miércoles, 31 de marzo de 2010

Hoy tenemos: Pánico en la cocina del Seder: Didáctica y pedagogía en un Pesaj atípico

Este año 2010 me tocó vivir un Pesaj algo atípico para mis costumbres. Como suele ocurrir con lo que es atípico, me obligó pensar en un enfoque diferente para acercarse a la cuestión del contenido de Pesaj, la lectura de la Hagadá y la realización del Seder.

En particular, se trataba de realizar un Seder en el cual la mayor parte de los presentes tenía poca o ninguna formación judaica básica y en el cual la totalidad de los menores de edad provenían de familias consideradas “mixtas”, vale decir: en donde uno de los progenitores provenía de familias judías y no el otro. El desafío, por lo tanto, era generar un ambiente y presentar unos contenidos que tuvieran sentido.

El problema de haber sido formado en un ambiente cultural específico es que a las ceremonias, rituales y costumbres se les supone un sentido inherente, cuasi-natural, cuya realización y desarrollo son “obvios”. Nada más lejos de la verdad: las prácticas sociales con sentido no poseen contenido inherente a su práctica. Ciertamente, pueden no ser puestas en duda, pueden no ser criticadas, pero no son naturales. Son sociales, y su sentido está determinado (dicho a grandes rasgos para los no-sociólogos) por su funcionalidad social, a saber: su capacidad de integrar a las personas y cohesionar sus prácticas sociales cotidianas.

Por ejemplo: la costumbre y el hecho de saludar a los compañeros de trabajo cuando uno los encuentra, sin importar el grado de afecto positivo o negativo que se tenga en relación con cada uno de ellos, no es un fenómeno natural ni es fortuito, ni carece de sentido o función. La función del saludo es crear un espacio de reconocimiento recíproco entre las personas, las integra en un campo social compartido, da lugar y sentido a las rutinas cotidianas y también a la gestión de las excepciones e imprevistos.

Cuando comenzamos el Seder de Pesaj atípico del cual les hablo, los saludos que intercambiamos los participantes tuvieron este sentido, y nadie los cuestionó, lógicamente. De pronto, para recalcar que el ambiente no era el de una mera reunión familiar, complementamos el saludo con un “¡Jag Sameaj!” (felices fiestas) para recalcar la singularidad de ese espacio.

Como me tocó presidir el Seder, las preguntas que debía hacerme eran difíciles de responder: ¿Qué contenidos debíamos presentar? ¿Cómo hacerlo? Como no tuve tiempo de pensar nada mejor, la organización del Seder se me presentó intelectualmente como una disyuntiva del siguiente tipo (y debe considerarse que seguramente hay muchas otras formas de encarar el problema): por un lado, podíamos realizar el Seder por imitación, realizando aquellas costumbres y rituales “de siempre” como sí todos tuviéramos el mismo conocimiento de sus contenidos y (lo que es mucho más importante) como sí a todos los presentes nos importara de la misma manera. Por otro lado, podíamos intentar hacer un Seder por convicción, es decir, enfatizando que lo hacíamos porque deseábamos hacerlo pero asumiendo las limitaciones y condiciones existentes.

El primer camino es mucho más fácil, pero elegí desarrollar el segundo porque consideramos que respondía mejor a nuestras necesidades. Lógicamente, el problema siguiente fue presentar un Seder en el cual se impusieran unos contenidos considerados ajenos o no-naturales, pero que le dieran un sentido más claro al desarrollo la cuestión.

Por falta de tiempo e imaginación, desarrollé una presentación de carácter pesadamente teórico. Me disculpo por su (creo que inevitable) pesadez, no por su contenido. Una celebración judía, según lo entiendo (y con la posible excepción del carnaval de Purim), es un espacio para pensar y debatir, no una reunión cariñosa más (las cuales están muy bien, pero no necesitan etiquetas religiosas).

Debe entenderse así: yo necesitaba que los participantes pudieran ubicar los rituales en un contexto comprensible y, atendiendo a las diferencias internas del grupo, que ninguno se sintiera excluido, porque en líneas generales se trataba de un grupo familiar ya integrado.
He aquí los elementos que intenté introducir para que se comprendieran mejor los elementos del Seder. Los he vuelto a ordenar en función de una estrategia pedagógica diferente:
En primer lugar: explicar que el núcleo de la celebración de Pesaj es la Hagadá. Se puede ver que la Hagadá no es simplemente una narración, sino un “sidur”, un libro que ordena la ceremonia y alterna: relatos, normas y protocolos (modos considerados correctos de hacer las cosas en el Seder. Sin embargo, el núcleo principal es la Hagadá en sí, vale decir: el mito que relata la salida de los judíos de Egipto.

