Estaba solo en casa dándome una buena ducha en esos días en que empieza el calor y no para. Entonces aconteció lo siguiente:
“Antes de que yo cerrara el agua, y muy a su manera, él corrió súbitamente la cortina, me alcanzó la toalla y me dijo: “Te enteraste que empezó la guerra ¿no?”
Del susto que me pegué resbalé para atrás y me iba a dar la cabeza contra la pared. Sin embargo, en vez de escucharse un sonido seco en ese ambiente húmedo y que después se me viera caer en la bañadera, mi nuca se hundió suavemente en los azulejos y floté con la insoportable levedad del ser hacia fuera. El agua dejó de correr y la toalla, que estaba perfectamente seca y tibiecita, me envolvió antes de que pudiera decir: “la puta que te parió”. Con la misma suavidad fui reasumiendo la posición vertical.
–¡Café!
Esta palabra-necesidad-reclamo es lo que pude decir en el momento. Había una taza de café doble flotando frente a mi nariz
–No. Este es mío. Para voz hay esto.
Y lo que aparece es un té de Darjeeling blanco aromatizado a la naranja, con una gota de agua de azahar, leve toque de canela en uno de los bordes de la taza y un platito con masitas de limón de Delifonseca, del número 12 de Stanley Street, Liverpool, UK, según la servilleta, en donde no estuve jamás en mi vida.
Asumí la invitación como un pedido de disculpa por el susto. Pero el susto me duraba.
–Casi me mato.
Con su café en la mano dios me dice:
–Sí. Digamos que casi te matás.
–¿Qué?
–Digamos que tuve que retroceder un poco el tiempo para seguir la conversación.
–¿Qué?
–Digamos que tuve que retroceder el tiempo un par de veces.
–¿Me mataste del susto dos veces?
–Digamos que “un par” significa “dos”.
–Un par significa dos.
–Dejémoslo así. Disfruta las masitas.
La noticia de mi reciente y múltiple deceso y resurrección no me sacó el hambre (tengo una mala racha con el tema: nada me saca el hambre). Me terminé las masitas.
–¿Salimos?
Y así me aparecí envuelto en mi toalla a la sombra de una colina y en el fondo de un barranco por donde corría nada menos que el río Icho Cruz.
–Sé que te gusta este lugar.
–Sí. No sé porque nunca volví.
–Sí sabés.
–Sí. Si sé.
Me terminé el té.
–Deja la taza y el platito en esa piedra, yo después limpio.
Hice caso, pero en el fondo quería más té.
–Creo que antes de convertir mi baño en un Dalí en cinco dimensiones estabas diciendo algo de una guerra y, discúlpame que te diga, estoy más o menos al tanto de la situación de actualidad internacional y el tema de Corea...
–Olvidate de Corea. Empezó la guerra del jamón.
Es difícil aceptar las tonterías con las que sale la única superpotencia sobrenatural del universo cuando uno es solamente una mota de polvo estelar que pasa fugazmente por la indecencia de la conciencia.
–Te dije que tenías que dejar de meter la cabeza en los agujeros negros: se te comprimen las ideas y tenemos al universo en manos de un dios aturdido ¿o es que otra vez te estuviste dopando con el polvo de los anillos de Saturno?
–¿Te das una idea del tamaño del sacrilegio blasfemo apóstata abominable y blasfemo que acabás de proferir?
–¿Puede ser otro té, pero con un terroncito más de azúcar?
–Disculpa. Servido.
–Se agradece. Te repetiste con lo de blasfemo, señal de compresión cerebral segura, si tuvieras cráneo y cerebro, pero usted me sigue con la metáfora.
–Lo sigo. Lo sigo. Antes de que sigamos por ahí. Pensé que te interesaría un poco más la guerra del jamón.
–Ya paso bastante ridículo relatando cada encuentro nuestro.
–¿En serio? ¿Dejás estas cosas por escrito?
–Sabes que sí... las que me acuerdo... y como me las acuerdo.
–Qué cosa. Bueno. Igual quería saber tu opinión.
