Es asombroso, y debería ser motivo de una reflexión adecuada (más adecuada que ésta),
con cuanta frecuencia olvidamos las lecciones que hemos aprendido y que con
tanta frecuencia, también, pretendemos dar a otros. A la enorme cantidad de
cosas que ignoramos o que conocemos defectuosamente debemos agregar entonces
las cosas que, siendo útiles o no, correctas o incorrectas, terminamos por
olvidar en el transcurso de la vida cotidiana.
Anticipo una conjetura, una mera reflexión para estas fechas.
Las olvidamos porque el mundo no es el que era hasta hace algunos siglos: las
generaciones ya no aprenden solo del pasado, aunque todavía dependen de él para
pensarse a sí mismas, sino que deben aprender de su propio desarrollo, lo cual
es necesariamente agotador y, más importante, es necesariamente frustrante. No
solo las personas modernas vivimos estresadas, con una continua insatisfacción
a pesar de los logros y los deseos satisfechos: también las culturas y las
generaciones modernas viven sin poder reflexionar sobre sí mismas (pues ya han
cambiado ellas o sus contextos –lo cual es lo mismo, en última instancia–
mientras intentan pensarse). Así, se adaptan de mala manera a su propio tiempo,
y sufren, consumen mercancías sin valor humano (antes se decía: sin valor
espiritual) y se pierden.
La lección que yo había olvidado por completo es la
siguiente: las culturas, como los seres vivos, deben luchar en su entorno para
sobrevivir. No hay nada intrínseco en ellas, ningún destino predeterminado, que
asegure su subsistencia. No debe esperarse que una cultura continúe viva si no
pelea por sobrevivir. En nuestro caso, si no lucha contra las tendencias del
sistema (si, el sistema capitalista) de convertir todo en mercancía, por un
lado, y por convertir todos los bienes humanos, todos los frutos del trabajo
humano, en cosas inmediatamente obsoletas, cosas que se perciben solo como
cosas y cuyo valor desaparece incluso antes de su consumo efectivo, de tal
forma que siempre estamos insatisfechos con nuestros bienes culturales: siempre
nos saben a viejo, a rancio, a carcomido por otros aspectos de nuestro mundo
acelerado y frenético. La opción opuesta, más “auténtica” pero igualmente
falaz, es el conservadurismo carente de autocrítica, es el disfraz de lo viejo,
la exaltación de lo diferente solo por su apariencia de diferencia.
Hasta hace algunos siglos, y dejando de lado por un momento el recurrente alcance destructivo de
la acción de otros agentes históricos, a las culturas les bastaba con cierta
circularidad en sus elementos distintivos (calendarios, rituales,
celebraciones, mitos, relatos, motivos estéticos y demás) para reproducirse en
cada generación y preservarse. En la actualidad, esta repetición es
insuficiente, por una parte, porque eso le facilita al sistema mercantil a convertir
los elementos culturales en mercancías y, por otra, a presentarlos como cosas
obsoletas que pueden (y deben) ser cambiadas por otras nuevas.
En lo que se refiere al judaísmo, me atrevo a decir que
desde el comienzo de su derrotero histórico como cultura ha tenido como
condición de existencia la interacción con otras culturas (lo cual es la norma
y no la excepción, al menos para las culturas humanas a partir del periodo
neolítico y para casi todas formaciones sociales complejas). La diferencia es
que hoy debe luchar contra un entorno cultural nuevo, ya que es el primero en
el cual la eliminación cultural no se produce por necesidades militares,
políticas, económicas o religiosas de tipo coyuntural, sino que responden a la
misma posibilidad de supervivencia del capitalismo como sistema de reproducción
social. A largo plazo (lo cual, considerando el régimen de funcionamiento del
sistema no es demasiado tiempo tampoco) ninguna cultura diferente a este caos
constantemente renovado de mercantilismo y sobreconsumo podrá subsistir sin
resistir a las bases económicas del sistema.
Cada pequeña renuncia a la cultura “comprada” en el mercado
es una cucharada de tierra que cae a la sepultura de las culturas que han
sobrevivido todavía. La mercancía y la obsolescencia que percibimos en nuestros
bienes culturales deben combatirse pero, al mismo tiempo, no pueden combatirse
sólo con un conservadurismo ciego.
El judaísmo necesita hoy nuevas estrategias de recuperación
cultural, o debe resignarse a desaparecer en la marea de cambios del presente.
Y cuando digo “el judaísmo” me refiero a las personas, a las familias y a las
comunidades judías. Ya lo había dicho, pero lo había olvidado. Si el judaísmo se
recupera como cultura, en este contexto, será no por su capacidad de resistir a
asesinos culturales, a Hitler o a Nabucodonosor, sino por su capacidad de dar
alegría y refugio a sus integrantes (ya he repetido suficientes veces lo poco
que me importan las diferencias y los orígenes de cada creencia en la identidad
judía, pues amo la variedad) de la neurosis del presente, del tedio y el
agotamiento que produce el perseguir cada día nuevos consumos materiales o
intangibles (pero igualmente poco significativos).
Tradicionalmente, el periodo de reflexión que sigue a la
celebración del año nuevo y hasta el día del perdón se denomina “los días
terribles”. Durante el último siglo y medio al menos, por otra parte, casi
todos los días han sido, para el judaísmo, terribles. De esta idea se me ocurre
continuar que una respuesta cultural posible es plantear la pregunta esencial
de manera diferente. No debemos plantearnos ¿qué deben hacer los judíos para
conservar el judaísmo? Sino preguntarnos: en el contexto presente ¿qué cultura
debe ser el judaísmo que permita la felicidad de las personas? Y, a partir de
allí, intentar encontrar en la rica tradición cultural judía (conformada por
cientos de regalos de otras culturas, también) aquellas cosas que nos hagan
felices y que nos permitan hacer felices a otros. Y no se puede ser feliz en un
contexto sin justica personal y social, por cierto.
¡Oh, está bien! No le hagan caso a mi obsoleta prédica
judeo-marxista, pero al menos tomen el hilo de esta reflexión: ¿qué debe tener y
qué debemos hacer con nuestra cultura judía para que sea un espacio digno de
ser vivido? Hay quienes creen que si la vida humana tiene algún sentido es
porque el ser humano persigue la felicidad, hay quienes creen que lo que
persigue es la justicia: digo que la cultura que sostenga a la persona, que se
reproduzca en la familia y que perviva en la comunidad no puede abandonar la
esperanza de ninguna de las dos.
Este es mi deseo entonces para todos ustedes, mis amigos, judíos
o no, para este nuevo ciclo: ¡Felicidad con justicia!
Y nos estamos viendo.