Después de charlar con un amigo, que ustedes no tienen seguramente el gusto de conocer, me pareció apropiado escribir algunas palabras que echaran oscura sombra sobre las prácticas alimentarias rituales judías, contenidas en las reglas de Cashrut, después intercambié mensajes con un compañero de trabajo y se me cruzaron los cables... este es el inesperado resultado del cortocircuito resultante.
Para empezar, debe decirse que existen al menos dos paradigmas generales para interpretar estas prácticas: el primer paradigma es precisamente la interpretación de su carácter ritual, es decir, una práctica estructurada por la normativa y el culto judíos y, a la vez, estructuradora de la vida de los judíos avocados al desarrollo y mantenimiento de dicha normativa; el segundo paradigma, en cambio, consiste en la interpretación de su carácter simbólico a partir de teorías sociológicas, semiológicas y antropológicas y determinados conocimientos técnicos. ¿Cuál es la diferencia entre ambos? Ciertamente, no se trata de una diferencia de racionalidad, pues ambos paradigmas son, en cuanto a sus reglas internas de verificación de proposiciones, igualmente coherentes. Es verdad que existen profundas diferencias entre ambos paradigmas, pero siempre ocurrirá que los defensores de uno considerarán que la actitud opuesta es en cierto sentido irracional. No se trata tampoco de una cuestión de fe, pues ambos paradigmas tienen idéntica fe en sus principios de validación. Preferimos aquí creer que la diferencia es la perspectiva (casi siempre difusa, internamente plural y conflictiva, por otra parte) de las asociaciones de seres humanos que las sostengan, y las relaciones entre ellas están sujetas a relaciones recíprocas de poder, que están históricamente situadas. Esto supone que nuestra propia perspectiva se aproxima más al segundo paradigma, porque la propia descripción de los paradigmas debe hacerse necesariamente desde un paradigma, definido en este sentido como un conjunto de prácticas con sentido ideológico, es decir, con capacidad de representar las relaciones que las personas tienen con sus propias ideas acerca de sus condiciones de existencia.
El primer paradigma, que generalmente se identifica (y auto-identifica) con el pensamiento religioso (porque está vinculado con el culto, sus ritos y sus mitos) puede percibirse como una perspectiva interna, pues sólo depende de consideraciones internas de validación de las proposiciones que en su contexto se sostengan. El segundo paradigma, por el contrario, se identifica con el pensamiento científico, porque reclama formas externas de validación de las ideas vinculadas a los paradigmas, es decir, reclama que sean teorías diferentes a las presentes en la doctrina y el culto las que interpreten los contenidos de la doctrina (y por esta razón no incluimos en este paradigma a la filosofía ni a la teología).
En este sentido, el paradigma ritual-interno valida las reglas alimentarias rituales judías según los mandatos considerados divinos (corporizados en determinados textos canónicos) y las interpretaciones desarrolladas por “sabios” reconocidos y legitimados de diferentes épocas y geografías. Por su parte, el paradigma simbólico-externo interpreta dichos contenidos utilizando textos científicos y opiniones ceñidas a teorías y métodos de investigación de distinta índole, pero generalmente validados en instituciones de tipo académico, o análogas a éstas.
La larguísima tradición judía ha producido interesantes variantes a este modelo, pues lo que en su momento pudiera haber sido una interpretación de la segunda especie pudo haberse convertido con el paso del tiempo y las interpretaciones posteriores en interpretaciones de la primera; el caso inverso es más raro, pero no infrecuente.
Lamentablemente, las complicaciones no se reducen a esta dicotomía (que es tan débil y esquemática como cualquier otra) sino que internamente ambos paradigmas ofrecen numerosas posibilidades.
Dentro del primer paradigma las diferencias internas tienden a modificar interpretaciones dentro de un marco de prácticas bastante estables (pues de otro modo pronto se harían irreconocibles y el culto sería otro como ocurrió, efectivamente, con las reglas de Cashrut en el contexto del Islam): en este sentido, a pesar de asociarse al pensamiento ritual y “religioso”, el paradigma interno es más resistente al paso del tiempo, precisamente porque el segundo paradigma es propio de un contexto en el cual el cambio de las construcciones con sentido (y que dan sentido) es más normal que la estabilidad. A su vez, la flexibilidad y amplitud de la ciencia resulta ser también, curiosamente, una fuente de debilidad relativa porque, al menos en apariencia, los defensores del primer modelo “cambian menos de opinión” y el sentido común tiende a atribuir una mayor legitimidad a las ideas más durables. No obstante, “más durable” significa también “menos versátil”, en un contexto donde la falta de versatilidad constituye una importante debilidad relativa. Porque el carácter dinámico del contexto exige una permanente adaptabilidad, la cual, evidentemente, es más accesible a las ideas más versátiles. No es ningún secreto histórico que la ciencia y sus innumerables campos y especialidades deben su multiplicación a las características dinámicas de las sociedades modernas y contemporáneas, y no es posible extenderse aquí sobre la cuestión.