–¿Me vas a hacer confesar que en realidad sí tengo idea de lo que estás hablando?
–Ya que va a quedar registrado...
La hago corta y les hago un resumen. En una comunidad judía de cuyo nombre y situación geográfica prefiero no acordarme aconteció lo siguiente, según supimos: invitaron a un rabino a almorzar (otros dicen que a cenar) a una asociación tradicionalmente laica y nada observante respecto de las reglas alimentarias judías de carácter religioso. Con mucha falta de delicadeza le ofrecieron servirse a dicho rabino un poco de fiambre de cerdo, animal considerado tabú por tales reglas. No sé en qué términos el rabino declinó la invitación, pero el presidente de la institución, furioso por el humillante error, resolvió de manera intempestiva que los servicios de alimentos de la institución no debían servir jamón a nadie. Esta resolución, arbitraria y en oposición a las reglas de la institución, motivó la protesta de algunos socios de la misma, que se movilizaron exigiendo el retorno del jamón al menú. No sé ni me importa como terminó la cuestión. Pero a eso se refería mi querido amigo el dios de los creyentes en él con lo de la guerra del jamón.
–Quiero saber tu opinión.
–No sé para qué, la situación roza el ridículo, yo me dedico a cosas importantes...
No me es posible describir la magnitud de la sonrisa cómplice que nos dirigimos mutuamente dios y yo: yo, dedicado a cosas importantes... no me hagan reír.
–En fin. Tratemos de ver los puntos importantes.
Me senté en una piedra, dios metió los pies en el río, nada de caminar por encima.
–En primer lugar: si se ofrece hospitalidad, se la acepta en los mejores términos posibles. Uno puede ignorar las costumbres del prójimo. Sin embargo, no parece razonable que éste sea el caso. Atribuyámosle el hecho a un error involuntario y no a una conspiración anti-rabínica y sólo con cambiar el plato continuaríamos alegremente con el almuerzo o cena, ya que el rabino en cuestión tampoco podía ignorar la norma en la institución, que consiste en manducarse al marrano. En segundo lugar, acaecido el error la reacción de prohibir el consumo de jamón tiene varios aspectos interesantes. Uno: que las reglas alimentarias religiosas judías no consisten únicamente en el tabú del cerdo. En consecuencia, esta única prohibición no equipara la alimentación de la institución a las normas religiosas. Dos: dado que la inadecuación persiste la súbita prohibición se presenta como un símbolo de otra cosa: un intento de expiar el error o de castigarlo, de parecer dispuestos a obedecer mandatos ampliamente desconocidos, de resguardarse de futuras críticas. Tres: la reacción frente a esta prohibición no consistió en exponer un deseo de cumplir con un cambio en las normas alimentarias, sino que se prefiere continuar con la costumbre anterior, consistente en despreciar el tabú de la carne de cerdo.
–Esperá. Yo creía que me ibas a salir con una de tus interpretaciones históricas acerca de las reglas alimentarias judías.
–Es que ahí está una de las cuestiones interesantes en esta guerra, si hay alguna. Yo podría esgrimir argumentos de diverso tipo acerca de las razones por las cuales los antiguos judíos prescribían el tabú de comer carne de cerdo y las restantes reglas alimentarias. Pero el hecho es que aquí no se trata de discutir acerca de la validez de dichas reglas, sino de lo ridículo de una situación puntual que tiene como centro un posible error, quizá una descortesía (admito eso: yo no le serviría a un huésped un alimento que él considera tabú) pero no una cuestión política. A eso se suma que una de las partes asegura que mi actual interlocutor es creador de dichas reglas y que a las otras la cuestión realmente no le interesa: los defensores del consumo irrestricto de jamón quieren evitar una prohibición, no establecer un nuevo canon alimentario. En definitiva, la cuestión política se plantea ridículamente entre quienes no son practicantes y entonces...
