miércoles, 14 de abril de 2010

Materiales para la construcción de políticas comunitarias 3

Política y comunidad: opciones de acción, participación y reintegración

Hemos sentado las bases de la discusión, hemos anotado las posibles causas de la actual crisis. Falta lo más importante: ¿qué estrategias, qué acciones pueden ser culturalmente positivas en este contexto, el de la debilidad cultural y la crisis económica de las instituciones? Para comenzar, hagamos un breve repaso de algunas estrategias que (según mi saber y entender) no nos serían útiles en la actualidad. No son todas, pero creo que son las más significativas para esta perspectiva:

a) El mesianismo. Esto es confiar en que llegará un milagro que nos salvará. Un antiguo proverbio rabínico dice que: “Hay que confiar en que el milagro llegará... pero hay que actuar como si no fuera a llegar”, que es una versión sofisticada de “Dios ama al pobre... y ayuda al rico” y de “Dios ayuda a quien se ayuda a sí mismo”. Dichos aparte, la fe (en dios, en el destino, en la ciencia, en el líder) siempre es útil porque refuerza la pertenencia a una estrategia política, pero no ES una estrategia política. El mesianismo requiere de un ingrediente que es ciertamente integrador, la creencia en la salvación inevitable, pero que es también paralizante. Sí, no importa lo que hagamos, la salvación igualmente llegará... entonces es lo mismo hacer algo o no hacer nada. Y la premisa de toda estrategia política es precisamente la intención de actuar.

b) La conservación del Statu Quo. Si justamente este estado de cosas, en el que los problemas no provienen de un enemigo muy fuerte con el que debemos negociar sino de las debilidades culturales internas frente a un contexto indiferente, es el que promueve la aculturación, es evidente que promover la inacción no es una estrategia útil. No sólo no es una buena estrategia progresiva, sino que no es una buena estrategia defensiva. Dejar las cosas como están es permitir que los problemas se desarrollen y progresen, en vez de hacer que progresen y se desarrollen las soluciones.

c) Buscar ayuda externa. En realidad, dado que el problema afecta a la cultura judía a escala global (y en el contexto de la globalización), no hay un “afuera” a dónde recurrir. Por otra parte, cualquier ayuda externa tendrá actualmente dos vías: la económica o la doctrinal, las cuales suelen estar combinadas, porque nadie consigue imponer una doctrina sin un esfuerzo económico ni tampoco es frecuente que alguien (persona o grupo) invierta su dinero en un proyecto en el cual no está convencido. Sin embargo, el gran problema de esta estrategia es que se trata de una respuesta heterónoma, no autónoma, es decir, que promueve la acción del otro y no la acción propia cuando, precisamente, una gran parte del problema es que hemos perdido la capacidad de integrar a los judíos mediante el aprovechamiento de su propio impulso de integración, razón por la cual deciden integrarse en otras redes sociales.

d) El elitismo. Suena feo (a mí me suena feo) pero es una opción que han elegido muchos judíos en la actualidad, bajo la premisa de que el judaísmo se trata de una suerte de “aristocracia” cultural, derivada de la “posesión” de una sangre especial. El problema del elitismo es que concentra la integración en aspectos que sólo muy puntualmente son “culturales”. La razón de esto es que el judaísmo se ha desarrollado durante dos milenios en contextos heterónomos y que las élites suelen imitar el comportamiento de las élites más poderosas, propiciando la segregación, el aislacionismo y el sectarismo. Esto sería tremendamente contraproducente en una comunidad cuyas bases sociales estuvieron durante décadas constituidas por personas de clase media. De todos modos, es probable que ciertas élites judías pervivan y sean las semillas de futuros judaísmos. El problema es que, para quienes no integramos esas élites, el judaísmo se convertirá en materia muerta, además de poco agradable, de modo que no puede constituirse en realidad como una estrategia política útil.

