sábado, 15 de enero de 2011

Unas palabras sobre el monoteísmo judío y su capacidad de integración social

Este texto es corrección de uno anterior, sí ya lo leíste, perdoná la molestia; si no lo leíste, acá hay una nueva oportunidad.

Si entendí bien, el gran historiador Simón Dubnow sostuvo que una característica distintiva de la cultura judía era lo que denominó “monoteísmo ético”, es decir, la creencia en la existencia universal de un dios único, que reunía todas las características divinas en una sola persona indivisible. El contraste, lógicamente, puede establecerse con facilidad frente a las formas pretéritas de teología (a todos los efectos prácticos, de filosofía) del politeísmo anterior y posterior a la edificación del templo de Jehová en Jerusalén (en el siglo X antes de la era común).

Pero igualmente debe considerarse el contraste con el monoteísmo particularista, una forma religiosa importantísima, en la cual cada pueblo encomendaba su existencia a una deidad que le era propia y particular. En cierta medida, el monoteísmo particularista, a diferencia del monoteísmo ético, es compatible con el politeísmo filosófico, porque no niega la existencia de otras deidades, para otros pueblos, sino que exalta una divinidad particular para una población particular frente a las divinidades de otros pueblos. Aparentemente, el monoteísmo particularista es una derivación del totemismo pretérito.

No creo que deba decirse totemismo “primitivo”, porque el tótem como figura de la integridad colectiva es un movimiento ideológico primigenio e inherente a la existencia de una cultura que requiere de un espacio simbólico de integración social. En resumen, es la expresión filosófica que un pueblo en particular tiene de su historia, de su auto-representación y toda sociedad, simple o compleja, la necesita. Por esto mismo, es siempre un espacio de integración social, pero también de conflicto político: es la representación por cuyo control y definición los grupos internos de una comunidad luchan. Cada sector social tiene una imagen del tótem que busca imponer como verdadera, y esto ocurre en cualquier religión, porque en ella se busca determinar cuál es la voluntad del Dios (o la diosa, o los dioses), la verdadera forma del Dios, su verdadera ley, la verdadera interpretación de la ley. Como consecuencia, en términos totémicos y políticos, toda religión es “monoteísta”. Porque siempre es una interpretación particular en torno a un dios, diosa o dioses la que intenta ser hegemónica y lucha con otras.

Por otra parte, el monoteísmo ético como distintivo también establece una distancia respecto del monoteísmo cristiano, cuyas múltiples versiones incluyen la visión trinitaria de la naturaleza divina y la muy extensa variedad de interpretaciones acerca de las cualidades de la divinidad encarnada en la figura ya histórica de Jesús de Nazaret. Mucho más difícil es encontrar una auténtica diferencia teológica con el Islam, porque la única pretensión exclusiva de esta fecundísima corriente es la del sello de la profecía expresada en el Corán y en Mahoma, profeta de Alá.
Filosóficamente, no existe diferencia alguna entre Jehová y Alá, ya que el distanciamiento ocurre en la historia, y muy posteriormente: el Islam reconoce a Moisés y los profetas bíblicos, reconoce la cualidad profética de Jesús (algo que cualquier judío puede hacer ante la lectura de los evangelios más antiguos, ya que la doctrina ética y moral enseñada por Jesús es compatible con las de Fariseos y Esenios: es humanitaria, práctica y se sostiene en las escrituras canónicas), y sólo establece la pretensión del cierre de la enseñanza con Mahoma y el dictado del Corán. El propio Corán, por otra parte, es un libro de fácil lectura para los judíos instruidos en la lectura de los relatos bíblicos, sus contenidos y modos les son perfectamente comprensibles y esclarecedores. Las diferencias teológicas entre el monoteísmo ético judío y el islámico son tan escasas comparadas con otras diferencias que han existido y existen en el universo del pensamiento judío (y también el musulmán) que parece difícil hablar de religiones diferentes, pues se trata más bien de expresiones políticamente diferenciadas de la misma religión.

Por esa razón rara vez me preocupo ante la perspectiva de la extinción del judaísmo como religión: por el contrario, en la figura del Islam su monoteísmo ético sigue siendo hegemónico en buena parte del mundo y en una demografía más joven que el cristianismo, por ejemplo. El politeísmo greco-romano clásico, la vieja religión matriarcal europea, las religiones animistas africanas, las religiones de los pueblos originarios de América... esas herencias religiosas pueden estar en problemas. Pero no el monoteísmo ético, insisto, desde una perspectiva filosófica. De hecho, excepto en la remanencia de la adoración de santos y vírgenes locales, es el monoteísmo particularista el que ha sufrido con el paso del tiempo.