Entonces me di cuenta de lo que significa la guerra del jamón. Que nadie les diga que dios es sonso. Por ahí no es la divinidad más viva que les puede tocar a ustedes los creyentes, pero tonto no es. Lo que dios me traía era un interesante problema sociológico, quizá incluso filosófico. La guerra del jamón era ridícula, pero no carente de sentido, porque había desembocado en un conflicto político. Todo conflicto político tiene sentido, porque se dispone para resolver alguna cuestión que, aunque en sí misma no sea importante, encierra “algo” de importancia. Como alguien mencionó alguna vez acerca de la obra de Franz Kafka (puede haber sido Borges –o alguien citado por Borges-) lo que interesa aquí es intentar comprender el papel de lo ridículo en la vida política judía.
–¿Otro té?
–Dale.
–¿Qué es lo que queda afuera de toda discusión cuando el debate se centra en torno a algo ridículo?
–Elemental, querido Jehowatson: lo que queda afuera es la verdad. Lo ridículo es el elemento de conflicto más depurado y a la vez más solapado. Porque en él las partes omiten la intención de tener razón, y se centran en conseguir un objetivo puntual: nadie pretende tener razón en un asunto ridículo. Lo ridículo hace evidente la ausencia de otros objetivos, de otras preocupaciones. Lo ridículo de la guerra del jamón expresa el vaciamiento ideológico y político de una comunidad, de una organización, de una institución. No importa discutir si las reglas alimentarias son sagradas o no, si son interpretables o no lo son, ni quien tiene autoridad para hacer e imponer una eventual interpretación. No importa nada, porque el conocimiento no tiene importancia.
–Ahora entendés por qué me preocupa la existencia de guerras ridículas, porque significa que no hay nada importante para discutir.
–Lo ridículo es el tenue velo que cubre el vacío sin sentido de la existencia, estimado dios, y hay que tener cuidado: no es una anécdota, es un síntoma gravísimo.
–De que la gente no discute cosas relevantes, sino sólo cosas ridículamente insignificantes.
–Peor todavía: de que la gente no quiere, no siente la necesidad, prefiere no pensar en cuáles son los temas importantes para discutir y debatir. La política es antagonismo, pero la política hecha con lo ridículo es la anti-política: la apariencia de antagonismo para que no se aprecie que es preferible no debatir sobre los temas importantes, los que son auténtica materia política.
–Entonces, según usted, Sherlock, aquí la libertad religiosa no es el tema en cuestión.
–Es y no es. Es el tema en la medida en que ha quedado encubierta, y no es el tema en la medida en que la cobertura ridícula no permite usar las palabras y las ideas adecuadas: discutir qué es el judaísmo hoy, y para quienes; discutir qué lugar ocupa lo laico, lo religioso, lo nacionalista en las formas culturales y sociales judías; discutir qué estrategias debemos implementar para fructificar y multiplicarnos (o al menos para pervivir) en este mundo en donde lo ridículo siempre quiere ocupar el lugar de lo importante.
–Y así queda probada mi tesis.
–¿Qué teoría?
–Tomar café te pone agudo pero tonto; tomar té, en cambio, te pone soso y grandilocuente.
Repasé mentalmente mi existencia y noté que había bastante base empírica para sustentar la hipótesis. Miré la taza y vi que el té se había metamorfoseado en café con crema y canela.
–Ya veo cómo me preferís.
–Sí. Porque a tu defensa de la política le falta profundidad teológica y filosófica, y le falta gracia, lo cual es peor.
También en eso tenía razón el tipo. Que odioso.
–Repasemos lo que sabemos de la existencia ética para el judaísmo que cree que existís: es una sola. Hay un único dios, que para los creyentes venís a ser vos. Esto implica un único origen, un plan general (consecuencia lógica de la omnisciencia) y una acción permanente (consecuencia necesaria de la omnipresencia y la omnipotencia). En perspectiva histórica, esto supone la creencia en un resultado único necesario, de tal manera que la lucha interpretativa radicará siempre en la determinación de un resultado. Por el lado de los no creyentes, no habrá ningún resultado único necesario, sino una continuidad en la existencia que depende de otros factores. En estas condiciones, ¿cómo puede el judaísmo pervivir?
