1. Contexto
Aunque está escrita en un tono teatral, que sintoniza muy
bien con el contenido dramático de la trama, Jeremías es una obra de Stefan Zweig que bien puede catalogarse
como novela histórica. Aunque su fuente no ha sido sometida a crítica por parte
del autor, el tono es claramente explicativo, didáctico... admonitorio. Zweig
la escribió en el contexto de la primera guerra mundial, cuando le quedaban dos
décadas antes de su suicidio en el exilio de Brasil. Como el espanto de la
segunda guerra mundial no era todavía imaginable ni el nazismo era predecible,
buena parte de su matiz apocalíptico y terminal es comprensible, aunque la
historia se empecinara en empeorar muy pronto Verdún y el Somme con Stalingrado
e Hiroshima.
Al mismo tiempo, las consecuencias de la guerra inter-imperialista
no eran todavía previsibles. No podía anticiparse que la caída del imperio
otomano y la ocupación británica de Palestina y la Trans-Jordania contribuirían
notablemente al éxito del movimiento sionista: las colonias judías promovidas
por Ahavat Zion y la acción diplomática
de los líderes sionistas occidentales (junto con la debilidad de las primeras
dos olas migratorias judías a Palestina) no auguraban todavía ningún éxito del
nacionalismo judío en la región, a pesar del compromiso británico expresado en
1917 a través de la declaración Balfour, que el Libro Blanco de McDonald intentaría
anular en 1939.
Jeremías es una
novela metonímica, pero no es necesariamente alegórica. Somos nosotros los que
podemos convertirla en una alegoría. En ella se narra el fin del mundo (y la
increíble continuación de la existencia) a través de la caída de Jerusalén y la
destrucción del templo por las tropas de Nabucodonosor II (a quien Zweig
retrata de manera ambivalente como un agente del destino impuesto por Dios y
como un actor propiamente político, en una oscilación que se entiende desde la
perspectiva de la lucha política e ideológica interna entre los judíos de
Jerusalén). De esta tensión política e ideológica es de lo que quiero tratar
hoy, con la ayuda de este Jeremías
tremendo y conmovedor. Quienes conocen ya no el libro de Zweig, sino la
historia del profeta, ya pueden anticipar que no se tratará de un paralelismo
feliz, ni mucho menos esperanzado.
2. “Eternamente dura
Jerusalén”.
Los grandes profetas del exilio babilónico (Ezequiel y
Daniel) constituyen elementos de transición hacia el nuevo judaísmo tutelado
por la potencia persa y configurada por la política interior de los Aqueménidas
durante los siglos sexto y quinto a.C.: son profetas con oscuras esperanzas de
resurrección bajo el imperio definitivo del dios masculino único. Pero Zweig
sabe bien lo que hace, y elige a Jeremías, el profeta de la destrucción y la
muerte.
La tensión de la novela se centra en una dislocación psicológica
tremenda. Jeremías es hijo de un sacerdote, su destino social es el sacerdocio
hereditario, lo cual equivale a expresar que forma parte de los sectores
dominantes (como lo era la familia del propio Zweig) aliados a la monarquía. En
teoría, no hay nadie más alejado que él para seguir el camino del proyecto
profético-apocalíptico encarnado originalmente por Elías en su contienda con el
rey Ahab, en especial luego del episodio de la viña de Nabot (la pregunta: ¿Asesino y heredero? Continúa siendo
central en material de moral geopolítica). Sin embargo, el sueño profético lo
invade: mientras los sectores dominantes y el pueblo llano viven en la
Jerusalén amenazada por la guerra, viven en la esperanza de una alianza con Egipto
(esperanza bastante absurda, después de la batalla de Karkemish), en la
esperanza de la intervención divina a su favor, Jeremías camina entre las
ruinas del templo y los incontables cadáveres, Jeremías ve las llamas, huele el
humo y la carne humana chamuscada, escucha los lamentos de agonía y el grito de
los cuervos. Como Casandra de Troya, no puede contar la verdad y ser creído al
mismo tiempo. Y no es creído porque su Dios ya ha decretado la caída de
Jerusalén y el exilio, porque los sectores dominantes han sido infieles al
pacto. El discurso de Jeremías se confunde: le habla al rey, a los sacerdotes,
a los generales... a quienes son socialmente su clase... pero sólo el pueblo
puede escucharlo, y es el pueblo de Jerusalén el que vive la tensión ideológica
que cruza la historia del profeta.