Pero inmediatamente tenemos que explicar otra cosa: El relato de la liberación de la esclavitud es un mito en sentido estricto, pero debe entenderse bien que es lo que esto significa. Un mito no es ni un relato histórico ni un cuento alegórico: es una trama discursiva con contenido significativo, en donde la verdad o la falsedad de los contenidos es una cuestión secundaria. Se puede creer cada palabra desde lo histórico a lo teológico o no creer ninguna en el mismo sentido. Lo relevante es que el relato sea significativo (lo cual se consigue por su presencia permanente y por la profundidad e interés de sus contenidos). Sociológicamente, es una combinación de íconos, de imágenes visuales o discursivas con valor simbólico importante.

El Seder de Pesaj no es, entonces, la cena familiar (que todos consideramos importantísima como reunión y como espacio de realización del vicio inveterado de la gula, al cual soy adepto ortodoxo, integrista y fanático) sino el espacio en el cual se desarrolla este relato. Por eso parece aconsejable no realizar el Seder con las viandas delante de ojos, manos y narices, porque mantener la concentración se hace difícil. Ahora bien, la Hagadá como serie de “instrucciones” para realizar el seder es en sentido estricto un protocolo, y por eso lo califiqué antes como un “ordenador”. Sin embargo, para familias mixtas o con gente con escasa o diferente formación judaica, este protocolo y los contenidos narrativos dejan muchos cabos sueltos.

La razón principal (no la única) es que en casi cualquier cultura los ritos se instalan en un ciclo ritual (en las sociedades predominantemente agrícolas esto era muy evidente, porque sus religiones seguían el ritmo de cultivo de la tierra, determinado por los ciclos anuales de frío, calor, lluvias, etc.), y el ciclo ritual va completando lentamente sus relatos, no los presenta todos de golpe en una sola celebración. La Hagadá instala el Seder en el ciclo ritual judío y, por su parte, el Seder da cuerpo y espacio a los protocolos y contenidos.

El Seder es un espacio muy variable: cambia en cada generación (y. Últimamente, varias veces en cada generación), cambia en cada espacio geográfico, en cada contexto político e ideológico. Cambia siempre y esa es su “naturaleza social”. ¿Por qué? Lamentablemente, la respuesta no es sencilla, intentaré resumirla lo más que pueda: el Seder (y cualquier otra ceremonia) cambia porque es los mitos y ritos son parte de la cultura, y la cultura es necesariamente un espacio cambiante.

Los seres humanos no somos veloces ni volamos, no somos muy fuertes, nuestra tasa de natalidad no es muy alta, nuestras necesidades energéticas son elevadas, no tenemos grandes herramientas ofensivas o defensivas naturales para protegernos, alimentarnos, proteger a los jóvenes: para suplir estas deficiencias los seres humanos tenemos la cultura, que es el espacio simbólico que nos permite interactuar en comunidad con el entorno natural, utilizándolo o cambiándolo (incluso rediseñándolo) en nuestro beneficio (al menos hasta que lo destrozamos o agotamos). La cultura es la trama de significados que organiza nuestras relaciones sociales para asegurar, en primer lugar, nuestra supervivencia como sujetos y como especie. Al vivir en comunidad y en espacios culturales, cambiamos el entorno, nos cambiamos a nosotros mismos y, dado que cambiamos, el mecanismo de adaptación no puede ser estático.

No quiero extenderme en este punto: los seres humanos “dominamos” el mundo gracias a nuestras culturas, porque nos permiten adaptar nuestros comportamientos en el mundo de manera mucho más rápida y eficiente que esperar a que se produzcan mutaciones afortunadas en nuestra capacidad de supervivencia en la adaptación al medio. En la ideología judía tradicional, este hecho es registrado en la convicción ideológica (que se ha transformado en relato mítico) de que fuimos creados “a imagen y semejanza de Dios” para ser los “reyes de la creación”. La cultura no es un espacio diferente al trabajo, a la familia, a la política o a la religión: todos estos y otros muchos son aspectos del proceso cultural.

