martes, 14 de junio de 2011

Conversaciones con mi prepucio: lo que conviene a un judío

Hace unos días vi, empezada, en canal “Encuentro”, una vieja entrevista a un filósofo francés, que por lo que decía debía ser Gilles Deleuze, aunque no podría asegurarlo, quien transmitía a su vez una reflexión de no sé quién, pero que podría ser Blas Pascal o Descartes.
La idea es la siguiente: la cuestión de si dios existe o no es secundaria, porque su resolución absoluta es imposible. Lo que sí puede resulta interesante es plantear si es mejor para el  ser humano creer en la existencia de dios o no. Como lamentablemente de vez en cuando tengo que trabajar, no pude seguir escuchando la entrevista, pero el tema me quedó resonando entre dos neuronas más o menos cercanas entre sí, razón por la cual ahora que tengo un ratito me caen las fichas para hacer la siguiente reflexión.
La pregunta puede desdoblarse para el ser humano que goza y sufre y sobrelleva su condición de judío. Para el judío o judía, ¿es mejor creer que el dios de Abraham, Isaac y Yaacob existe o es mejor para él o ella creer que no existe?  Por otra parte, para el judío o judía, ¿es mejor que dios exista, al margen de su creencia positiva o negativa, o es mejor que dios no exista?
El desdoblamiento nos coloca en cuatro posibilidades: judíos que creen que dios existe en un universo donde dios existe; judíos que creen que dios existe en un universo donde dios no existe; judíos que no creen que dios existe en un universo donde dios existe y, por último, judíos que creen que dios no existe en un universo donde dios no existe.
¿Qué es lo mejor para el judío? Aunque hay dos posibilidades en las cuales la perspectiva subjetiva coincide con la situación objetiva, y dos en la cual no existe tal coincidencia, como no sabemos a priori si dios existe o no, esto no se resuelve por el momento. Por otro lado, dado que la doctrina religiosa judía no amenaza con el infierno para el ateo ni asegura el paraíso para el creyente, ni tampoco amenaza con una mala vida o asegura una buena existencia terrenal en ninguno de estos casos, no hay una ventaja objetiva o inherente en ser creyente en el caso en que dios exista. Curiosamente, por la misma razón, el creyente en un universo en donde dios no existe no saca un gran provecho de su creencia equivocada, está atado a una pesada carga de obligaciones por las cuales no obtiene otro beneficio que no recibir la venganza divina, que no le promete tampoco la vida eterna en el Jardín del Edén, o en Acapulco, o en Mar del Plata; apenas consigue un éxito sobre el no creyente en materia de “tener razón”, que siempre es poca cosa.
El único caso en el cual puede obtenerse algún beneficio es en el caso del no creyente en un universo donde dios sí existe, pues persisten los beneficios que ofrece un universo donde la existencia tenga algún sentido, aunque no se sepa cuál es dicho sentido (cosa que el creyente cree saber, pero no sabe), y no se carga con las obligaciones rituales impuestas por la religión (en el caso de los varones, ni siquiera se carga con el prepucio).
Dios, a todo esto, no nos da una respuesta clara. Es cierto que el primer “mandamiento” del decálogo es aquella proposición asertiva (y por lo tanto no normativa) que dice: “Yo soy el señor, tu dios”. El problema es que, para quien no es creyente, es fácil evadir la cuestión y, al no ser la proposición estrictamente una norma, pues no se expresa sanción ante su incumplimiento, no es tampoco vinculante. El resto de los mandamientos sí son normativos, pero funciona como un código penal que establece sanciones humanas a crímenes humanos, no sanciones divinas a crímenes humanos, de tal manera que es posible aceptar la validez del código como normativa básica para la convivencia sin que surjan de ello obligaciones religiosas de ninguna especie, especialmente porque dios no interviene en el proceso eventual, al menos no de manera explícita.
En el antiguo testamento queda claro que a los judíos les va pésimo cuando adoran a otras deidades, pero existe un claro hueco legal para lo que ocurre con el judío no creyente si no realiza un acto criminal tipificado. Un judío no observante es eso, un judío no observante, no un criminal, pues ni siquiera es un idólatra. El homicida y el ladrón son criminales, eso sí, pero lo son con independencia de la condición de su lealtad espiritual con un dios que no aplica la pena tampoco, sino que castiga al pueblo en general por su idolatría. Pero el ateo no es idólatra, es solamente una persona que sufre bastante porque no existe una entidad superior que le asegure paternalmente un sentido para su existencia y alguna forma trascendental de esquivar a la parca.