Por otra parte, quizá deba reseñarse cómo llega a existir el monoteísmo ético. Con cierta frecuencia (véase por ejemplo a Freud) se ha intentado ligar esta filosofía con la lucha interna del politeísmo egipcio durante el reinado de Akhenatón (1356-1336 a.c.), quien propuso reformas sustanciales en el culto al promover a Atón como deidad exclusiva del estado egipcio frente al rancio dominio del sacerdocio de Amón (la formación de la confederación hebrea en Palestina es posterior a este proceso un siglo y medio o dos). Sin embargo, tal transformación de ninguna manera terminaba con el politeísmo ético en Egipto, sino que reorientaba el sacerdocio y su influencia política. El monoteísmo ético es un cambio de paradigma religioso mucho más profundo y permanente.

Más razonable es atender a las condiciones políticas imperantes en las tribus de Palestina de los siglos onceavo y doceavo antes de la era común: es más bien el interés de las casas y tribus más poderosas de Palestina las que devienen en la decisión de centralizar el culto en Jerusalén y terminar con el totemismo de las tribus (que incluían no pocos elementos matriarcales) en el culto patriarcal y sacerdotal que apoyaba a la monarquía. En esa época Palestina se hallaba ciertamente bajo la influencia política de Egipto, pero culturalmente estaba más vinculada a los cultos politeístas mesopotámicos de oriente, al hitita del norte y los monoteísmos particularistas imperantes en ambos márgenes del río Jordán.

Todavía quedan expresiones religiosas en el culto hebreo que expresan la transición del monoteísmo particularista al monoteísmo ético: se le reza al “Dios del universo”, pero también al “Dios de Israel” y ciertamente hay vestigios de un antiguo culto solar en los textos y algunas tradiciones rituales (como saludar orientados hacia el Este –aunque se diga que se orienta la mirada a Jerusalén, si se mira al este desde Buenos Aires se concluirá que Jerusalén está en Sudáfrica o Australia), así como hay remanentes en los propios relatos bíblicos (Shimshón, más conocido como Sansón, significa “del sol”). El expansionismo que caracterizó a la monarquía davídica y, más tarde, la extensión del imperio de los Asmoneos explica esta lucha contra el particularismo y más todavía la necesidad de reinterpretar el culto judío cuando se vincula con la gran potencia política de la región: el imperio Persa.

Aunque la política del imperio persa era la del imperialismo multicultural, es decir, la aceptación del culto de las regiones dominadas sin pretensiones de extender el mazdeísmo en forma forzosa (que es una expresión filosófica lábil, adaptable y, en este sentido, muy útil a los intereses de los inteligentes y pragmáticos ideólogos y dirigentes persas) el monoteísmo judío debió hacer frente a esta forma particular de monoteísmo bipolar persa. Más adelante, los problemas éticos producidos por el monoteísmo (que siempre ha dejado amplios sectores del universo sin explicar) debieron conectarse con el pensamiento griego, gracias a las conquistas de Alejandro de Macedonia. En esa forma se produjo la citada expansión del imperio Asmoneo, aunque su soberanía fue breve: la expansión romana, de la mano de Pompeyo, terminó bruscamente con el proceso y la resistencia judía, tan nacionalista como religiosa, dio como resultado dos guerras devastadoras contra Roma, que terminaron con la crisis del siglo segundo.

Arrasada Palestina en tiempos del emperador Adriano, la ideología judía se conservó a través de las escuelas fariseas, que no sólo denotan la influencia persa y greco-latina en términos filosóficos, sino que sientan las bases para un auténtico universalismo de la religión judía, expresada en torno a la interpretación de relatos y propuestas jurídicas desligadas de espacios jurisdiccionales específicos. De esta manera la ley y los relatos bíblicos se convierten en el centro de la unidad filosófica de Israel, de tal manera que, sin santuario, sin rey ni sacerdotes, esos rollos escritos y esa creencia en la unidad exclusiva de Dios se convierten en su Tótem, el eje simbólico de su unidad y auto-representación que es también el espacio en el que se resuelve el cambio social.

Filosóficamente, sin embargo, el monoteísmo ético tiene muchos problemas lógicos que hacen interesante el debate teológico. En alguna medida, el politeísmo que figuraba el mundo como un campo de batalla entre diferentes dioses con mayores o menores poderes y cualidades, pero siempre limitadas por las capacidades de otros dioses, presentaba una perspectiva más natural del universo, en donde pueblos, personas y otros seres animados o inanimados parecen coexistir en lucha permanente.

