Aunque no tengo, realmente, algo nuevo para decir, hay cosas que, al parecer, deben ser repetidas. No servirán como argumentos, sino como presencias discursivas porque, para los seres humanos y sus derechos, lo que no se dice, simplemente desaparece.
Los judíos lo comprendemos perfectamente cuando nos referimos al genocidio nazi. Nos escuchen otros o no, nos crean o no, nos guste o no, la presencia que le damos a este acontecimiento histórico en nuestras vidas nos define y esta presencia se realiza en modos de recordación que derivan en modos de acción coherentes con las premisas instaladas en el recuerdo. Los siglos pasarán y, si continuamos existiendo, este elemento encontrará su lugar en la memoria mítica o se perderá. No es sensato asegurar nada, por muy fuerte que sea este recuerdo en la actualidad. La mayor parte de los judíos contemporáneos no registran en su memoria ni en su identidad el resultado de las guerras judeo-romanas, por ejemplo.
Actualmente, los modos de acción vinculados al genocidio nazi tienen, mucho más que un carácter de advertencia sobre la situación de debilidad política, un carácter de justificación sobre la acción política del estado de Israel. Ya no odiamos a los alemanes, no les tememos a los alemanes actuales y, sin embargo, el genocidio originado por éstos (aunque no exclusivamente desarrollado por ellos) refuerza la convicción nacional judía de manera genérica, pero también contundente. Al mismo tiempo, olvidamos limpiamente otros pasados, en los cuales las cercanías del judaísmo y el Islam hicieron que la cultura judía tuviera una vastísima influencia en una cuarta parte del mundo que hoy llamamos “de la edad media”.
No es tampoco la primera vez que recordaré que el Islam es una versión particular del judaísmo, y que podría llamarse con tranquilidad judaísmo-coránico (o mahometano), como hay un judaísmo jasídico, un judaísmo talmúdico, un judaísmo cabalista , un judaísmo laico o, incluso, un judaísmo indefinible (en mi caso sin utilizar groserías) que explora el matrimonio entre la religión y el utilitarismo más extremo. No hay muchas razones culturales totalmente convincentes para excluir a más de un billón de personas del judaísmo, aunque si hay fuertes razones políticas y materiales para hacerlo.
En el pasado casi mítico del fin del reino davídico unificado, Las tierras de Judea y Samaria se dividieron en dos reinos rivales y hermanos, cuya rivalidad perduró hasta la destrucción del segundo. El reino del norte, destruido primero, albergaba, según el mito, a diez tribus de Israel. Hoy nadie intenta identificar a un nativo de Manasés o de Sebulón y separarlo de un nativo de Judá o Benjamín, no reconocemos a nuestros ancestros moabitas, a nuestros hermanastros calebitas, a los nabateos, hermanastros adoptivos aparecidos en el seno del judaísmo luego de las campañas de los reyes asmoneos. Historia perdida, ejemplos para mi tesis: lo que no está en la memoria, se extingue, y se extingue porque ninguna consecuencia práctica puede desprenderse de esos vacíos y que sea registrada por el futuro inmediato.
Sí es memoria, en cambio, el viaje mítico de Abraham y de las huestes de Moisés a Canaán, acontecidos (en la memoria mítica, insisto) siglos antes de la división de los reinos, de la reconstrucción persa, de las guerras con Roma del triunviro Pompeyo al emperador Adriano. En consecuencia, igual que acontece con la memoria personal, la memoria cultural desoye el orden cronológico y se adapta a los intereses del momento, sean estos políticos, diplomáticos, culturales o de otro tipo.
Hoy el gobierno del estado de Israel olvida la dureza de su propia fundación y desarrollo, casi increíblemente, porque esa etapa heroica y pionera es su prédica principal para la fundación del “nuevo judaísmo” nacionalista que pretende encarnar. Está atrapado, claro, entre la imposibilidad de aceptar a los palestinos en iguales condiciones nacionales, aceptando las fronteras de 1967 y la imposibilidad de declarar la anexión de los territorios. Por eso intenta bloquear al mismo tiempo el diálogo con los palestinos con nuevos asentamientos y el pedido de los palestinos ante la ONU, defendiendo las negociaciones directas. Ya lo he dicho. En mi opinión, sólo una derrota diplomática puede salvar a Israel de sí mismo.
Está claro que, sin otra cosa que la sanción de la ONU del estado palestino (sin contar los previsibles “vetos” en el consejo de seguridad), Israel no cederá Jerusalén oriental, no expulsará a sus propios ciudadanos de los asentamientos de Judea y Samaria (las actuales, las que ocupan los palestinos pauperizados por décadas de conflicto) ni, mucho menos, aceptará dentro de sus fronteras a los varios millones de refugiados palestinos. También lo he dicho: los estados se crean a partir del poder, no de los derechos.
Sin embargo, aquí está el mundo cambiando inevitablemente, con las potencias emergentes ajenas a los problemas de oriente medio (de la parte en la que no hay petróleo ni mercados para ellos, claro está) y las viejas potencias centrales boqueando en sus peceras pobres en oxígeno (que es la ganancia capitalista). Aquí está esta extraña y desconcertante “primavera árabe”, aquí está el nuevo rol de Turquía como potencia regional, aquí están los EUA retirando sus fondos de Afganistán y de Irak para reducir su déficit y dejando atrás a la presa perdida y tonificada: Irán. Egipto oscila todavía en convulsiones violentas de la caída (y aliada) dictadura de Mubarak, el hijo del viejo enemigo sirio no consigue tranquilizar su país y la guerra civil engulle Libia (donde sí está la OTAN, barruntando intereses petroleros).
