuales consiste en la no-existencia real sino como representación histórica de diferentes alternativas ideológicas.
–O sea: que no te cansás de insistir con el tema de la tolerancia interna y la aceptación de la pluralidad como estrategia de supervivencia para los judíos.
–Sí. Quiero judíos muy convencidos de que sus ideas sobre lo judío son valorables y relevantes, pero al mismo tiempo que crean que hay muchas alternativas a la verdad para ser judío, algunas de las cuales son fundamentalmente antitéticas entre sí.
–Y lo contrario sería...
–El fundamentalismo.
–Por eso te rompés la cabeza para ser amigo de dios y seguir profesando el ateísmo no-nihilista informado. Un judío modernizado, ateo y pelado que se preocupa por la religión y una tradición jurídica que está más desactualizada que un lavarropas a pedal.
–Más o menos. También porque me resulta más fácil en la metáfora tener un alter-ego divino que comparta mis preferencias. Si te introdujera en estas experiencias como una diosa no sé... no sería igual, como no sería igual si aceptara para vos una naturaleza trinitaria. No. Me resulta más fácil así, representarte como fui socializado para representarte: único, más o menos macho, con buen humor, tolerante, de sexualidad dudosa...
–¡Dudosa! ¿Qué parte de que prefiero el polvo de Venus no entendiste?
–Eso fue por decir lo de pelado. Por otra parte, mucho más importante es que no voy a molestarme en hacerte preguntas ingenuas de la especie: “¿Cuáles son las verdaderas reglas alimentarias judías?”; en el monoteísmo politeísta no pueden existir tales verdades: lo ridículo de la guerra del jamón se disuelve en la necesidad filosófica de responder a valores y situaciones relevantes, porque cuando cada cual le consulta a su dios (a su representación de dios) éste (o esta, estos, estas, esas cosas) le responderán siempre lo quiera escuchar. Una persona ya sabe que uno tiene razón o no (en el sentido de que cree o no en la veracidad y propiedad de lo que opina), no necesita que la divinidad se lo confirme: lo difícil es entender que a los demás dios también les da la razón exactamente en la misma medida, porque así lo permite su multiplicidad intrínseca.
–De modo que tener razón no es una cuestión religiosa.
–No, viejito: la razón siempre es una cuestión de poder. Ni siquiera se trata de fuerza, de lo que uno le puede obligar puntualmente al otro a hacer, sino de poder: como nos disciplinamos los unos a los otros en el desarrollo de la historia judía en particular y humana en general para sentir, pensar y actuar (o no actuar). La discusión nunca debe ser entre judíos acerca de lo verdadero respecto de dios y sus normas: la discusión debe ser acerca de lo necesario para seguir siendo judíos y, por supuesto, permanentemente acerca de la justicia con la prójima y el prójimo. La cuestión no es si se come o no se come jamón, sino como defendemos al otro para que haga lo que le parezca aunque no nos guste su elección y mientras eso no suponga una injusticia con él, con nosotros o con terceros.
–Mirá. Parece que el té y el café juntos te ponen optimista.
–Para nada: a lo mejor me ponen idealista... y casi seguro me dan retorcijones y diarrea. ¿Optimista? Ni por casualidad.
Ya todo estaba dicho sobre la cuestión. Me levanté y metí yo también mis pezuñas hendidas en el agua y nos quedamos hablando “de cosas de las cuales mi canto no se ocupa”.