–Y tu respuesta ridícula y sorprendente para hoy es...
–... aceptar el monoteísmo politeísta.
–Y lo dijo, nomás. Después soy yo el que mete la cabeza en el agujero negro o me endrogo con polvo de Venus.
–Saturno.
–Sobre gustos... si no te diste cuenta antes de la significación freudiana de tus metáforas, es tu problema edípico sin resolver, no el mío.
–No nos queda más remedio que aceptar que tenemos un solo dios que tiene muchas realidades diferentes, una (o muchas) de las cuales consiste en la no-existencia real sino como representación histórica de diferentes alternativas ideológicas.
–O sea: que no te cansás de insistir con el tema de la tolerancia interna y la aceptación de la pluralidad como estrategia de supervivencia para los judíos.
–Sí. Quiero judíos muy convencidos de que sus ideas sobre lo judío son valorables y relevantes, pero al mismo tiempo que crean que hay muchas alternativas a la verdad para ser judío, algunas de las cuales son fundamentalmente antitéticas entre sí.
–Y lo contrario sería...
–El fundamentalismo.
–Por eso te rompés la cabeza para ser amigo de dios y seguir profesando el ateísmo no-nihilista informado. Un judío modernizado, ateo y pelado que se preocupa por la religión y una tradición jurídica que está más desactualizada que un lavarropas a pedal.
–Más o menos. También porque me resulta más fácil en la metáfora tener un alter-ego divino que comparta mis preferencias. Si te introdujera en estas experiencias como una diosa no sé... no sería igual, como no sería igual si aceptara para vos una naturaleza trinitaria. No. Me resulta más fácil así, representarte como fui socializado para representarte: único, más o menos macho, con buen humor, tolerante, de sexualidad dudosa...
–¡Dudosa! ¿Qué parte de que prefiero el polvo de Venus no entendiste?
–Eso fue por decir lo de pelado. Por otra parte, mucho más importante es que no voy a molestarme en hacerte preguntas ingenuas de la especie: “¿Cuáles son las verdaderas reglas alimentarias judías?”; en el monoteísmo politeísta no pueden existir tales verdades: lo ridículo de la guerra del jamón se disuelve en la necesidad filosófica de responder a valores y situaciones relevantes, porque cuando cada cual le consulta a su dios (a su representación de dios) éste (o esta, estos, estas, esas cosas) le responderán siempre lo quiera escuchar. Una persona ya sabe que uno tiene razón o no (en el sentido de que cree o no en la veracidad y propiedad de lo que opina), no necesita que la divinidad se lo confirme: lo difícil es entender que a los demás dios también les da la razón exactamente en la misma medida, porque así lo permite su multiplicidad intrínseca.
–De modo que tener razón no es una cuestión religiosa.
–No, viejito: la razón siempre es una cuestión de poder. Ni siquiera se trata de fuerza, de lo que uno le puede obligar puntualmente al otro a hacer, sino de poder: como nos disciplinamos los unos a los otros en el desarrollo de la historia judía en particular y humana en general para sentir, pensar y actuar (o no actuar). La discusión nunca debe ser entre judíos acerca de lo verdadero respecto de dios y sus normas: la discusión debe ser acerca de lo necesario para seguir siendo judíos y, por supuesto, permanentemente acerca de la justicia con la prójima y el prójimo. La cuestión no es si se come o no se come jamón, sino como defendemos al otro para que haga lo que le parezca aunque no nos guste su elección y mientras eso no suponga una injusticia con él, con nosotros o con terceros.
–Mirá. Parece que el té y el café juntos te ponen optimista.
–Para nada: a lo mejor me ponen idealista... y casi seguro me dan retorcijones y diarrea. ¿Optimista? Ni por casualidad.
Ya todo estaba dicho sobre la cuestión. Me levanté y metí yo también mis pezuñas hendidas en el agua y nos quedamos hablando “de cosas de las cuales mi canto no se ocupa”.