Hay en la novela un mantra que se extiende desde el
confundido rey Sedequías (cuyo nombre “Justicia Divina” es una burla macabra y
una ironía trágica) hasta el último vigía de las murallas (los vigías que son
la estirpe de siglos de vigías de David), una idea que se contagia
irreflexivamente al pueblo: el destino de la conservación porque, dicen
constantemente, “Eternamente dura Jerusalén”.
Lo dicen en cada encuentro, ante cada decisión política, porque Dios no dejará
caer su sede única, su santuario, su ciudad. Pero Jeremías camina en las calles
ya condenadas y solo un escriba, ese pequeño Baruj destinado a narrar la
historia y a intentar cambiarla, lo sigue en su peregrinación. Jeremías sabe lo
que no quiere saber: que la ciudad está condenada y que él es el profeta
maldito de la condenación, de tal modo que sus visiones son una carga
insoportable, como el orgullo es la carga insoportable de los nobles de Israel,
encarnada en la inflexibilidad del rey (que recuerda la inflexibilidad del
Faraón ante Moisés y Aarón, forzada por la divina voluntad) y en la fanática voluntad
guerrera de Abimelech ante las fuerzas superiores comandadas por Nabussaradán
(Nabucodonosor el Arquitecto no se molestó en ir a esta campaña de “pacificación”
de Siria y Judea, estaba ocupado en los siguientes treinta años de su reinado,
embelleciendo Babilonia). Increíblemente, luego de la victoria caldea Jeremías
se rinde a la majestad del execrado Sedequías, quizá porque la justicia divina
se ha consumado o porque no es capaz de renunciar del todo a los privilegios de
clase instituidos en la monarquía, un acto que me impide sentir una simpatía completa
por Jeremías: “Sedequías, mi rey y señor,
de pie permanecí frente a ti cuando tuyos eran la fuerza y el poder, pero ante
el agobiado por Dios me inclino, el siervo más humilde de su dolor. El primero
fuiste en beber la copa de nuestra amargura, el primero fuiste en padecer, ¡seas
entonces el primero de nuestro pueblo en toda la eternidad, y comienzo de su
salvación! ¡Oh, tú, rey de los pesares, ungido de la prueba, señor de Israel.
Levanta tu frente para que nos ilumine, condúcenos, tú que ahora solo ves a
Dios y ya no el mundo, condúcenos, conduce a tu pueblo!”
3. Am Israel Jai
(Vive el pueblo de Israel)
Hoy en las murallas de Jerusalén estamos nuevamente; algunos
dicen que retornamos del Gran Exilio, ya nada será como era, no nos amenaza
nuestra celosa y terrible divinidad ancestral: ese dios que es un puño cósmico
siempre dispuesto a caer sobre nuestras faltas. Tememos a nuestros enemigos aunque,
como Sedequías, no estamos dispuestos a ceder ante ellos para conseguir la paz
y confiamos en el fondo en nuestro destino porque, si sobrevivimos al genocidio
nazi y a los pogromos, si levantamos frutos del desierto, si vencimos a fuerzas
superiores coligadas para exterminarnos y cantamos que “Am Israel Jai”, es decir, que el pueblo de Israel vive (y vivirá),
no hay realmente nada que temer, por grandes que parezcan los peligros. Hoy
también la gran potencia es nuestra aliada, como lo era Egipto para Sedequías
(aunque otro mar nos separa, Jeremías fue a morir a Egipto), ni los signos de
su decadencia relativa nos asustan. Hoy también el moderno Abimelech confía en
sus tropas y en sus armas ungidas de divinidad, y nunca se plantea cómo están
siendo utilizadas, porque su causa es la de Israel y, en consecuencia, su causa
es inherentemente justa y ajena a toda crítica. Claro, no todos somos modernos
Sedequías o Abimelech, no todos hacemos certezas teológicas del cálculo
político, del orgullo o la ira justiciera... pero tampoco somos Jeremías. Pero
es notable que hay quienes sí lo hacen, y claman que el “pueblo de Israel
vivirá”, como creían hace dos milenios y medio que eternamente duraría
Jerusalén.