Aunque otras opciones son defendibles, incluso respetando la ley y las costumbres hebreas, esta disquisición resuelve que, si ya nos tocó ser judíos, es mejor ser ateo y que dios exista. A fin de cuentas, en el fondo de la cuestión está la duda sobre la naturaleza de dios. Si es un ser “imaginario”, aunque preferiría algo más técnico, como “mítico” e, incluso, “ideológico”, mala suerte. El ateo vive su vida sin sentido predeterminado para la existencia y para la consciencia, hará lo que pueda con sus nociones de lo correcto y lo incorrecto y, llegado el día, se morirá como se han muerto todos los humanos hasta la fecha. Sin embargo, si dios existe ¡qué felicidad descubrir su error! Si es un ateo inteligente y decente habrá vivido sin dañar a sus semejantes, protegiendo a los inocentes y luchando contra la maldad. ¿Qué naturaleza de dios debemos imaginar para este caso? No puedo imaginar a dios como un tipo desconsiderado, celoso, petulante, un ser pertinaz que no es capaz de perdonar algo tan nimio y tan humano como la debilidad de la fe, sobre todo cuando es una fe que se pide sobre bases inconsistentes. ¿Qué le costaría a dios estar un poco más presente ante los simples y los sabios y solventar este problema? No es razonable creer en un dios que por cualquier falta nos condenaría a su ausencia eterna o al infierno tan temido, cuando el juicio se apoya en una única aserción de existencia confusa y errática.
En esta perspectiva, los ateos deberían ser juzgados en justicia según el trato que dieron a sus semejantes, no según sus creencias, pues incluso los creyentes se han asesinado entre sí, y muchas veces con vileza y deslealtad, por meras diferencias conceptuales o hermenéuticas acerca de la naturaleza de dios. Los justos creyentes se sentarán entonces a la derecha del Gran Trono (si se acepta tal metáfora) y los justos ateos a la izquierda, debatiendo interminablemente y poniendo en duda la existencia de dios ante la propia cara del Altísimo, causándole un gran placer al creador, porque debemos pensarlo como un ser intelectual además de espiritual, un ser capaz de captar con humor y tolerancia las sutilezas de los míseros mortales (o inmortales redescubiertos como tales).
Toda ventaja puede leerse como una desventaja, sin embargo. Porque lo segundo mejor que le puede pasar al judío es ser creyente y que dios exista, y lo tercero mejor, es ser creyente aunque dios no exista. Lo peor es el caso del ateo que tiene razón, porque le toca vivir una vida donde el sentido debe construirse con dureza y con tropiezos y que termina en una muerte eterna.
De esta clasificación pudiera quizás entenderse que, en general, para el judío es mejor que dios exista. No obstante, esto es más o menos cierto si dios resulta ser un tipo razonable y simpático como el que describimos aquí. En otro caso, suponiendo por ejemplo un sujeto perspicaz y vengativo, ansioso de ponerles trampas a sus adoradores y de bañar en fuego y azufre a los reticentes a aceptar su eterna compañía, la vida del creyente es una vida vivida en el temor, y no en el amor de dios. Cierto que la eternidad le podrá tener asegurado un mejor puesto al creyente, pero ciertamente ese es un dios al cual deberíamos negarle nuestra adoración, aun cuando aceptemos su existencia.
Con permiso de Deleuze y (quizá) Pascal o Descartes, creo que el planteo último siempre dependerá de esta naturaleza asignada a la divinidad. Y digo asignada porque hay demasiadas contradicciones en los relatos clásicos del universo monoteísta como para darse una idea demasiado clara sobre la cuestión, de modo que cada quien en su entorno ideológico debe asignar a dios las cualidades que le apetezcan, como hago hoy aquí. Porque es evidente que la creencia en sí tampoco depende de la naturaleza asignada.
No parece factible, por otra parte, una deseable negociación en la cual se establezca que el creyente creerá sinceramente y con devoción en dios sólo si éste demuestra tener una naturaleza amigable, mientras que le negará la fe si dios se comporta mal con la humanidad, o al menos con la gente que el negociador considere importante en su existencia. Lástima. Todos queremos ira aun paraíso en donde estén los amigos, la buena mesa, donde nuevos y viejos amantes nunca se encuentren, donde nos esperen nuestros viejos perros queridos y nuestro gato; pero parece que no existe un Edén a la carta que podamos seleccionar del menú, por la misma razón que no existe un dios a nuestra imagen y semejanza, que sepamos, con nuestras apetencias, grandezas y tonterías infantiles, con nuestros proyectos inacabados listos para terminarse en una gran bolsa de regalos.
Para peor, los judíos no solemos compensar estas ausencias con adorables tipos gordos en trineos, sino más bien con culpas endógenas y exógenas que lógicamente van dibujando un dios justo, pero casi siempre temible.
Algo maravilloso queda de nuestras cuatro posibilidades: al margen de la naturaleza de dios, que no podemos realmente conocer en cuanto a cualidades o mera existencia, siempre es conveniente hacer las cosas de tal manera que este mundo sea el mejor mundo posible. En este caso, la tolerancia ante las diferencias, una tolerancia basada en el auténtico respeto y tolerancia por las inevitables diferencias, debe ser una parte sustancial de la receta, pues no puede prescribirse un mundo mejor en un estado de desconfianza, recelo y conflictos constantes por cuestiones que, en realidad, no somos capaces de resolver.
Así queda extendida nuestra máxima moral judía para este día: “Asegúrate de vivir de tal manera que, cuando mueras, aunque nadie conozca la naturaleza de tu fe, todos tus conocidos te cuenten en el número de los justos”.   

