miércoles, 28 de abril de 2010

Materiales para la construcción de políticas comunitarias 4

Estrategia y táctica

En la entrega anterior se expusieron brevemente las bases estratégicas, los principios más generales que podrían guiar las políticas comunitarias e institucionales que establecieran nuevas bases para evadir y morigerar el daño económico y social que han venido sufriendo las organizaciones comunitarias judeoargentinas durante las últimas décadas. Repitiendo los conceptos clave, estos aspectos fundamentales son: la promoción de la participación y la reintegración constructiva, es decir, una reintegración de la gente que no sólo le abra un espacio comunitario, sino que le permita participar de su conformación. Son aspectos que, a su vez, se apoyan en dos principios estratégicos: la democratización y la tolerancia.

Ciertamente, se trata de variables que presentan numerosas dificultades. La democratización y la tolerancia son principios siempre deseables, pero son siempre también difíciles. El agobio que sufren las personas en la vida contemporánea hace que la participación democrática en las instituciones sea percibida como una carga más que como un derecho o una oportunidad. Las tácticas que apunten a la democratización deben ocuparse de facilitar y alivianar la participación, evitando la creación de cargos y funciones inútiles. En vez de eso, se trata de que las bases aprendan a tomar decisiones en cuanto a las actividades que desarrollan cotidianamente y que procuren por sí mismas ampliarse en términos de tolerancia. Este segundo aspecto es igualmente importante e igualmente difícil, porque en general la tolerancia es más y una declaración que una práctica. He aquí un secretito: no se trata de aceptar lo aceptable, aunque se trate de una “diferencia”; por el contrario, se trata del intento permanente de incorporar elementos contrapuestos en un mismo espacio.

La tolerancia no es un hecho, es un proceso de intercambio en el cual las oposiciones son gradualmente convertidas en diferencias. En alguna época no tan lejana, el color de la piel significaba no una diferencia sino una oposición radical, jerárquica y absoluta: lo blanco era lo superior, lo negro lo inferior. En el mismo plano, en muchas sociedades hasta el siglo pasado lo judío ocupaba, aproximadamente, el lugar de lo negro. Actualmente se trata de oposiciones superadas (no totalmente) y se han convertido en diferencias. Así como hasta hace unas décadas en Argentina las familias compuestas (parejas de viudos, separados o divorciados que reunían a hijos de primeras experiencias matrimoniales en nuevas familias, por ejemplo) eran algo extraño y ajeno a las convenciones sociales de lo correcto y lo apropiado, lo mismo puede hacer la comunidad judía frente a nuevas opciones de componer el espacio familiar judaico. Tolerar significa enfrentar los propios prejuicios, no quiere decir simplemente moderar los juicios propios de lo bueno y lo malo.

En este sentido, la participación democrática y la tolerancia son principios, pero también se convierten en procedimientos para la integración y la reintegración. Por supuesto, el resultado del proceso es diferente al punto de partida y, hasta cierto punto, es imprevisible. Sin embargo, de esta manera pueden protegerse valores y costumbres de manera más efectiva que mediante el aislacionismo, pues esta estrategia ha fracasado totalmente. Por su parte, la formación de “líderes” y la guía carismática de dirigentes de toda especie son medios de integración igualmente ineficaces, principalmente porque incentivan la competencia, reducen la democracia y desincentivan la participación, además de ser medios poderosos para reforzar y acrecentar los prejuicios en contra de lo “diferente”, debido a que las guías carismáticas suelen apoyarse en discursos cerrados y simplistas, en donde el “nosotros” siempre se define por oposición a los “otros”, de modo que fragmentan la vida social y no pueden incluir opciones diferentes.

Una táctica ajustada a estos principios que proponemos aquí es evitar las autodefiniciones tajantes. Porque la creencia en que el juicio propio es lo que nos define es una pared que nos impide ver los cambios que hemos venido sufriendo como integrantes de una (o varias) culturas. Esto se aplica a las personas, pero también a las organizaciones y a las instituciones. En realidad, la identidad cultural es flexible y variada, cambia con el tiempo en lo personal y en lo colectivo, se fragmenta. El judaísmo contemporáneo sería irreconocible sin el aporte de muchas diferentes aportaciones de diferentes regiones y culturas. Estas aportaciones alguna vez fueron oposiciones radicales y luego se transformaron en diferencias y, por fin, en variedades de un mismo tipo. Se trata de evitar el arquetipo que parece sólido, pero que en realidad es frágil porque no puede adaptarse a los cambios en el contexto que, en nuestras sociedades, son rápidos y en ocasiones violentos.

Lo que sugerimos es reproducir este proceso de cambio de la oposición por diferencias y la creación de un nuevo y más variado horizonte de judaísmo. Pero, a diferencia del proceso histórico, que no es consciente de sí mismo, proponemos realizar el primer paso de manera consciente y premeditada, salvando las oposiciones y admitiendo las diferencias.
Hay otra razón, quizá más triste, para atender a la posibilidad de utilizar esta estrategia: la comunidad jueoargentina no es lo bastante fuerte como para darse el lujo de ser intolerante. La intolerancia es una prerrogativa de los poderosos, porque son los que pueden aprovecharse de las oposiciones radicales y, de hecho, suelen ser sus principales promotores intelectuales. Los débiles, por el contrario, deben ser adaptables o son adaptados a la fuerza o, en última instancia, eliminados. Esto último es lo que ocurre con la colectividad judeoargentina: se ha vuelto inadaptable y es lentamente erosionada por un fuerte proceso de aculturación, por el cual más y más familias dejan de sentirse parte de la colectividad y se integran a otros espacios sociales, lo cual pueden hacer porque la sociedad argentina actual es bastante tolerante respecto de la condición judía que es, en todo caso, bastante fácil de disimular.

En otros tiempos, la intolerancia hacia la condición judía hacia innecesaria la tolerancia en la comunidad: como los judíos no eran aceptados fuera de su comunidad de origen debían vivir y desarrollarse dentro de la misma. Sin embargo, los valores de la modernidad (en un proceso muy lento que no ha acabado todavía) han resquebrajado esa coraza externa y obliga al desarrollo de estrategias y tácticas más adaptables. En este sentido, por ejemplo, el nacionalismo judío, el sionismo, en términos culturales ha sido un modo de adaptar los valores de la modernidad a la condición judía. Las nuevas modalidades de judaísmo religioso incorporan (de manera consciente e inconsciente) otros muchos elementos claramente no-judíos, en términos de organización interna y promoción de sus valores e ideologías.

Resultaría irresponsable por nuestra parte no ser capaces de apreciar y aprender de este proceso, para que la adaptación forzada no se convierta en un camino sin salida. Al mismo tiempo, no parece deseable (precisamente porque portamos valores modernos) elegir estrategias que opriman a las personas y las obliguen permanentemente a aceptar decisiones ajenas y de difícil comprensión sin poder participar de su propia autoafirmación, ni parece posible, dada la relativa debilidad de las organizaciones e instituciones judaicas.

Ambos caminos, el moral y el pragmático, parecen favorecer entonces una estrategia de democratización y tolerancia, y unas tácticas que favorezcan la autodefinición y la participación. Que el judaísmo no sea para los judíos una trampa, sino una oportunidad de desarrollo personal, familiar y social es tal vez la meta última de esta estrategia.