martes, 10 de marzo de 2009

El sionismo: luces y sombras de la intersección entre el nacionalismo judío y la judeidad (segunda entrega de tres)

Por A. Soltonovich Segunda parte
Luces del sionismo en el proceso de formación y consolidación del estado de Israel En el contexto que tratamos aquí, el proceso de formación del estado de Israel no termina con la declaración formal de independencia. El proceso se extiende durante un par de décadas en lo que puede llamarse la etapa de consolidación del estado, que no sólo comprende la defensa armada del territorio, sino la configuración de los sistemas jurídicos, políticos y económicos a escala local e internacional. El periodo comprende los años que van desde la última ola migratoria hasta aproximadamente finales de la década de 1960. Sin duda alguna, el gran desarrollo alcanzado rápidamente por el proto-estado y el estado a partir de 1948 parecieron justificar la defensa de la utopía sionista original. Ciertamente, los ideales políticos del sionismo obtuvieron su mayor impulso por causa del genocidio nazi y el éxito sionista funcionó como una demostración práctica de la propia prédica sionista: el judaísmo no podía sobrevivir como cultura en otras naciones, y el estado de Israel era la única garantía contra futuros genocidios. Nuevas vertientes del judaísmo, modernizadas, actualizadas, florecieron en muchas comunidades judías, y esto contribuyó a la riqueza cultural del judaísmo. La lengua hebrea fue rescatada para su uso no-litúrgico y la juventud judía interesada en formar parte de la realidad social de sus respectivos países encontraron en los movimientos judíos nacionalistas un espacio ideal para combinar su identidad cultural con prácticas sociales modernas. Al mismo tiempo, los judíos que veían con cierta indiferencia las prácticas culturales y sociales del judaísmo tradicional encontraron también en el sionismo la confirmación de que una nueva forma de identidad judía era posible. Un judaísmo laico, progresista, amante de las ciencias y las artes pudo florecer también y la presencia del proto-estado primero y del estado después revitalizó las relaciones entre las comunidades dispersas, creando espacios de opinión y de ejercicio para la judeidad. Por primera vez en muchos siglos, el judaísmo parecía reunificado e incluso las vertientes religiosas más conservadoras debieron conectarse en un sentido u otro con el resto de la judeidad, porque la presencia potencial y efectiva del proyecto sionista a casi nadie dejaba indiferente. Muy rápidamente, nuevas vertientes religiosas se desarrollaron, anticipando las actuales variantes nacionalistas e internacionalistas del judaísmo religioso, tanto ortodoxo como conservador y reformista. Sombras del sionismo en el proceso de formación y consolidación del estado de Israel A pesar de todo esto, el propio éxito del sionismo contribuyó a ocultar una serie de problemas a los que la judeidad debía enfrentarse, y para los cuales el propio sionismo no tuvo respuesta alguna, porque ni siquiera había sido capaz de apreciar estas cuestiones como problemas (véase la primera parte y el artículo “los problemas en problemas” en este mismo Blog). El golpe sufrido por el genocidio nazi fue tremendo para la pluralidad de expresiones judías y el carácter centralista de la prédica sionista no era un medio eficaz para la defensa de esta pluralidad. La necesidad de alinear al judaísmo con el estado de Israel supuso que se hiciera caso omiso de las condiciones demográficas que resultaron para el judaísmo al terminar la segunda guerra mundial. Las comunidades sefardíes habían sido reducidas a una expresión mínima y la mayor parte de la población judía mundial se concentró en países en los cuales las comunidades eran relativamente nuevas (en comparación con la historia judía europea) o en sistemas en los cuales el estado comenzó a reprimir las diferencias culturales (como fue el caso de la URSS y el bloque comunista en general). El sionismo práctico, muy atareado con la supervivencia del estado, no tuvo respuesta eficaz para esta situación, como no la tenía la judeidad en su conjunto. Por el contrario, se reforzaba la idea de la centralidad por vía práctica. Las lenguas que tradicionalmente habían sido habladas por las comunidades judías se debilitaron muchísimo, debido al éxito de la divulgación del hebreo y a la tendencia de los estados nacionales a restringir el número de lenguas y dialectos particulares que se hablan en cada nación. El Yiddisch, el ladino y el árabe –si, el árabe– desaparecieron como lenguas tradicionales judías y con ellas tendieron a extinguirse melodías y géneros musicales, poéticas y danzas, gastronomías, al menos en el campo popular. En este sentido, esas prácticas judías se degradaron de fuerzas vivas de las comunidades a recuerdos vagos o materia de especialistas. Culturalmente