lunes, 13 de junio de 2011

Como leernos las venas judías sin cortarlas: reflexiones sobre los problemas de la identidad

“–¿Te dieron el resultado del análisis de sangre?
–Sí, soy A positivo por parte de mi padre, tengo el colesterol malo y la glucemia altísimos, por parte de mi madre y de mi abuela.
–¡Uh! Todo menos de por cual parte te gustan los knishes y el asado!
–Cierto. De eso no me salió nada.”

Hay por lo menos dos maneras de encarar el tema de la “identidad” de un ser humano en términos de su pertenencia cultural. En primer lugar, la perspectiva de su pertenencia subjetiva: cómo se piensa a sí mismo, qué valores le resultan importantes y encuentra en otros que le son afines, qué elementos éticos o estéticos le hacen su mundo apreciable y comprensible (y viceversa), en qué relaciones sociales y afectivas se siente involucrado y qué sentido les encuentra. En segundo lugar, la perspectiva de su pertenencia objetiva: cómo otras personas lo reconocen como un ser próximo y que forma parte de una comunidad, qué elementos y valores le obligan reconocer y a defender para sostener esa pertenencia. Ambas perspectivas tienen bastante en común.

De hecho, desde un punto de vista sociológico son casi equivalentes, porque la pertenencia subjetiva resulta de la incorporación de una serie de hechos sociales, es decir, que se originan de manera externa a la persona pero que se instalan en su subjetividad, que están regularmente extendidos en un conjunto de personas en forma más o menos reconocible y, por último, que por medio de esa instalación subjetiva (como es el caso de los gustos, las preferencias, lo que se experimenta con  afecto o aversión) o por medio de la imposición (la sanción social, la norma, la ley) se imponen al sujeto de manera consciente o inconsciente.    

Siento que, en ocasiones, nos complicamos demasiado para intentar comprender y explicar la identidad en general y la identidad judía en particular. Pensémoslo de esta manera: ¿qué ocurre en aquellos casos en los que no existen opciones para la identidad? Quiero decir: que el ser humano es un ser social es una premisa bien establecida y sostenida por numerosas pruebas fácticas, pero este hecho se verifica en formas particulares. Una persona nace y es incorporada a un conjunto específico de personas, con unas tradiciones y conocimientos previos, con maneras de comunicarse que les son transmitidas e impuestas al nuevo integrante (tanto si es nacido o no en este grupo). Supongamos que un sujeto en particular nace en una pequeña sociedad aislada. La necesita para sobrevivir, porque para sobrevivir necesita aprender aquellos medios de supervivencia culturales desarrollados por la sociedad como entidad histórica, y no meramente biológica. Establecido este hecho, supongamos que no hay en el mundo de esta persona opciones al alcance de la observación. Este supuesto anula toda posibilidad de auto-definir su identidad.