Al monoteísmo ético le cuesta explicar el origen del mal, le cuesta comprender los límites de lo humano y lo divino, le cuesta comprender el resultado de muchos procesos naturales y de casi todos los procesos sociales. Si no se acompaña de una flexible doctrina jurídica y de cierta sensatez política, el monoteísmo ético puede ser sumamente despótico y cruel, porque quien obtiene hegemonía sobre la interpretación de los deseos y decretos de Dios es, en la práctica, un gobernante teocrático. El monoteísmo ético es mucho más simpático cuando se asocia a doctrinas humanistas y compasivas, pero es tremendamente opresivo cuando se aceptan autoridades que gobiernan con exclusividad los asuntos públicos. Esta es también una razón del relativo éxito del monoteísmo ético entre las monarquías absolutas occidentales, porque es un excelente mecanismo para gestionar la teocracia: un dios en el cielo, un señor en la tierra. La iglesia católica se sostiene actualmente en este paradigma, por ejemplo.

La propia doctrina histórica del judaísmo original presenta una divinidad absoluta y despótica, que trata con dureza incluso a sus “elegidos”, un modelo de gobernante que se encarnó luego en Salomón y su heredero (y que terminó con la secesión de las tribus del norte ante la frase: “Mi padre os hirió con el látigo, mas yo los heriré con escorpiones”). El monoteísmo ético incluye algún pacto de no agresión (unilateral) entre dios y la humanidad, pero sólo parece incluir la aniquilación total y apenas en una imagen, en la aparición óptica y momentánea del arcoíris.
El verdadero problema filosófico del monoteísmo ético es, quizá, de naturaleza lógica: al mismo tiempo se asume una divinidad total y universal y se reducen sus capacidades, interpretando libremente su actividad. Se asumen como atributos de esta divinidad la omnipotencia, la omnisciencia y la ubicuidad, es decir, Dios está siempre en todas partes y lo sabe todo (lo cual constituye un dispositivo de observación y control personal y grupal bastante eficiente) y, principalmente, no hay límites al poder de Dios. Ningún límite.

Sin embargo, siempre hay que atender a las contradicciones lógicas: ¿Puede Dios desaparecer, si lo desea? ¿Puede morir? ¿Puede crear otro dios, más grande que él? ¿Puede crear muchos dioses menores que controlen el destino del mundo? ¿Puede dividirse sin disminuirse? Cualquier respuesta negativa conlleva un serio problema para la doctrina, pero eso se resuelve simplemente, ya sea respondiendo afirmativamente (pero asegurando que la voluntad de dios es otra) o, más simplemente todavía, descartando las preguntas: no se sabe, pero mientras no ocurra ninguna manifestación en este sentido, no tiene importancia.

De todas maneras, en la historia del debate teológico siempre se llegará a estas preguntas, para las cuales habrá muchas respuestas, algunas sumamente sutiles y elaboradas, que darán lugar a nuevas críticas e interpretaciones de la doctrina. Esta es una característica también de la historia de la filosofía judía que me gusta particularmente, porque no sólo afecta la ética, sino también la moral y la estética, permitiendo el crecimiento y la adaptación de los principios de apreciación y comportamiento que hacen a la vida judía y que, si no se realizan, son ocupadas por herencias filosóficas, éticas, estéticas y morales de otras comunidades, pueblos, religiones e ideologías. En otras palabras, son las inconsistencias lógicas y filosóficas lo que mantiene con vida a la doctrina, y no a la inversa.

Lo que puede sostenerse entonces no es que el monoteísmo ético judío sea “la verdad”, sino que es, eso sí, uno de sus rasgos ideológicos más importantes, pero que sólo tiene sentido en el contexto de una interpretación histórica y jurídica, de unas tradiciones y costumbres locales: debe ser un principio distintivo, pero siempre abierto a la adaptación o pagará el precio del agotamiento.

Una última palabra re-interpretativa. Es siempre difícil interpretar el significado de la “elección” que hizo –míticamente– a Israel el pueblo de Dios. En mi opinión, esta es una de las consecuencias del paso del monoteísmo particularista al monoteísmo ético. Cuando Dios era solamente dios de Israel, no había problema. Pero al ser coronado un dios particular como rey del universo y única potencia a la vez natural y sobrenatural del mismo, nos metimos en un problema importante, porque nuestro propio papel en el devenir universal debió ser reformulado. Al mismo tiempo, mientras esta era una pretensión de una religión particular en un territorio particular, tampoco había problema. A fin de cuentas, ser la nación selecta de la “verdadera divinidad” es una pretensión muy extendida. Como consecuencia, los problemas para Israel no comenzaron mientras su religión era una pequeña expresión ideológica en el seno de las naciones “idólatras”. Para el faraón o el rey de reyes persa, para los emperadores romanos o el gran Khan, Israel podía tener la pretensión que quisiera y una sonrisa o un gesto de pena se dibujarían en sus rostros como nos ocurre a nosotros cuando un linyera zaparrastroso grita y pretende ser el mesías (¡y tal vez lo sea!).