ya en esta etapa era posible registrar que el éxito político del sionismo conllevaba una degradación cultural de la judeidad. No se trata de una “culpa” del sionismo, ni de una ceguera forzada. Simplemente, así como el ideal nacionalista judío era parte de las tendencias sociales de su época, así también la desaparición de las culturas no-dominantes era una marca registrada del siglo XX. Sólo señalamos aquí que la vitalidad del sionismo ocultaba la degradación de la vida comunitaria, aunque la relación lógica entre ambos procesos, que sin duda existe, es mucho más compleja y profunda. Dentro y fuera de las fronteras israelíes, a pesar de la permanente fragmentación, la cultura judía tendió a homogeneizarse y, lo que es mucho peor, a volverse menos atractiva que la cultura dominante para quienes crecían en estas comunidades debilitadas culturalmente. Los procesos de asimilación y reducción demográfica (que hoy son evidentes para quienes quieran observar el estado de la mayoría de las comunidades judías de cierta importancia) tienen sus raíces en la propia modernidad. Y el sionismo es, como se ha dicho, un fruto directo de la ideología moderna, incapaz en buena medida de considerara la pluralidad cultural como un valor humano y una riqueza social. Incluso dentro de Israel, las fuerzas vivas de carácter religioso cambiaron para adaptarse a las necesidades del nacionalismo, conformando partidos políticos o utilizando el discurso religioso para justificar determinadas políticas públicas. La existencia de estas agrupaciones sociales demuestra que el sionismo por sí mismo no rechaza la pluralidad. Pero ocurre que está en su naturaleza social adaptar y reducir esa pluralidad para caber en el marco de instituciones y organizaciones. Estas organizaciones, en última instancia, reducen esa pluralidad a variaciones de la propia vida política y económica, antes que ampliarla como bienes culturales de un pueblo y de la humanidad. El daño más agudo que causa esta situación es la pérdida del sentido y del objeto. Buena parte de la población que nace en las comunidades judías, y también en Israel, son educadas o eligen caminos vitales en donde “ser judío” no reviste ninguna especificidad, ninguna característica singular. El sentido de vivir en comunidad se disuelve por este camino, y también por otro más peligroso todavía. A medida que la persona judía es alejada de su identidad (es decir, cuando no encuentra más motivos para sentirse parte de una comunidad cultural y social específica) las únicas conexiones que van quedando son las particularidades judías que hay en el mercado. Comer comida judía deja de ser cocinar comida judía para comprar comida judía; escuchar o tocar música judía deja de ser una practica popular para ser un consumo característico; incluso el formar una familia judía pasa a ser en ocasiones una obligación más que una sensación de preferencia personal. La educación judía y la vida social judías ya no pueden ser simplemente “vividas”, sino que deben ser adquiridas por un precio en un mercado cuya oferta es reducida. También en Israel las concesiones a los sectores culturalmente conservadores suponen una especie de resignación social antes que el disfrute de una característica particular. En definitiva, el proceso de consolidación del estado de Israel no supuso un fortalecimiento de la cultura judía mundial, sino que más bien acompañó su proceso de debilitamiento. A esto se agrega que la posición comprometida del estado en términos geopolíticos no ha contribuido a mantener la cohesión interna entre las diversas posturas judías respecto del sionismo y del nacionalismo judío. Las diferentes posturas respecto de las políticas de estado llevadas a cabo por Israel causaron una constante efervescencia que todavía continúa, pero debajo de la cual no hay una auténtica discusión sobre la vida judía. Además, los argumentos que se esgrimen en este sentido suelen ser muy pobres y a menudo son malintencionados. Hasta hace algunos siglos apenas el mundo musulmán era un refugio para los judíos, pues las persecuciones más importantes se daban en el ámbito de la cristiandad (pensemos en la inquisición, las expulsiones, los pogromos, los guetos, la calumnia de la sangre). Por conveniencia política del sionismo, esta historia judía ha pasado a un segundo plano, y el Islam o el arabismo son ahora las mayores amenazas. Sin embargo, si se mira atentamente la situación de la judeidad, se verá que las mayores amenazas provienen de las tendencias de esta cultura contemporánea, globalizada y feroz, que no se detiene en las fronteras de las comunidades ni tampoco necesitan visado en las fronteras nacionales. El sionismo como ideología, por razones históricas, no ha sabido reaccionar ante estos problemas del pasado reciente, que continúan y se multiplican en la actualidad.