Ante este caos, la memoria debe reinventarse y, nunca más que en estas situaciones, se presentan a la vista sus flagrantes contradicciones con la historia efectiva. Ahora Israel deplora la “unilateralidad” nacionalista palestina, como si su propia etapa pionera no hubiera estado marcada por la unilateralidad del imperialismo inglés y de los padres fundadores del estado y del movimiento sionista. No obstante, el problema se instala en que las maniobras con la recreación de la memoria son limitadas, a tal punto que la verdad histórica conocida debe verse truncada rápidamente en función del interés político inmediato.
Por supuesto que las decisiones de la autoridad palestina son arbitrarias pero, al margen de las posibles sensaciones personales que puedan tener las autoridades palestinas, aun suponiendo que nada se hiciera las cosas terminarán por cambiar. Imaginando que los palestinos “entran en razón” y abandonan sus pretensiones ante la ONU, imaginando que aceptan definitivamente la existencia del estado de Israel y su derecho a existir dentro de las fronteras actuales, retirándose a Gaza en masa, imaginando que renuncian a toda pretensión sobre Jerusalén, destruyen todas sus armas y planes terroristas, imaginando todo eso, ¿qué haría, entonces, Israel?
Todos los generales del mundo antiguo sabían perfectamente lo que debían hacer cuando perdían una guerra, pero muy pocos sabían hacer qué hacer cuando la ganaban, razón por la cual los generales victoriosos se convertía frecuentemente en los nuevos enemigos a vencer. A Israel le pasó lo mismo: ha ganado la guerra en 1967, pero no supo administrar la paz (la paz armada en la que era el amo) y ha dejado el tiempo correr en esta situación indefinida de ausencia de guerra y ausencia de paz con el pueblo palestino, la gente de afuera de Israel que no es de otro país. Probablemente sin proponérselo, se ha convertido en una potencia opresora y en un estratega enamorado de su propia leyenda bélica, que ya no reconoce otra dinámica guerrera más que el coraje y la embestida, mientras teje su propio laberinto.
En estas circunstancias, no quedan muchos expedientes para abrir, ni rutas para la paz que no impliquen considerables renuncias. Sólo que las renuncias son de dos tipos: se puede renunciar al territorio y al dinero, al orgullo y a los frutos de la victoria... o se puede renunciar a la consideración por derechos de los seres humanos y las necesidades e intereses de los pueblos... no solo de los otros, sino también de los propios. Dicho en forma plana y brutal, para muchos resulta mucho más fácil renunciar a sus valores que a los frutos de la victoria.
No tengo otra respuesta que presentar una posición moralmente maximalista: no importa que el reclamo palestino sea improcedente en términos de derecho internacional, no importa que el relato histórico israelí sea más exacto que el palestino, no importa lo malos que hayan sido en intenciones o en acto con los judíos (a fin de cuentas, perdonamos a los alemanes, a los polacos, a los cosacos, a los franceses, a los españoles, a los ingleses), sólo importa que tan buenos pueden ser los israelíes con los palestinos. No se trata de rendirse, pues la guerra se ha ganado ampliamente, se trata de aceptar los humanos derechos de nuestros ancestrales hermanos y sus pretensiones de auto-determinación.
El gobierno israelí, probablemente la ideología predominante en Israel y en la judería mundial, no pueden aceptar semejante ñoñez política, porque el pragmatismo más básico indica que, lamentablemente, a veces hay que dejar que el otro muera para que uno viva. ¡Somos nosotros o ellos! Es su muerte o la nuestra, su pobreza o la nuestra, nuestra dominación o la suya. Muchos creen que, en realidad, no hay más opción que ser crueles con los palestinos y, evidentemente, esa es la tónica del actual gobierno en Israel.
Por esta razón considero que la ONU debe considerar seriamente intervenir en la situación, apoyando la aceptación del estado palestino (que ya tiene una consistencia semejante a la que tenía el estado de Israel a partir de los primeros años de la década de 1940, es decir, antes de su “aparición” como estado soberano ante la ONU). Las fronteras cambian, ese es el menor de los problemas aquí. La demografía cambia. Ese es un problema para Israel, pero no hay respuestas para ello dentro de los márgenes jurídicos del estado-nación, algo que los fundadores del movimiento sionista (y la gran mayoría de los actuales sionistas) fueron incapaces de apreciar.
Y, entretanto, dentro y fuera de las fronteras israelíes (las actuales, las de 1967, las de 1948, no importa cuáles) el judaísmo languidece, su cultura se muere lentamente, asfixiada por el mercantilismo, el clasismo, el elitismo y el consumismo que desgarran las culturas contemporáneas en cómodas tiras de transacciones. Como Israel, las potencias capitalistas no supieron administrar su triunfo sobre el socialismo de estado (hoy, si Barack Obama quiere subir las tasas impositivas a las grandes riquezas, es acusado de socialista), pero ya antes habían comenzado a perder la guerra secreta, la guerra que libran las culturas contra la extinción de los valores que hacen a la vida humana digna de ser vivida y humana en un sentido que no sea biológico ni peyorativo, sino positivo y moral.
Si no ocurre algo inesperado (tal vez con este año judío que se inicia pronto) la tendencia general no permite tener grandes esperanzas. Como judío y como humano, lo siento por todos nosotros.
El Brindis por Rosh Hashaná del año 2009 me quedó más optimista, creo yo:
De todas formas, sí no nos hablamos: les deseo que tengan un año nuevo bueno y dulce.