Desde el punto de vista subjetivo, el sujeto incorporará aquellos elementos que la sociedad (y quizá alguna fracción o estrato que la compongan) haya producido en su historia anterior. Sus valores, sus costumbres, sus preferencias y capacidades serán, en principio, heredadas de esa sociedad. En consecuencia, al menos como punto de partida, se pensará a sí mismo de acuerdo con esos parámetros estéticos, éticos, morales y prácticos, sencillamente porque no tendrá otros. Desde el punto de vista objetivo la única diferencia estará en que, cuando por alguna razón particular esta persona se aleje demasiado de esos parámetros y de no mediar circunstancias excepcionales que lo justifiquen, el resto de los componentes de la sociedad lo forzarán a adecuarse a ellos a través de la aplicación de la ley.
En un contexto de estas características la identidad no es una opción y, por lo tanto, tampoco es un problema. Por otra parte, la fuerte tradición legalista judía incorpora plenamente a la identidad judía a la posibilidad de ser instituida jurídicamente, además de socialmente. Este es un aspecto que no debe perderse de vista.

No obstante, el tema fundamental permanece inalterado: la identidad no es un problema hasta que se convierte en una cuestión de elección, es decir, cuando existe la posibilidad de que una persona rechace o critique cierta pertenencia, lo cual sólo puede ocurrir en contextos en los cuales tenga otros parámetros culturales para vivir, pues no puede vivir sin ninguno.

Lógicamente, aquí se ve más claro cuál es el problema de identidad básico para la cuestión judía porque, por una parte, se trata de una cultura que prácticamente nunca ha estado aislada, sino que se ha definido en sus relaciones con otras culturas y porque, por otra parte, actualmente se desenvuelve en el contexto de una cultura más amplia y muy dinámica que es sumamente agresiva para con otras culturas, que es la cultura de masas dominante a escala mundial.

Dicho de otra forma: sea por las razones que sea, el ser judío siempre se piensa en un ser con otros (los judíos) y en un ser frente a otros (los no judíos), sin que termine nunca de separarse la frontera de manera totalmente nítida. Y la frontera no es clara porque, al ser la cultura judía el resultado de una experiencia histórica multicultural, siempre hay en los judíos algo que puede reconocerse como ajeno y casi siempre habrá en los no judíos del entorno próximo algo que pueda reconocerse como propio.
Este fenómeno, en mi opinión, no es posterior a la dispersión devenida de las guerras judeo-romanas de los siglos I y II de nuestra era, sino que es prácticamente originaria. Tampoco se ha resuelto con la creación del estado de Israel, pues esta creación es, en sí misma, una experiencia intercultural, ya que la organización estatal es, en origen, una experiencia humana generalizada a escala global, completamente independiente en su forma actual de toda tradición judía precedente.

Puede apreciarse que esta definición cultural compleja del ser con otros y el ser frente a otros es cualquier cosa menos específica del judaísmo contemporáneo, ya que buena parte de los seres humanos la experimentan en la actualidad. Si se nos presenta como un  problema singular esto se debe quizá a dos razones. La primera ya se ha dicho, es que el judaísmo ha sido casi siempre una amalgama de culturas. La segunda es muy contundente, porque la identidad judía se encuentra en un momento de crisis muy profunda, donde no sólo se juegan elementos numéricos o demográficos, sino de calidades de la experiencia vital y cultural. Por una parte, crece la deserción cultural (precisamente porque mucha gente opta por otros parámetros culturales); por otra parte, crece el fundamentalismo interno, sea de tipo religioso, nacionalista o racial.