El sionismo: luces y sombras de la intersección entre el nacionalismo judío y la judeidad (primera entrega de tres)

Por A. Soltonovich
Introducción Este artículo no tiene fines doctrinales, sino solamente explicativos y de planteamiento de debates. En alguna medida, es un resumen de las conclusiones generales de mi tesis de maestría, que espero publicar próximamente. No intenta negar al sionismo, ni su validez como expresiñon de la vida judía, tampoco defenderlo a ultranza: lo asume como parte integrante de la historia judía reciente, que es una parte de la historia humana reciente y, como tal, como un proceso con consecuencias esperables y de consecuencias inesperadas.
La distinción entre sus luces y sus sombras no alude a los contenidos éticos o morales del movimiento y sus diversas ideologías; alude, por el contrario, a lo que en él es o parece evidente y a lo que en él se encuentra velado porque el conocimiento sociológico que es necesario para su interpretación pocas veces se encuentra al alcance de las personas que interactúan con el sionismo en sentido práctico. Lógicamente, como el lector interesado ya conoce lo que es conocido, siquiera tangencialmente, nos centraremos en las "sombras", aquello que poco tiene de evidente. Para dar contexto a las situaciones actuales, y sin intentar recorrer toda una larga y compleja historia, se ha dividido la presentación en tres partes: luces y sombras en los orígenes, en el proceso de formación del estado de Israel y en la actualidad. Estas tres partes serán publicadas de manera sucesiva, para que los archivos resultantes no sean excesivamente largos. Cómo últimas aclaraciones, este artículo no trata sobre los conflictos entre árabes e israelíes, palestino e israelíes, o judíos y no judíos. Este artículo trata de las relaciones entre el sionismo y el judaísmo, es decir, entre partes integrantes de la judeidad. Cuando digo aquí “judeidad” me refiero a todo el amplio espectro de manifestaciones de la vida judía. Creo no mentir cuando digo que el concepto de "judeidad", al menos en este contexto, es una definición creativa que comparto con el Dr. F. Fischman, antropólogo. De todo los demás son responsable exclusivo.
Primera parte
Luces en los orígenes del sionismo El sionismo pareció ser la respuesta a una pregunta difícil: ¿Qué debía hacer el pueblo judío para terminar con su condición de pueblo paria, de cultura despreciada, de individuos discriminados por su origen étnico o su vocación religiosa? La respuesta que dio el sionismo en sus primeros años, allá en el último cuarto del siglo XIX (apenas una fracción en la larga historia judía) fue realmente interesante: supuso que la judeidad podía recurrir a los mismos elementos que parecían haber fortalecido a las sociedades europeas desde la disolución del feudalismo, es decir, supuso que la solución al problema de la diferencia de los judíos no consistía en negar esas diferencias, sino asumirlas como causas para el desarrollo de una identidad nacional. Porque el estado nacional parecía dar un marco adecuado a los problemas judíos: el estado organiza el ordenamiento jurídico, y un estado judío no tendría un conjunto de leyes básicas basadas en la discriminación de los judíos; el estado tendría sus propias fuerzas de defensa y seguridad que, siendo judías, no reprimirían a los judíos, sino que los protegerían; la economía del estado judío sería una economía realizada enteramente por judíos, resultando que no se abusaría del judío ni tampoco se lo acusaría de prácticas fraudulentas o dolosas por su presunta “naturaleza”; la religión dominante en el estado judío sería la fe mosaica en algunas de sus formas, evitándose la discriminación religiosa, el gueto y las acusaciones basadas en diferencias teológicas. En este sentido y considerando la discriminación política, social, religiosa, cultural a la que se encontraba sometido el judío medio en las comunidades europeas, el sionismo era una respuesta interesante sin duda: constituía una esperanza cierta, una oportunidad de libertad y autonomía. Estas no son luces menores y, en el contexto del que hablamos, nada tienen de irracionales. Pero hubo otras razones, secretas incluso para los padres y madres del sionismo, que influyeron en el desarrollo de los acontecimientos y que determinaron en parte el curso de la historia judía durante el siglo XX.