Mostremos esta situación, que tiene notorias consecuencias socio-políticas, con algún ejemplo. Existen muchas perspectivas internas-rituales para interpretar la norma alimentaria judía que prohíbe consumir carne de cerdo. Sin embargo, la variedad de la religiosidad judía ha derivado en grados de observancia diferente en cuanto a su cumplimiento efectivo y modos de aplicación, sin que ello haya significado un fraccionamiento del sentido general de la propia normativa alimentaria: dentro del culto, se la reconoce como válida, aun cuando se considere que su cumplimiento tenga diferentes grados de exigibilidad (que van del absoluto al cero). La riqueza analítica de este proceso está limitada por las razones que se expresaban más arriba: este paradigma no es demasiado versátil. En cambio, se nos presentan tres diferentes (no únicas y no necesariamente incompatibles) perspectivas simbólico-externas para intentar explicar esa misma norma.
Una primera línea explicativa sugiere que el consumo de cerdo fue prohibido debido a las enfermedades que este animal portaba y que, luego, este sentido práctico fue revestido de un carácter religioso. Una segunda línea sugiere que el consumo de cerdo fue convertido en tabú porque al tratarse de animales omnívoros (multívoros es quizá más apropiado) se presentaban como competidores alimentarios del ser humano (el cerdo y el ser humano componen un selecto grupo de evolución natural en este sentido). Una tercera línea profundiza más en los aspectos filosóficos de las prácticas sociales y sugiere que la carne de cerdo no podía consumirse porque era considerada impura porque el cerdo era, en realidad, un animal sagrado. Esto podrá parecer una contradicción a los ojos de un lector no advertido, por lo cual será necesario profundizar sobre la cuestión algo más adelante.
La primera tesis choca con la evidencia de que muchos alimentos permitidos también son potenciales huéspedes y transmisores de enfermedades; a la vez, las normas alimentarias prohíben otros alimentos que no parecen producir enfermedades. En realidad, esta tesis parece ser más una defensa cuasi-científica ad hoc, desarrolladla posteriormente para sostener la racionalidad de la práctica en su contexto de desarrollo original.
La segunda tesis, por su parte, deja dos cuestiones controversiales: la primera, y más obvia, es que un animal omnívoro es un competidor de otro en igualdad de condiciones (es decir: si ambos están efectivamente compitiendo por el alimento disponible) pero no lo son si uno cría al otro (en este caso el humano al cerdo). En este supuesto, de hecho, el animal omnívoro es más fácil de alimentar; la segunda es que la prohibición de algo siempre existe dada la existencia de algo. Por ejemplo, la prohibición de robar sólo puede existir en culturas que reconocen la propiedad exclusiva, el adulterio sólo es castigado si tiende a producirse, de lo cual se deduce que la institución defendida, el matrimonio en este caso, contradice o reprime alguna tendencia existente. Por lo tanto, sólo tiene sentido prohibir el consumo de cerdo si efectivamente se encuentran cerdos que potencialmente la gente podría consumir y si esta gente estaría dispuesta en algún caso y por algún motivo a violar la prohibición. Es cierto que la ley judía, a medida que desarrolló su casuística, terminó por presentar algunos criterios generales (el tipo de pezuñas, la cobertura externa, etc.) pero ciertamente no cabría esperarse que la ley alimentaria judía se pronunciara explícitamente sobre la posibilidad del consumo de Mamuts, Tiranosaurios Rex, Alpacas, Pingüinos Emperador o Canguros. En el caso del cerdo, la norma delata su presencia: a un competidor alimentario, como podría ser un lobo respecto de la ganadería ovina o el zorro respecto de la avicultura (y que además transmite enfermedades), se lo extermina, no se lo convierte en tabú religioso.