Sin embargo, cuando el cristianismo, heredero del monoteísmo ético (aunque en una versión seriamente modificada por la doctrina de la encarnación) triunfa en Europa y el Islam se extiende, la pretensión de la elección divina se transforma en un problema de doctrina. La religión judía y sus comunidades tardaron mucho en recuperarse de la matanza del siglo segundo; para cuando se terminó la etapa talmúdica, el cristianismo (todavía afectado de profundos debates internos sobre la naturaleza de dios y de Jesús-Cristo) se consolidaba ya para ser la fe políticamente dominante en los imperios romanos, mientras que la doctrina judía en África del norte, Persia, Anatolia y Oriente Medio se preparaba para dar un salto de expansión demográfica a través de las conquistas de los califas, ya a partir del siglo séptimo. De este modo, el judaísmo en la edad media y los albores de la modernidad quedó atrapado en el fuego cruzado de la controversia religiosa en torno a la naturaleza de dios, especialmente en el ámbito de influencia católico y romano primero, pero también en las tierras ocupadas por la ortodoxia y, luego, el protestantismo. Ser el pueblo elegido dejó de ser gracioso, y la pretensión en sí misma era peligrosa para los gobernantes no judíos, y mucho más, para los propios judíos.

Es muy notable como este punto de la doctrina judía ha sido objeto de un gran número de interpretaciones, tanto desde la teología judía como de la cristiana, porque es un problema siempre abierto. El Islam fue lo bastante cauto como para aceptar la hegemonía en la verdad teológica, pero desplazando sutilmente el tema de la “elección”; también los musulmanes se saben gente del pacto, a través de Ismael, hijo primogénito de Abraham, y se consideran bendecidos por la entrega de la palabra sagrada, a través del Corán, y su función en el mundo es defender la fe. En cambio, los judíos siguen buscando. Ya no buscan completar la misión, por cierto, sino averiguar de qué se trata esa misión: ¿Redimirse? ¿Redimir al mundo? ¿Condenarse para salvar al mundo? ¿Ser los únicos salvados en un mundo previamente condenado? ¿Aceptar los designios de Dios? ¿Interpretarlos para que tengan cumplimiento?

Si no se tiene cuidado, muy pronto se olvida el honor y se siente que la carga es muy pesada. Si se es todavía un poco más imbécil, muy pronto se olvida la carga y sólo queda la vanagloria que transforma la fe y la ley en fetiches del orgullo, tan vacíos y muertos como las estatuas que destrozaron Abraham y Mahoma. Dios no ordena ser tonto, dice el refrán.

Para los ateos y laicos de herencia cultural judía siempre queda este problema pendiente: ¿hasta qué punto nos sirven los viejos relatos y las antiguas leyes y tradiciones si no se tiene fe? Soy de la opinión de que sirven para mucho, realmente, porque consiguen articular debates interesantes en el contexto de relatos con carga afectiva y problemas de difícil solución.
Creo que Alejandro Dolina refirió que la nobleza consiste en proponerse objetivos difíciles. Me gusta esa perspectiva para este caso. La cuestión no es si los ateos debemos aceptar o rechazar los relatos, las costumbres y tradiciones vinculadas al monoteísmo ético judío, que sigue siendo un rasgo distintivo de la cultura judía, sino como enfrentamos la difícil tarea de vivir un judaísmo con contenido pero sin creencia.

Existe una adecuada respuesta sociológica para el problema: se puede no creer en dios, pero aceptar el Tótem, según lo definí más arriba. No un ídolo de piedra o madera, como los que ya destruyó la leyenda (“recuerdo” perfectamente lo que decidió hacer Moisés con los adoradores del Becerro de Oro –¡Qué construyó su propio hermano, sacerdote de sacerdotes!–, y Dios no lo castigó por su celo sanguinario, sino precisamente por la debilidad de su fe). No. Lo que sostengo es que se puede aceptar la historia mítica y los relatos, los salmos, las canciones, la ley antigua y sus interpretaciones, como herencia que permite crear un espacio de integración, un Tótem de conocimiento.

Los cabalistas medievales, para resolver acerca de la presencia de dios en todas las cosas, revitalizaron y ampliaron la doctrina de la emanación, la Shejiná, según la cual dios está en todas las cosas en diferente nivel, sin perder ni disminuir nada de sí mismo. Cuando los pueblos tenían su tótem, la integración social que representaba también emanaba su poder sagrado en forma de Maná (que no tiene que ver, a pesar de la homonimia, con el misterioso y milagroso alimento del Sinaí). Y esa emanación que simbólicamente nos reúne en torno a una tradición, no necesita de la fe, sino de la voluntad de ser y de estar, de participar y de convivir.