Sombras en el origen del sionismo En primer lugar, los creadores del movimiento sionista no reconocieron una cuestión importante: la población judía no era homogénea, ni tenía los mismos problemas. Había una población europea occidental, urbana, con tendencias cosmopolitas, para las que el estado judío podía ser la respuesta para escapar de la discriminación ideológica, porque el pueblo judío ocuparía su lugar entre las restantes naciones occidentales. Pero había también una población europea oriental, para la cual el estado judío sería la respuesta para salir de la persecución práctica y, en no menor medida, para escapar de la urgente carencia de recursos. Estas diferentes necesidades tuvieron importantes consecuencias en las colonias que comenzaron a integrar el sionismo realizador. En segundo lugar, los creadores del movimiento sionista no pensaron en las complejidades geopolíticas que implicaba la ayuda de los gobiernos occidentales para la realización del proyecto: el mundo estaba, de una u otra forma, ya casi completamente ocupado por seres humanos y, especialmente, pro pretensiones imperiales de jurisdicción, las famosas “áreas de influencia”: el desierto y los polos no eran opciones, de modo que incluso la mejor voluntad de los grandes imperios coloniales (Inglaterra, Francia, Italia, Rusia, el imperio Austro-húngaro, o el Otomano) daría como resultado algún conflicto de intereses territoriales y estratégicos, como efectivamente ocurrió. Lógicamente, la alianza (débil, a menudo traicionada) con algunas de estas potencias coloniales, implicó el enfrentamiento con aquellas potencias que eran rivales de las primeras e imprimió a la ideología sionista un giro discursivo que la asociaba a los valores occidentales en cuanto a las relaciones con otros pueblos. Creo que es excesivo decir que el sionismo fue una forma de imperialismo, pero creo que es posible decir que era una estrategia de colonización asociada al imperialismo europeo occidental. En tercer lugar, y ya entramos en terrenos todavía más alejados del sentido común, el pensamiento sionista no consideró suficientemente las implicaciones de su proyecto sobre la judeidad. Existen dos importantes razones para esto. Por un lado, los actores sociales raramente logran visualizar consecuencias posibles más allá de la ideología en la que desarrollan sus estrategias. Simplemente, son incapaces de ver consecuencias a largo plazo, porque el interés inmediato domina las tareas del presente. Esto no es una acusación, es una descripción de la ideología sionista en sus orígenes. Por otro lado, a fines del siglo XIX y principios del XX no existían o no se habían divulgado suficientemente los avances científicos que permitirían una interpretación más completa de los fenómenos sociales. En este sentido, los fundadores y realizadores del sionismo en sus orígenes no consideraron con bastante profundidad las consecuencias del nacionalismo. Porque la creación de un estado nacional no solamente supone la existencia de una soberanía territorial y jurídica y una población homogénea en algún sentido (cultural, religioso o étnico). El estado nacional también supone el acceso a una categoría de relaciones entre diferentes pueblos y sociedades que no es gratuita, sino que exige profundas transformaciones en los pueblos que se proponen o aceptan integrar la categoría. El nacionalismo y la nación, suponen no sólo la autonomía política, sino también la adecuación de las formas políticas, económicas y jurídicas. La base de la ley en las colonias judías y, luego en el estado de Israel, no fue la Torá y el Talmud, sino las leyes británicas u otomanas. La organización del sistema político no tuvo como base las antiguas tribus o la confederación de Samuel, ni mucho menos la monarquía de David y Salomón. El sionismo se propuso una organización política moderna porque era parte de su ideología, pero también porque era la única compatible con el estado nacional. La organización económica no se basó en las prácticas comunitarias sino que, de uno u otra forma, busco su integración al mercado interno y externo que evolucionaba rápidamente hacia el capitalismo y la producción de excedentes. Estas “elecciones” son en realidad necesidades, pues de otra manera el proyecto habría fracasado. El gran problema es que el estado nacional vincula la vida social al capitalismo y la producción de mercancías. De hecho, la lógica del sistema no es sólo la continua persecución del beneficio económico personal, sino también, entre otras cosas, la continua expansión del mercado, que convierte en mercancías bienes que antes no lo eran. Esto afecta a los bienes culturales y simbólicos tanto como a los clavos y a los zapatos y es incompatible con la judeidad, a la que desintegra para reintegrarla como series de mercancías. En cuarto lugar, el sionismo introdujo una lucha silenciosa entre sectores judíos ideológicamente dispares. Los promotores del movimiento sionista pretendían no sólo una “solución” para los problemas judíos. También querían un cambio de conciencia judía, que introdujera plenamente en la judeidad los valores y modos de la modernidad (íntegramente vinculados con las consecuencias señaladas en el punto anterior). No sólo querían una respuesta para el judaísmo, querían una respuesta del judaísmo en la aparición de un “nuevo judío” y un “nuevo judaísmo”. Esta decisión, perfectamente válida y comprensible, incluso legítima, incurrió en el frecuente inconveniente de considerarse a sí misma como la “única opción posible”, “la única opción razonable” o “la necesidad histórica”. Estas posiciones ya no son tan válidas ni legítimas, aunque sean comprensibles por la influencia de la ideología de la modernidad.