e) El aislacionismo. También llamado “repliegue de la identidad”, el aislacionismo es una estrategia de supervivencia cultural que propone separar lo más posible la identidad judía de su contexto. Aunque en algunos contextos es una estrategia útil, aunque muy limitada. En la actualidad de la comunidad judía argentina parece una opción pésima, porque sólo funciona si los integrantes de una comunidad unida por lazos culturales presenta una fuerte cohesión interna, lo cual no es el caso de la comunidad judía argentina, que históricamente ha buscado un equilibrio con el entorno que le permita sumar a lo bueno de adentro lo bueno de afuera: derechos, modos de organización, costumbres, placeres o modos de ocio son ejemplos de buenos aprendizajes que el aislacionismo rechaza. Además, si la comunidad judeoargentina muestra debilidades para convencer a los judíos de una mínima participación, cuánto más difícil sería convencer y auto-convencerse de adoptar artificialmente modos y costumbres que no están incorporadas. De la misma manera que nadie se despierta un día cualquiera habiendo cambiado todos sus afectos humanos, tampoco nadie puede decidir simplemente que es momento de renunciar a los espacios de integración no judíos y pasar a amar un espacio recién inventado.

f) Finalmente, el salvacionismo. No se trata de salvar costumbres ni tradiciones, mucho menos se trata de “salvar” a las personas de una situación que se considera negativa. Esa puede ser una estrategia de asistencia social, pero no es una estrategia política de integración cultural. Si, justamente, estamos tratando con la decisión de la gente de no participar, de sus dudas sobre cómo hacerlo o de su desgana por hacerlo, el discurso iluminado de saber como “salvarla” no puede menos que causar una reacción adversa. El salvacionismo predica para los conversos... y no convierte a nadie. Sirve, quizá, para sentirse bien pero, nuevamente, no permite trazar líneas de acción políticas y probablemente conduzca a un fuerte rechazo. La gente no necesita ser salvada de la aculturación, sino que puede, eventualmente, ser persuadida de participar de espacios en donde se cultiven y desarrollen valores, principios, costumbres y tradiciones por las que sienten afecto, de las que pueden sentirse parte. El salvacionismo se orienta casi siempre a salvar a un “otro” real o imaginario, pero aquí el problema no lo tienen otros, sino nosotros mismos.

De este repaso podemos obtener algunas respuestas: la necesidad de generar un movimiento interno, antes que dirigirlo a un supuesto “exterior” y la necesidad de plantear estrategias sobre la base de la autonomía y la participación. Es por estas razones que considero que las opciones de acción más útiles, viables y efectivas deben comprender dos aspectos fundamentales: la promoción de la participación y la reintegración constructiva, es decir, una reintegración de la gente que no sólo le abra un espacio comunitario, sino que le permita participar de su conformación. La elección de una estrategia de este tipo requiere dos premisas por las que debe trabajarse, por las que vale la pena esforzarse: la democratización de los espacios culturales y la tolerancia ante las diferencias culturales.

Si se repasan las seis estrategias que hemos criticado más arriba, creo que se verá con claridad que la democratización y la tolerancia son vías para construir desde un lugar que evite o al menos modere el mesianismo, la conservación del presente estado de cosas, la decisión de otros sobre nuestras propias circunstancias, el elitismo, el aislacionismo y el salvacionismo.

Actualmente existe una gran diversidad de opciones en cuanto a modos de organización familiar, espacios de recreación y reflexión, espacios de aprendizaje. No se trata de crear una ensalada de cualquier cosa ni un “judaísmo new age” donde cualquier cosa pueda llamarse “judía” a sí misma. Se trata de crear espacios políticos y sociales para la creatividad cultural, para reunir y enfrentar a la gente y permitirle desarrollar su riqueza humana en espacios judíos que puedan apreciar como tales. Lógicamente, si se consigue que estos espacios sean enriquecedores y atractivos, es mucho más probable que la gente pase a considerarlos una necesidad que valga la pena apoyar económicamente, además de culturalmente.

Precisamente, he venido hablando mucho de políticas para tomar distancia del economicismo absoluto, lo cual no significa perder de vista los problemas económicos de promover este tipo de acción. Sin embargo, debe destacarse que no se trata de un proyecto que pueda realizarse a corto plazo, invirtiendo dinero en animadores o campañas publicitarias de persecución de potenciales socios: esas estrategias ya se han utilizado y han fracasado estrepitosamente (o silenciosamente, porque casi nadie lo notó). Por el contrario, hablo aquí del diseño de una estrategia más profunda, de largo plazo, de transformación gradual de las instituciones mediante avances puntuales en la democratización y la tolerancia, que son puntualmente baratos de sostener. Se trata de promover entre las fuerzas vivas remanentes un cambio de actitud que sea invitante y atractiva no desde “la oferta de la semana” sino desde una política de tolerancia, en la cual se acepte la diversidad para enriquecer la particularidad de lo judío.

