Frecuentemente se leen en artículos, libros, discursos y demás espacios discursivos sentencias firmes respecto de los derechos de los estados a existir. El caso del estado de Israel es paradigmático en este sentido, porque la relación conflictiva que se mantiene respecto de la población palestina y la posición estratégica de la cuestión del derecho a la existencia del estado judío resucitan la cuestión cada quince minutos, hasta tal punto que nadie, le guste o no, puede dejar de hablar del asunto.
A título personal, creo que este debate se ha convertido en un no-debate, tan típico de la política actual. Se trata de un aspecto en el cual las partes no están de acuerdo. Muy bien, esas cosas pasan. Pero se trata además de un aspecto en el cual las partes insisten en estar en desacuerdo, para no hablar de aquellos aspectos en los cuales, tal vez, sí se podría llegar a un acuerdo.
Los ideólogos sionistas, judíos y afines sostienen que Israel tiene derecho a existir. Utilizan razones políticas, legales, históricas, teológicas y demás, y llegan a esta conclusión. Los ideólogos anti-sionistas, anti-judíos, pro-palestinos y afines sostienen que los palestinos tienen derecho a que exista un estado palestino. Utilizan razones políticas, legales, históricas, teológicas y demás y llegan a esta conclusión. El problema, lógicamente, es la superposición territorial y, sobre todo, demográfica de ambas locaciones políticas con derechos a la existencia. Algunos hablan del tema desde tribunas académicas, otros desde tribunas políticas, algunos más, desde tribunas puramente ideológicas (lo cual es más bien raro, pero en este caso se reproduce con bastante frecuencia).
Como de la defensa de estas posiciones se desprenden situaciones diferentes para la defensa de personas concretas y sus derechos más elementales, y también los deberes más elementales que las personas tenemos para con estas personas, el tema no es irrelevante. Sólo acontece que no tiene solución.
Ahora bien, cuando un problema no tiene solución, lo más probable es que, en realidad, el problema se encuentre en el planteamiento. Esto ocurre en muchas ocasiones, cuando los términos del problema encierran algún contrasentido que impide a cualquier fórmula dar cuenta del problema. En este caso, el problema del problema planteado consiste, en mi opinión, en que el problema no distingue la enorme distancia que existe entre el derecho como guía de comportamiento y el derecho como resultado de una relación de poder y de fuerza.
Para la existencia de los estados, la primera condición se da siempre como resultado de la primera. Sin embargo, los discursos, artículos libros y discursos a los que hacemos referencia parten de la lógica contraria, tan cercana a la filosofía del derecho y tan alejada de la práctica social. En esta perspectiva, se intenta decir lo que determinadas poblaciones y organizaciones “deberían hacer” en función del derecho establecido, cuando en realidad se trabaja con realidades consumadas en las que persisten conflictos.
De esta manera, se sostiene la necesidad de la “defensa” del estado de Israel y de la “defensa” de los derechos e intereses de la población palestina en función de lo que la otra parte “debería” creer y pensar. En otras palabras, en función de las declaraciones de diferentes derechos se esperan comportamientos de la otra parte que nunca se verifican, por lo cual se mantiene activo el conflicto y, a la vez, se mantienen ocultas otras contradicciones que tal vez si tienen solución, pero que quedan supeditas a la irresolución del primer problema, planteado por el derecho.
Poniendo en el nuevo contexto la situación, diré que el estado de Israel “tiene derecho” a existir en la medida en que lo ha construido a través del poder y de la fuerza, ¿qué sentido tiene, en nombre de un derecho de otro forma, exigirle que cambie o desaparezca? De la misma manera, mientras los palestinos continúen teniendo una capacidad de auto-organización política, ideológica y militar, ¿qué sentido tiene exigirles antes de discutir que acepten el derecho de Israel de existir?
Tiene sentido, tal vez, pedir a ambas partes que intenten conversar sin la amenaza directa de la violencia militar, pero estas partes no pueden hacerlo mientras continúen debatiendo en torno al derecho de exigir un comportamiento de la otra parte que ésta no puede y no quiere aceptar.