Sobre estas cuatro formas de las “sombras” en el sionismo continuaremos analizando su evolución en las dos partes restantes del artículo.

jueves, 5 de marzo de 2009

¡Extra, extra!

¡Últimas noticias! ¡Primicia absoluta!
Un colaborador de “El Partisano (cultural)” descubre el origen de la actual “ola de antisemitismo”. Le cedemos el micrófono (a ver si lo suelta antes de la hora del café). "Hola. Soy judío. ¡Shalom! (¿ven?) Tan judío como usted (no sé quien es usted, sí usted no es judío, no se ofenda: “Judío” no es un insulto). Soy judío, le digo, lo he sido toda mi vida, quiero seguir siendo judío. Probablemente moriré algún día, y espero morir judío e ir... a donde va todo el mundo. Siendo judío, no me gusta el antisemitismo (preferiría decir antijudaísmo, pero así nos entendemos). No me gusta para nada. No me gusta que me digan “Moishe” con el tonito racista que se usa para decir “bolita” o “paragua” o “brazuca”. No me gusta que utilicen, como si fuera un pleonasmo, la expresión “judío de mierda”. Al margen de lo verbal, no me gusta que me tiren piedras, no estoy particularmente interesado en que violen a mi madre, hermanas o esposa(s); tampoco disfruto la perspectiva de ser torturado en una celda inquisitorial ni me seducen vacaciones pagas en un campo de exterminio. Créanme, no me gusta el antisemitismo en ninguna de las formas prácticas, discursivas o simbólicas en que suele aparecer. Por eso precisamente escribir este artículo me resulta difícil, porque he estado escuchando acerca de la “ola de antisemitismo” que hay en el país. Siendo que no me gusta lo antisemita, soy un tipo sensible a sus manifestaciones y, la verdad, no he visto tal ola. Entiéndanme bien, no digo que no exista antisemitismo en Argentina en el año 2009, digo que no se ha expresado particularmente una ola de ataques de algún tipo contra la población judía. No he visto más antisemitismo que en otros tiempos, incluso, la verdad, veo menos. Veo gente, eso sí, que con buena, mala o peor intención sigue confundiendo las políticas del estado de Israel con la “esencia de lo judío”, en la forma del sionismo (no soy sionista tampoco, sólo soy judío). Pero la gente tiene derecho a expresarse a favor del pueblo palestino, tengan o no la razón, como yo tengo derecho a expresarme a favor de los derechos humanos en cualquier situación en la que sean maltratados: Kosovo, Darfur, Tibet, Guantánamo, Libia, Italia, Chechenia y muchas etcéteras. En imágenes más clásicas. No veo patotas de skinheads trazando miles de svásticas en cada puerta de la ciudad; no veo huliganes apedreando negocios en el Once ni incendiando sinagogas; no veo neonazis en cada esquina proclamando que Hitler tenía que haber ganado (si no fuera por los poderosos y traicioneros judíos, claro); no veo escuelas judías amenazadas con bombas a cada rato; no veo en la televisión a los judíos siendo comparados con ratas. El gobierno no ha echado la culpa a los judíos por el conflicto con el campo, ni por los efectos locales de la crisis económica mundial. Por el contrario, ha dictado orden de expulsión contra el “obispo” lefevrista que puso en duda el exterminio nazi. Recuerdo con mucho dolor aquel julio fatídico de 1994. Mucho agua, lágrimas y sangre corrieron bajo el puente desde entonces, pero a pesar del encubrimiento del gobierno menemista y las conexiones locales y las dudas sobre las pistas exteriores... no se habló entonces de “ola de antisemitismo” (al margen de que varios colaboradores cercanos a Menem eran judíos o "de origen judío"). Hoy, no veo razones objetivas para hablar de “olas” de antisemitismo. Insisto, no quiero insinuar que se han agotado los prejuicios