La tercera tesis es más sutil y, debe decirse ya, más ajustada al conocimiento histórico disponible. También es importante para este artículo por una razón que se desvelará más tarde. La asociación de lo sagrado con la pureza es un fenómeno religioso tardío en el judaísmo y su influencia principal ha sido con toda probabilidad la filosofía religiosa persa (tan vinculada a elementos indoarios –si, leyó bien, arios, pero no tiene nada que ver con el nazismo–). En las diversas variedades del pensamiento filosófico que se alimentaron en el corazón del vasto y longevo imperio persa la distinción de lo puro como sagrado era fundamental, y esto se transfería a las prácticas religiosas y políticas: el fuego (con Shammash, el “fuego de firmamento” el sol, a la cabeza astrológica) era la representación antonomástica de la pureza. Sin embargo, la religión judía se nutre de sustratos religiosos mucho más antiguos y, como ha quedado bastante probado, en el pensamiento religioso antiguo lo sagrado era algo en este mundo que no pertenecía totalmente a este mundo, que en alguna medida era ajeno a él y que, por lo tanto, debía ser alejado del mundo cotidiano, repudiado: debía convertirse en tabú, en prohibición. Este repudio es lo que constituye el fundamento de lo sagrado. Lo que es tabú debe mantenerse alejado porque es impureza en un doble sentido: pertenece en realidad a un orden de cosas más elevado, que no debe contaminarse del ser profano del resto de la existencia, por otro lado, la existencia cotidiana no puede preservarse si se contamina de lo sagrado-impuro, es decir, si se vulnera el tabú. La suma de determinados elementos sagrados-tabú constituye un discurso complejo acerca del mundo cotidiano y el universo externo al que no puede accederse sin purificarse de la cotidianeidad y es, a la vez, lo que da límite (y por lo tanto forma) a una comunidad: es su tótem, del cual emana fuerza espiritual y el cual condena la debilidad moral que aparece cuando se vulnera un tabú. De esta manera, el establecimiento de una prohibición convierte en prohibido e impuro algo, pero para que ese algo sea elegido debe poseer previamente alguna característica de lo que no es de este mundo: debe ser algo sagrado. Es por eso que en la descripción clásica de las religiones antiguas “sagrado” e “impuro” sean considerados prácticamente sinónimos.
Ahora bien, no debe olvidarse que el culto no es solamente un conjunto de creencias filosóficas sino también las prácticas vinculadas a estas creencias. Y estas prácticas tienen siempre un asiento material, práctico que se establece en determinadas relaciones e instituciones sociales. En el caso de la religión judía antigua, en la época de los reinos pos-salomónicos, entre el siglo décimo y el quinto antes de la era común (que es cuando la hegemonía persa cambia muchas instituciones) la institución elegida como línea entre este mundo y el otro era el sacerdocio. Era en el sacerdocio, entonces, donde se tocaban los universos y era en el sacerdote, por lo tanto, donde debía existir la conexión. En el canon judío esto se refleja más que en ninguna otra parte en el libro del levítico (tercer libro del pentateuco) y da pie para mi conjetura descabellada de hoy (aunque no lo es tanto, simplemente se opone al sentido común).
Originalmente, el libro del levítico fue escrito como un compendio mítico-normativo exclusivo: no era para la educación de todo el pueblo de Israel, sino sólo para quienes tenían que conectar este mundo con el otro: la tribu de Leví, la casta sacerdotal judía iniciada (de manera mítica) por el hermano del gran profeta Moisés: Aarón. Esta tribu renunció al poder temporal y no recibió tierras en la tierra conquistada por Josué, en la confederación de tribus liderada por los jueces ni en el reino unificado bajo Saúl, David y Salomón (quien instituye finalmente el servicio del templo de Jerusalén dedicado al dios Yavé, cuyo sacerdocio masculino es el de Levi).
Los levitas nutren y protegen al círculo de los auténticos oficiantes sacerdotales: los cohanim (la palabra “cohen”, es de origen mesopotámico), investidos por su sangre y sus prácticas de purificación para el servicio de la casa de dios. Y es esta purificación requerida la que se simboliza en el vestir, en el vivir... y en el comer. En mi opinión, las reglas más estrictas de la Cashrut estaban originalmente reservadas a este círculo cerrado y selecto, porque, si fuera una práctica obligatoria y extendida, nada tendrían los sacerdotes de especial, siendo como eran, también, hijos de Eva y Adán, de Sara y Abrahám. Por eso los sacerdotes estaban obligados a abstenerse de conocidos manjares impuros (sagrados) como la buena carne de cerdo. El principio es análogo a la castidad requerida a las vestales romanas o (tardíamente) al sacerdote católico. La alimentación sagrada era totémica, integraba la casta sacerdotal internamente e integraba el mundo religioso con el profano.