En el primer caso, y sin que esto implique un juicio de valor negativo respecto de las decisiones personales, que se encuentran protegidas por la libertad personal y de consciencia (según las definen las reglas de la cultura predominante), la deserción cultural se verifica en muchos frentes: la renuncia formal o informal a la práctica de tradiciones y costumbres, la conformación de modos y estructuras familiares y de relaciones ampliadas desvinculadas de las judías pretéritas, la desaparición del propio sentimiento de pertenencia.

Por otro lado, el fundamentalismo se presenta como una reacción a este primer fenómeno o a otros elementos externos, y se permite redefinir las condiciones del ser con otros y del ser frente a otros, en ocasiones de manera radical. Probablemente puedan definirse más tipologías útiles, pero puede sorprender tal vez que haya incluido al fundamentalismo racial.

El fundamentalismo religioso es bien conocido en la experiencia cultural judía, y actualmente existen diversas variantes del mismo. El fundamentalismo nacionalista está muy vinculado a la existencia y actuación del estado de Israel, y también caben diferentes matices y tendencias. No sorprenderá decir que ambos aspectos pueden combinarse (y de hecho lo hacen desde hace más de un siglo). En cuanto al tercer tipo, el fundamentalismo racial, es un tema bastante delicado.

Y es delicado porque la cultura judía, cuando ha sido identificada como raza, ha sido sometida a tremendas persecuciones, de modo que cuesta pensar que tenga en su interior algún tipo de fundamentalismo racial.

En realidad, tiene uno bien conocido y muy extendido en otras culturas actuales. Este tipo se presenta cuando se define la pertenencia y la identificación del ser judío mediante el argumento de continuidad sanguínea heredada por línea materna. Cuando se define al ser humano judío como aquel que ha nacido del vientre de una madre judía, se define a la pertenencia como a la posesión de una “línea de sangre” particular. Así, cuando se pretende que los rituales funerarios judíos distingan a conversos de no conversos, se da más valor a la sangre que a la creencia religiosa o nacionalista, por ejemplo. De la  misma manera, cuando se exige la “conversión” al judaísmo de los hijos de una madre de sangre considerada no-judía, se aplica el mismo principio, sin que importe la calidad de la identidad que esa madre sostenga y de la identidad cultural que pretenda inculcar en sus hijos.

Lejos de ser una manera “natural” o “evidente” de definir una identidad cultural, se trata de una determinación que, siendo histórica, se encuentra cargada de elementos políticos e ideológicos que la pretenden “trascendental”, e s decir, eterna e inmutable. Al mismo tiempo, señalé más arriba que en la tradición judía la fundamentación jurídica o legal es fundamental. Las determinaciones culturales o políticas deben, en general, sustentarse en una norma reconocible o, más frecuentemente, en la interpretación convalidada de una norma construida a partir del estudio de las fuentes canónicas.
Personalmente, creo que es perfectamente posible fundamentar la pretensión de validez de la pertenencia sanguínea en base a una serie de interpretaciones inteligentes de la Torá, el Tanaj, la Mishná, la Guemará, el Mishné Torá, el Shulján Aruj o los comentarios de Rashí, por citar algunas de las fuentes legales judías más conocidas. En la actualidad, muchos países que sostienen en sus cartas constitucionales el principio de laicidad sostienen también el principio de derecho de sangre para solventar el problema de la pertenencia en términos de ciudadanía. Incluso países que no desarrollaron este derecho por la sangre, sino por el nacimiento en el territorio (, con frecuencia enfrentan ciertos problemas migratorios recurriendo a formas indirectas del derecho de sangre.

Pero el problema no es si esta fundamentación es posible. A fin de cuentas, se trata de una interpretación, de tal manera que, en tanto tal, no hay por qué suponerla eterna ni inmutable, aunque lo sea o lo pretenda ser la fuente interpretada. El verdadero problema es sí, para enfrentar los problemas judíos contemporáneos, esta interpretación es justa, conveniente y deseable.  