racistas en nuestro país, pero hay muchos grupos que la pasan infinitamente peor que nosotros en cuanto al respeto por su condición de minorías y de sus derechos: bolivianos, paraguayos, gente muy pobre, hinchas de Racing... y nadie habla de “olas” de antibolivianismo, antiparaguayismo, antimiserabilismo o antirracinguismo (salvo, quizá, en la “otra mitad” de Avellaneda). Soy judío, no me gusta el antisemitismo y lamento decirles esto: creo que esta vez los prejuicios antisemitas los tenemos nosotros, los judíos y en nosotros está el origen de esta “ola” actual. Por lo menos una partecita. Antes de dejar de leer enojado haga un ejercicio de tolerancia. Piense, respire y piense. Sí le digo esto es porque me interesa el bienestar de los judíos (por lo menos de la gran mayoría) y porque me interesa que estemos protegidos contra lo que considero son los verdaderos peligros de hoy en día. Creo que el problema actual tiene dos partes. Una es política y superficial; la otra es cultural y muy profunda. En la primera parte del problema, tenemos una serie de prejuicios que oponen al judío medio con el actual gobierno (no soy Kirchnerista ni Fernandista de ninguna hora, nunca fui peronista). El judaísmo argentino actual es básicamente un judaísmo de esa clase media comercial y profesional, profundamente urbana e individualista, y sus prejuicios son los que suele tener esta clase social: los gobiernos que tienen tintes populistas o nacionalistas le desagradan... y si son peronistas, peor. No voy a hacer aquí un análisis histórico de este prejuicio, pero lo cierto es que no se debe asociar alegremente una ideología política con un prejuicio de algún tipo. Creo que, en alguna medida, este rechazo político actúa como caldo de cultivo para la presunta “amenaza” gubernamental o popular (populista) contra los judíos. Insisto, no veo ningún dato objetivo que avale esta postura. Los gobiernos van y vienen, este pasará como han pasado otros... esta parte me interesa menos. Pero la segunda, la parte cultural... no les voy a mentir: esta parte me tiene muerto de miedo. Y es que la cultura judía argentina se ha empobrecido mucho, se ha distendido mucho y se ha fanatizado mucho. Hoy en día, quien no es judío “muy religioso” o, al menos, “severamente conservador” en lo religioso, tiene pocas herramientas culturales para definirse como judío: la cábala, el colegio de los chicos, el club, algunas festividades, poco más. Pero siempre queda esa herramienta terrible para definirse como judío: “Ser judío es que los demás te odien por ser judío”, me dijeron una vez. En esta postura, no es que haya una ola más o menos grande de antisemitismo: es que alguna gente la necesita para “surfear” con su judaísmo a cuestas. En estas condiciones, el antisemitismo no es la “ola”, sino la tabla que nos mantiene a flote. Esto les vengo a decir ahora: está muy bien que nos protejamos contra algún nazi de turno; mejor aun si queremos estudiar todo el día la Torá (un tercio del día, otro tercio para el Talmud y otro tercio habrá que trabajar), me parece fantástico si muchos quieren defender una postura sionista, o un judaísmo laico y progresista, intelectual o artístico. Lo que me parece mal es que perdamos todo apoyo para la identidad judía que no sea el odio de otros (de unos “otros” cada vez más nebulosos).
No puede ser que nuestros tres (o seis) milenios de historia se agoten en las matanzas y las persecuciones: son importantes, no debemos olvidar sus causas ni sus consecuencias, pero el acervo cultural judío es infinitamente mayor que eso.
Dejenme que lo grite: El judaísmo no empezó con el genocidio nazi, no dejemos que termine con él.