No he tenido sueños nocturnos ni camino entre los muertos
que aun viven, mucho menos quiero verlos morir, ni siquiera para verlos
encarnarse nuevamente, como vivió Ezequiel. No obstante, no estoy ciego como el
rey. Si estamos aquí, incluso contra toda anticipación o esperanza de nuestros
adversarios (en el fondo nos aman, porque somos su excusa, su quinta columna
para sentirse justicieros), si realmente estamos
aquí, como clamaba el viejo himno de los partisanos, es porque la historia
cambia, porque no es fácil saber lo que trae con cada vuelta de página. Y esta
es la advertencia: puede volver a cambiar en una dirección terrible, incluso
definitiva. Sonreímos de manera milenaria y milenarista al recordar la caída
del faraón, la de los jardines colgantes edificados por Nabucodonosor el
Grande, sonreímos al verificar que los imperios persa y macedonio y romano son
recuerdos en libros que cada vez son menos leídos, pero vive el pueblo de
Israel; sonreímos incluso al ver que sobrevivimos a Nazis y Cosacos (aunque es
mentira: ellos vencieron, como las, legiones de Adriano seis siglos después de Jeremías,
ellos nos mataron y morimos, y solo sobrevivimos en la estadística y con un
costo enorme, pérdidas irreparables de pueblo y cultura); sonreímos porque
eternamente dura Jerusalén.
Pero estas expresiones de eternidad no están basadas en el
conocimiento, ni siquiera en la lógica: son expresiones puramente ideológicas
y, lo que es peor, ideográficas: construyen una apariencia de realidad que la
disocian de toda demostración o prueba empírica. No importan cuanto crezcan los
enemigos (especialmente esos enemigos interiores que todas las personas y los
pueblos arrastramos con nosotros) nada importa porque lo que importa es, en la
ideografía, eterno, indestructible, inmutable...
Stefan Zweig es un escritor universal, un judío que trató
temas judíos con vocación universalista (y así se comprueba en la admiración
que su prosa ha despertado en los observadores más variados) pero esto no es
obstáculo para que los judíos escuchemos su clamor y su advertencia. El precio
de las certezas ideológicas y las cegueras políticas ya se ha pagado en la
historia judía, y no es cuestión de ceder ante el inevitable conflicto interno
que aparece cuando las verdades absolutas son desafiadas por el buen sentido.
Así como tenemos la tarea de defender las murallas de David de los enemigos
externos, no queda más remedio que defendernos de los adversarios internos
representados por el sinsentido y el milenarismo. En mi caso, el recuerdo de
riquezas judías del pasado y de errores judíos de todos los tiempos es la
herramienta mejor de que dispongo. ¿Por qué? Porque creer que eternamente dura Jerusalén y que por siempre vive Israel tal vez sea el
camino más rápido para perdernos, porque es una creencia que no aprende de la
experiencia y que no contiene la sapiencia de comprender que, pueblo
afortunado, hemos sufrido mucho no por estar elegidos para el sufrimiento sino
porque hemos existido más de treinta siglos. Si no actuamos con sabiduría, es
más probable que la buena suerte se acabe.