Porque lo que es justo, conveniente y deseable en un contexto dado y en un momento histórico puede ser todo lo contrario en otro momento y lugar, desde el punto de vista de la supervivencia cultural.
Creo que puede trazarse algún recorrido histórico para comprender esta propuesta. Cuando la población judía se hallaba concentrada en un territorio, o en comunidades cerradas, el fundamentalismo racial no era realmente necesario para determinar la identidad, pues la propia vivencia personal, la integración social y la experiencia seguían los parámetros establecidos por la costumbre. La pertenencia sanguínea era más bien un resultado de esta estructura que un principio útil. Tal vez ya existiera la interpretación, pero era medianamente irrelevante.

La fractura de este modelo social (de esta serie de modelos comunitarios judíos) le dio otra relevancia a la cuestión. Puede pensarse un momento en que esta determinación no pretendía excluir a nadie sino, por el contrario (y aunque parezca paradójico) para incluir a los excluidos. En los tiempos en los que la edad media en occidente oscilaba desde el año mil hacia la modernidad no eran infrecuentes las conversiones forzosas y en masa de judíos al cristianismo. ¿Qué hacer con aquellos que, empujados por las amenazas y el miedo, habían renunciado a lo que en aquel momento era la manera de comprender la identidad judía, es decir, la propia fe judía? En vez de expulsarlos de la comunidad (dado que eso podía suponer la desaparición de toda la comunidad) era más justo, conveniente y deseable prescindir de un acto forzado para decir que, en definitiva, lo que importaba era la ascendencia judía obtenida por la sangre materna (ya que las conversiones forzosas solían estar acompañadas de violaciones en masa).

Y sin duda, como he dicho, es posible encontrar en textos canónicos reconocibles una interpretación que valide este punto de vista, como la había para fundamentar el pensamiento anterior. Sin embargo, es hora de preguntarse si sigue siendo conveniente (y justa), por una parte y, por otra parte, también puede cuestionarse quien tiene en su poder la validación de una interpretación. Hay quien podrá sostener que son los rabinos, otros preferirán que sea la comunidad, otros más, que no sea nadie y que la cuestión “se resuelva sola”.

Soy de la opinión de que son los problemas del presente los que deben resolver la interpretación preferible y soy de la opinión de que el judaísmo no es principalmente una cuestión de rabinos, aun cuando pueda ser una cuestión de interpretación legal y de justicia que en muchas tradiciones judías ha sido confiada a las manos de estos expertos. Sin embargo, diré que Moisés no entregó la ley a los rabinos (de hecho, cuando la entregó faltaban unos mil años para que los rabinos aparecieran) y que en la comunidad y no en el rabinato está la base de la existencia del judaísmo (porque: “nueve rabinos no hacen minián, pero diez zapateros sí” y “un rabino es grande sí lo siguen muchos judíos pequeños”).

Y los problemas del presente no son las violaciones ni las conversiones forzosas sino, principalmente, la desmotivación para pertenecer y participar activamente de la comunidad judía local y mundial. El problema actual de la identidad judía es, creo que antes que nada, un problema de oferta social y de riqueza personal combinadas: ¿qué ofrece nuestro judaísmo frente a otras opciones que lo hagan atractivo y enriquecedor frente a otras opciones, la principal de las cuales es el crudo materialismo ahistórico de las mercancías? Ciertamente no será que nos pregunten qué somos antes de enterrarnos, ni que nos obliguen a demostrar nuestra pertenencia con papeles seudo-legales sin ninguna vinculación con los valores judíos, y con una mala relación con las estructuras familiares modernas.

Dicho de otra manera: en los momentos en los que la exclusividad es un mecanismo de supervivencia válido y eficaz, pueden exigirse condiciones rigurosas, como ocurre con las sociedades pequeñas y aisladas. Sin embargo, en contextos como el nuestro, de alta oferta cultural (aunque sea de la degrada cultura de masas y las industrias culturales que todo lo compra-venden), tales exigencias pueden resultar muy contraproducentes. A menos, como siempre sostengo, que se desee únicamente una comunidad elitista y exclusiva, en donde se el judaísmo sea una asociación como aquellas a las cuales no podían asociarse, precisamente a causa de su sangre.

En cuanto a los que no deseamos tal elitismo, también somos responsables de aquellos parámetros que se vayan a considerar válidos y a quien escuchamos y con quien dialogamos para debatirlos, reformarlos (o no) y establecerlos hasta que la historia nos obligue a cambiarlos.