Por supuesto, también a largo plazo esto supone que el judaísmo que saldrá será diferente del judaísmo que conocemos. No obstante, es más probable con esta línea estratégica que surja un judaísmo más firme, menos endeble que el que existe hoy en día, del cual están excluidos no sólo muchísimas familias que por diversas razones se han alejado de las instituciones judías, sino también muchos judíos que ya no encuentran en las organizaciones judías los valores judaicos que aprendieron a amar y por los que sienten cariño y nostalgia, pero que no saben cómo desarrollar y para los cuáles, por supuesto, encuentran problemas para transmitir a sus hijos y demás descendientes.

No se trata, por lo tanto, de abrir las organizaciones judías a cualquier influencia o característica no judía, sino, al contrario, de re-judaizar sus espacios culturales en términos de la democratización y de la tolerancia hacia las circunstancias familiares y personales que hacen a la existencia cotidiana de las personas. Se trata de proponer espacios de encuentro y de debate, de formar activistas antes que líderes, de tolerar diferencias para permitir una mayor integración. Esta estrategia, ante la carencia de recursos económicos, puede permitir un mayor uso de la creatividad, sumando a las personas a espacios de creación intelectual y estética, en vez de recurrir a personajes y festivales suntuosos, en donde “lo judío” no esté en nosotros mismos, sino en la mente de otro o, lo que todavía es más triste, en la decoración.

El temor a que se introduzcan en las instituciones judías elementos “extraños” no-judíos, es injustificado. En primer lugar, porque eso viene pasando desde hace décadas. En cada nuevo intento de rescatar espacios judíos se ha promovido la des-judaización de las instituciones o, por el contrario, el conservadurismo elitista o aislacionista, que resulta una fuente de desintegración por cuanto excluye a numerosas familias no judías con integrantes judíos y a familias judías con integrantes no-judíos. En segundo lugar, porque históricamente la particularidad de lo judío ha sido aprender lo bueno (y lo malo, admitámoslo) del entorno cultural para incorporarlo a la vida judía. ¿O la gastronomía judía, por ejemplo, es exclusivamente judía? ¿No es acaso comida árabe, o polaca, o rusa? El nacionalismo sionista tampoco es una idea judía sino la adaptación de una ideología para un grupo social particular. Los ejemplos son interminables: artistas plásticos judíos que se han integrado a movimientos estéticos no-judíos de todas las latitudes, científicos e intelectuales judíos, escritores judíos de los que nos enorgullecemos porque han sido reconocidos por el entorno no-judío.
Tolerancia es también el reconocimiento de la identidad autónoma, cuando los interesados respetan valores judíos a pesar de no cumplir con las exigencias de otros (rabinos, instituciones) para asumir dicha condición. Esta es la tolerancia ante la diferencia que respeta la Sinagoga como espacio de reunión, antes que asumir al Rabino como líder. Son dos experiencias diferentes de la vida judía. No existe inconveniente alguno en que un rabino lidere y oriente a una comunidad espiritual en aspectos teológicos o doctrinales, pero no puede esperarse un buen resultado cuando se le otorga el poder sacralizado de decidir sobre las condiciones de la identidad de gente que no está previamente integrada a su congregación, pues naturalmente esta gente tendrá ideas diferentes que sólo pueden desarrollarse en un espacio democratizado.

Como siempre, con esta serie de El partisano (cultural) intenta poner el dedo en las grandes llagas de la judeoargentinidad contemporánea, propiciando la discusión y atendiendo a ese sordo reclamo de las generaciones que vamos pasando observando cómo se diluyen las costumbres y valores judíos y cómo se aleja la posibilidad de enriquecer las vidas judías y no judías con las experiencias y las vivencias del judaísmo.