La distinción entre estas dos formas de entender el derecho, la que parte de la exigencia moral y la que parte de la capacidad de construir poder y ejercer coacción sobre otros, se continúa en otra distinción que a la gente en general y a los juristas en particular suele (interesadamente en muchos casos) pasarles desapercibida: la distancia que existe entre el derecho y la justicia. Precisamente porque no podemos ponernos de acuerdo en lo que significa la justicia, debemos intentar llegar a acuerdos (con renuncias recíprocas) en lo que es el derecho. ¿Y para qué podría servir esto? Para que en instancias futuras se pueda debatir sobre la justicia en contextos en donde la vulneración de los valores más elementales de las personas y los pueblos no sean un hecho cotidiano y determinante la propia discusión.
De allí surge el siguiente corolario práctico: no se puede imponer la justicia a la otra parte, acusándola de cometer crímenes si por nuestra parte desarrollamos acciones que la otra parte identifique como crímenes. En otras palabras, tal vez convenga no ser rigorista con la exigencia actual de justicia, con el fin estratégico de obtener un estado de cosas menos injusto para la siguiente generación.
En cuanto a la cuestión particular del derecho estatal a la existencia, al margen de resoluciones y declaraciones, el hecho básico es que los estados nacionales modernos se han conformado en la disputa por diferentes derechos: de sucesión, de desarrollo, de seguridad, de auto-defensa, de autodeterminación, de independencia y demás, pero casi sin excepción el derecho se ha ganado en la relación de fuerzas con otros agentes sociales.
En América, los estados se han formado defendiendo la independencia y la auto-determinación respecto de las Metrópolis, y ello a través de guerras independentistas. Pero también se han formado avasallando y destruyendo a otras formaciones sociales, y hoy nadie debate el derecho a existir de México, Colombia o Argentina, aun cuando es de conocimiento general el papel destructor que estos estados han tenido para otras culturas y poblaciones.
Al mirar hacia las guerras por la independencia nacional, siempre los triunfadores tienen a largo plazo la “verdad”, la “justicia” y el “derecho” de su parte, precisamente porque estos elementos son construcciones ideológicas del desarrollo histórico vinculadas a la fuerza y al poder, y no a una justicia trascendental.
El caso de Israel se complica por dos razones: en primer lugar, el proceso es relativamente joven e inacabado, si se lo compara con otras experiencias nacionalistas. En segundo lugar, por el carácter étnico que el estado de Israel pretende para sí mismo. Ya he dicho en otro lugar que, a largo plazo, y en el contexto de una economía capitalista, esta pretensión parece condenada al fracaso. Porque también el estatus étnico se define históricamente, y la ideología judía en Israel ya ha cambiado lo suficiente como para trazar una tendencia histórica dominante.
Por el contrario, el estado de guerra permanente no es tan extraño a la formación de nuevos estados. Sí se piensa nuevamente en América Latina se observará que, aunque las luchas independentistas se resolvieron a comienzos del siglo XIX, sólo a finales de de siglo se sometió definitivamente a las poblaciones autóctonas para dar forma territorial y demográfica definitiva a la cuestión. Y nadie cuestiona el derecho a existir de estos estados, ni nadie podría decir que no se cometieron tremendas injusticias en el proceso.
Al margen de este pragmatismo jurídico algo cínico, en el cual Israel no existe por el derecho a existir, sino por la fuerza que construyó ese derecho, mi única orientación en este breve artículo es terminar con esa discusión inútil acerca del derecho nacional a la existencia, porque impide toda solución real a los problemas reales de la región: el problema de la violencia, el problema de la ocupación, el problema de la pobreza, el problema de falta de libertades. Respecto de este último punto, si bien parece claro que la población palestina, asentada o refugiada, es portadora de los mayores males aquí descriptos, también la población israelí y la judeidad mundial son rehenes de la situación, porque nuestros pensamientos y debates también están ensombrecidos por el largo debate, que oculta a su vez la triste situación endógena de lo judío en la actualidad: más débil, más dependiente, menos productivo que en toda su larga y difícil historia en materia de bienes culturales.
Es muy triste la consciencia de que, sin importar las buenas intenciones originales, la experiencia del conflicto, aun con “causa justa”, nos hace injustos.