Más tarde, con la destrucción del templo (cuyas prácticas ya habían sido alteradas profundamente por el influjo persa) y la desaparición del levirato y el sacerdocio judío, los intérpretes del canon debieron buscarle un lugar nuevo en la tradición judía y lo que antes había sido obligación exclusiva del sacerdote ahora pasó a serlo de todo judío observante de la ley, que era a su vez la ley reinterpretada en sinagoga por los eruditos rabíes de diferentes escuelas y generaciones, y que comprende la compilación del canon definitivo del pentateuco, los libros de los profetas y los escritos adicionales seleccionados de una bibliografía mucho más extensa que llega hasta los apócrifos tardíos como Tobit o los cuatro libros de Macabeos y comprende literatura más antigua, como la recopilada por los monjes esenios: el libro de la sabiduría, los hijos de la luz y los hijos de la sombra y otros. Los cabalistas medievales aprovecharon para introducir en este canon secundario su propia bibliografía básica, como el libro del esplendor. Pero la actividad interpretativa principal fue de orden fundamentalmente jurídico, y en ella intervinieron los compiladores de los tratados de Mishná y las extensas doctrinas derivadas compiladas en el Talmud. Con un par de milenios la práctica de la Cashrut quedó establecida como marca de identidad, aunque casi sin dudas su observancia absoluta sólo rigió para determinados círculos intelectuales y políticos. En diversas geografías, luego de finalizada la compilación del Talmud (hacia el año 400 de la era común), la legislación se actualizó mediante códigos y comentarios adicionales (el Mishné Torá, el Shulján Aruj, etc).
Para el judío observante, todas estas son fuentes potencialmente legítimas para sus prácticas, pero parece que es defendible un judaísmo, incluso un judaísmo con vocación religiosa, que no haga de la Cashrut un núcleo central de su práctica ritual. La actual tensión acerca de la centralidad de las reglas alimentarias en los principios de identidad constituye una posibilidad, pero ciertamente no una necesidad para la auto-identificación de la tradición judía y la integración comunitaria de los judíos. A fin de cuentas, la prohibición de comer jamón sólo debería regir para aquellos capaces de discutir acerca de la pertinencia o no de dicho tabú. En la práctica, sin embargo, las reglas de Cashrut son materia de especialistas calificados que certifican burocráticamente la cualidad de un alimento o elemento implicado en la preparación de alimentos. Y algo reservado a especialistas burocratizados nunca puede ser realmente un principio general de identidad.
Salto cuántico: de la Cashrut al emoticón
El emoticón es un gráfico simple y claro que pretende transmitir una emoción sin recurrir al discurso verbal o modificando la percepción de un discurso considerado según su contenido y su gramática. La palabra emoticón es un neologismo que reúne brutalmente dos términos el de emoción y el de ícono: la emoción es la cualidad emotiva asignada a una percepción o a una descripción de la realidad circundante, el ícono es la representación gráfica de una referencia definida como arquetípica: así, la sonrisa es emoticón de la alegría, el rostro rojo es emoticón de la furia, la lágrima es emoticón de la tristeza. El tropo lingüístico correspondiente es una metonimia donde se toma una parte por el todo, pero presentada de una manera extremadamente simplificada, hasta que la simplificación se convierte en el objeto mismo del emoticón, reduciendo las posibilidades de la realidad. Desde el emoticón consolidado, la alegría es sólo la sonrisa (que es un resultado reflejo de la alegría en el mejor de los casos), la lágrima es toda la tristeza (cuando puede ser producida por un poco de polen), el rostro rojo es la ira (no un trasnochado comunista, no un principio de ahogo, no una característica étnica). Los emoticones son cabalmente incapaces de representar situaciones emocionales complejas, que son las que predominan en el ser humano, y nos devuelven a la simplicidad casi acultural del animal.
Segunda conjetura disparatada de la fecha: el jamón sí o el jamón no es un emoticón de la condición judía actual: reduce su complejidad, aniquila su riqueza, explota lo superficial y reniega de sus contenidos y desarrollos más interesantes, esos que harían valer la pena a la condición judía en un mundo cada vez chato y de emociones-íconos que no representan, sino que reemplazan a las emociones. Del mismo modo que a las emociones esta chatura ataca al pensamiento: ya no hay doxa, una idea consolidada en una opinión elaborada, sino sólo doxiconos robados al sentido común y a alguna ocasional lectura, de la misma manera que rebajamos la expresión de nuestras emociones a las débiles imágenes de una bolita sonriente.