Las generaciones humanas viven y mueren, y la cultura debe transmitirse de generación en generación. Para que esto ocurra, la vida cultural debe estar ordenada de manera previsible: esta es una de las razones por las cuales existen normas sociales, leyes, castigos y también es la razón por la cual la cultura se presenta, en algunos aspectos, como un ciclo ritual. Si se mira con atención las particularidades de la vida judía, el ciclo ritual, cuyos contenidos son variables, se ha mantenido a lo largo de muchas generaciones.

Dentro de toda esta variabilidad hay, por supuesto, elementos que perduran mientras otros cambian, para que exista continuidad y para que existan referencias la cultura es como el martillo de mi abuelo, es siempre el mismo, sólo que mi padre le cambió el mango y yo le cambié la cabeza. A los elementos que observamos como perdurables es lo que solemos llamar tradiciones, si no ponemos nada en duda, los llamaremos “elementos fundamentales”, que varían mucho de un grupo social a otro. Hay muchos grupos judíos que, legítimamente, no pueden concebir el judaísmo sin el respeto por las normas alimentarias de la “kashrut”, otros no lo comprenden sin la defensa del estado de Israel, unos necesitan la fe en Dios, otros no. Algunos creen que depende de la calidad de la sangre de la madre de los niños judíos, muchos rechazan el carácter judío de las familias con matrimonios mixtos, otros queremos que sean una forma más de vida judía, cambiante y capaz de enriquecerse con los aportes de otras culturas.

En cualquier caso, la característica singular de la tradición judía es que presenta una estructura incompleta, y siempre se complementa con elementos simbólicos y narrativos de otras culturas y así se transmite. Sin embargo, la transmisión necesita un contexto de referencias estables, que es lo que aparece como “tradición”, que suele confundirse con la cultura en sí misma. En determinados momentos, a algunas personas les parece más importante mantener lo más posible el marco de referencias estables que ya existen, y por eso se consideran “tradicionalistas”, “ortodoxos” o “conservadores” (y de todos ellos hay muchas variantes). Otros prefieren adaptar ese marco de referencias para que sea más aceptable. En tiempos de crisis cultural (que se diferencia de otras crisis sociales porque suelen durar muchas generaciones) se tensa la cuerda entre estos extremos y hay más conflictos. ¿Voy a sorprender a alguien si señalo que atravesamos uno de esos momentos? Quizás así haya sido siempre.

En cualquier caso, como la cultura y las tradiciones no están totalmente integradas en ningún sujeto en particular (y, por lo tanto, no hay una manera específica en que sea “correctamente” desarrollada) y por eso mismo no puede ser transmitida sin cambios. La tradición siempre se complementa con una parte variable, que es la reinterpretación y, en ocasiones, cambios radicales en los mitos o íconos básicos. En el judaísmo, los comentaristas de relatos y, fundamentalmente, los comentaristas jurídicos, han tenido una relevancia central.

Entonces, una característica de la tradición judía es el ser narrativa y legislativa, en la cual lo que es “religioso” está presente en los más diversos grados, desde el panteísmo al ateísmo, y por eso se basa más bien en la reiteración creativa y cambiante de una serie de relatos fundamentales y de normas de comportamiento comunes. Ahora sí, uno de estos relatos fundamentales es la Hagadá, cuyo contexto narrativo va en realidad desde la llegada de los hijos de Yaakob a Egipto (que son los padres epónimos y míticos de las tribus de Israel) hasta la llegada al monte en el cual Moisés (que por cierto formó felizmente una familia “mixta”).

Hacer el Seder no trata, por lo tanto, de reiterar rituales sin sentido, ni de percibir, atraer o remarcar la presencia de una divinidad cualquiera en nuestras vidas, sino de reinterpretar los relatos y principios legislativos y morales que componen una tradición particular en el marco de una cultura compleja que siempre se nutre de diferentes espacios de interrelación e interpretación simbólicas para subsistir.

Sé que esta vez me extendí mucho, y que el contenido es algo pesado y difícil, pero creo también que puede contribuir a entender y enfrentar la crisis cultural que atraviesa el judaísmo en la actualidad. Por eso, en esta ocasión, agradeceré muchísimo que difundan el texto y los comentarios que puedan hacerme, para que pueda trabajarlos y dar ideas más claras o sencillas.

¡Jag Sameaj para todos!