Tenemos que volver a disfrutar la condición judía, ser un poco como el jasid y como el pionero jalutziano: vivir el judaísmo a través de la vida entera, del trabajo diario, y, también, a través de la alegría del ser. Con esto me quedo para terminar: judaísmo debe ser también alegría, no sólo tristeza. Felices por ser judíos, si llegan a venir verdaderas “olas de antisemitismo” estaremos mejor preparados para enfrentarlas con entereza y dignidad. La dignidad de ser judío puede ser algo solemne, si quieren, pero tiene que ser también profundamente vital. Y a esa alegría, y a esa vitalidad judía que debemos recuperar, he dedicado estas líneas. Compañeros de “El Partisano”, muchas gracias, les devuelvo la conexión...

miércoles, 4 de marzo de 2009

Táctica y estrategia en políticas de cambio institucional

(Nota: La tesis doctoral del autor de este artículo trataba precisamente sobre el análisis del impacto de las políticas públicas) Con bastante frecuencia, cuando en una organización se plantea una necesidad específica de cambio, porque se registra que “algo no va bien”, las respuestas posibles oscilan entre dos extremos. El primero de ellos es la respuesta rápida y directa sobre los síntomas e inconvenientes particulares. El segundo de ellos es la planificación de una política general que atienda a la materia. El primer camino es más rápido, y en ocasiones es necesario, como en ocasiones es necesario un tratamiento de urgencia que no respete todas las condiciones “deseables” para el tratamiento de un problema de salud. Sin embargo, los agentes sociales que están en condiciones de encarar determinadas políticas deben atender a los inconvenientes de esta elección. Por lo general, cuando se plantea la necesidad de un cambio en cualquier política, debe tenerse en cuenta que el tratamiento de problemas puntuales a menudo no tiene el efecto deseado. Porque muchos esfuerzos y recursos son destinados a objetivos puntuales que no necesariamente resuelven los problemas de fondo, y que a menudo sólo consiguen esconder los síntomas, que regresan luego más violentamente. Cuando esto último ocurre, se dice que la política desarrollada no alcanzó su “punto de consolidación”, la masa crítica en la que el conjunto de medidas tomadas se convierte realmente en un cambio en las tendencias. Nunca, en ningún caso, se trata de dar una “respuesta definitiva”, porque nadie está en posición de comprender todos los factores que intervienen en un problema institucional o social complejo. No obstante, sí es posible hacer mejores previsiones para que una política institucional alcance realmente el punto de consolidación. Estas previsiones tienen que ver con dos dimensiones relacionadas: la estratégica y la táctica. La dimensión estratégica permite comprender las debilidades institucionales (lo que hace que exista un “cambio necesario”) y la tendencia general que deben tener las políticas en conjunto. La dimensión táctica depende de la primera, e indica que elementos deben utilizarse, de qué manera y en qué momento. Es totalmente imposible tener una buena visión táctica sin la dimensión estratégica, pero las necesidades cotidianas hacen que este factor fundamental no siempre sea tenido en consideración. El mal uso táctico de los recursos humanos, materiales y temporales conlleva el debilitamiento de la política. Respecto de esta cuestión, los tiempos son de una enorme importancia. Por un lado, una carga excesiva de trabajos en paralelo desarma el modelo, porque rompe la resistencia de los recursos humanos para procesar la información: tenemos que recordar que un cambio institucional es siempre un cambio en las actitudes y comportamientos, en la acción social, de las fuerzas vivas de una institución cualquiera. Por otro lado, trabajos demasiado aislados no alcanzan a consolidar los cambios, no estarán suficientemente próximos para conseguir que la política institucional se consolide como un cambio. Y, también aquí, los tiempos más apropiados sólo pueden definirse si existe una mirada estratégica sobre los problemas institucionales y el cambio deseado. Hay que comprender que la dimensión estratégica no es “teoría”. No, es el resultado de un adecuado conocimiento práctico y crítico a la vez. Es un “saber qué hacer” concreto y no especulativo. El principal inconveniente es que, en una primera etapa, parece ser más caro e incluso inútil, porque lleva un tiempo reunir ese conocimiento y definir la estrategia. Es un tiempo en el que parece que “no se hace nada concreto”. Sin embargo, existen innumerables ejemplos de que la buena planificación en la dimensión estratégica, aunque nunca resuelve todos los problemas, obviamente, ni asegura el mejor resultado, ahorra muchos recursos en el mediano plazo. Por ejemplo, si se planifica la construcción de una casa, es mucho más probable obtener un buen resultado final si se tienen antes los planos de la casa, el análisis del terreno, las necesidades de materiales. Sí, en cambio, sólo se resuelven los problemas “paso a paso”, lo más probable es que se retrase todo el proyecto en cada reajuste que deba hacerse, en cada sorpresa con el terreno, en cada situación en la que sobran o faltan materiales. Por ahorrarnos un par de pasos al comienzo, en este ejemplo, deberemos dar marchas y contramarchas a lo largo de toda la construcción. Con las políticas institucionales la cosa es todavía más difícil (y aquí la sociología debe manejar tantas variables que es, como ha dicho un importante autor, “una forma de arte”). Porque el terreno, los materiales y los tiempos no son sólo más difíciles de determinar, sino que cambian de manera interna y continua. Siguiendo el ejemplo anterior, es como si el “suelo” sobre el que se construye fuera siempre inestable (la parábola del hombre que construyó su casa sobre arena); como si el precio de los materiales variara todos los días; y como sí el dueño de la futura casa pidiera un día una habitación más, o una sala de juegos, o una pileta de natación donde estaba planificado el living. En consecuencia, para la política orientada al cambio institucional, la planificación estratégica debe ser mayor, porque se instala frente a este tipo de problemas, en relación con la mera táctica. Además, estamos hablando de proyectar estos elementos a organizaciones judías, compañero partisano: todo será sujeto de debate en las tácticas. Y eso no es malo, porque para eso es la democracia en este sentido (o debería ser): un camino de discusión para encontrar la mejor respuesta posible a un problema. Mayor razón para llegar antes a un consenso estratégico, que permita limar posteriores diferencias y problemas. Igual que ocurre en un gobierno nacional, en donde cada ministerio quiere una parte mayor del presupuesto para cumplir con objetivos parciales, sí el gobierno no tiene ideas estratégicas claras, las idas y venidas harán que un gasto público grande no tenga los efectos deseados en un área determinada. Porque los pequeños esfuerzos en puntos demasiado distantes darán como resultado una descoordinación de tiempos y recursos que impedirá que la política alcance el punto de consolidación. Por ejemplo, una política educativa que construya demasiados edificios y forme pocos docentes, o muchos docentes de mala calidad por un desequilibrio en el presupuesto, conseguirá tener muchas “unidades de estudio”, pero en conjunto será una política ineficiente. En definitiva, cuando insistimos en el valor de la estrategia no estamos siendo “gentes de principios”, sino sujetos pragmáticos, aunque nuestro pragmatismo parezca contradecir ese otro pragmatismo desaforado de: “no importa lo que hagamos, pero hagámoslo ya”. Nuestro lema es, más bien, “no dejemos de hacer nada que pueda hacer crecer nuestras posibilidades de éxito”. Cambiar comportamientos y actitudes es el reto más difícil que un educador o dirigente social pueda plantearse, y esta dificultad es un factor determinante, porque aumenta las posibilidades de fracaso ante las malas decisiones estratégicas. Decíamos al principio que las respuestas posibles a un problema institucional oscilan entre dos extremos. Esto quiere decir que existen numerosas posibilidades intermedias, ya que ninguna acción táctica estará libre de cierta noción estratégica y viceversa: la noción estratégica aislada se bloqueará ante la falta de una táctica o serie de tácticas que la hagan operativa. Las organizaciones sociales y culturales judías contemporáneas suelen abusar de la “táctica” para resolver problemas, pero ello se debe a que falta contribuir al desarrollo de la estrategia. No es fácil, compañeros, pero esta es otra trinchera que tenemos que cavar: la trinchera de la reflexión estratégica. Si se desea recuperar o reconstruir cierta identidad, ciertos símbolos, vivencias y experiencias que se consideran valiosas, hay todavía más razones para reflexionar en términos de estrategia. Porque estos valiosos valores son históricos, es decir, pueden recuperarse, pero para un mundo que ha cambiado, y deberán adoptar formas apropiadas para este nuevo mundo. Esta transformación no es fortuita, debe estar filtrada por la planificación general de una política, porque la planificación específica de una actividad casi nunca tendrá un panorama completo de la situación. Como siempre, compañeros, sigamos en la lucha... pero que el apuro no nos haga disparar antes de apuntar, apuntar antes de cargar el fusil o cargar el fusil antes de saber para qué lado tenemos que poner las balas.
A. Soltonovich