Me duele escribir estas líneas. Sin embargo, voy a escribirlas.
Creo que nunca me he sentido menos judío que en este Pesaj.
Es terrible para mí este sentimiento, esta ausencia de sentido. Porque sí es precisamente en Pesaj, sí es precisamente en esta celebración que hacen al origen y al ser de lo judío, sí tales cosas existen, que no me siento judío, ¿qué queda de mi ser judío sí hoy, precisamente hoy, no lo siento en mí?
Es quizá porque siento que el judaísmo que aprendí a amar se está extinguiendo, porque cae sobre él la última plaga y cada primogénito judío, aunque vive, vive con su judaísmo muerto.
Será tal vez porque la libertad que Pesaj celebra no parece ya valer nada, excepto para comprar objetos sin valor de una canasta sin fondo, que se ofrecen como frutos sin sabor, sin amor en el trabajo humano que los crea. Sí hoy la libertad no se comprende, no se piensa, no vale nada por lo cual luchar, ¿qué estamos celebrando realmente?
Es quizá por ambas cosas, porque este judaísmo que se extingue como una llama sin oxígeno ya no nos dice qué es ni dónde está nuestra libertad como judíos que viven en comunidad.
No está en una comunidad de gente preocupada por los buenos negocios y el buen dinero, obsesionada por pertenecer a una elite de estirpe moribunda; una comunidad empequeñecida como un viejo y mezquino señor feudal que languidece en una mansión ostentosa pero sin descendencia. No está en una comunidad que ha rechazado a sus pobres de materia y ha multiplicado a sus indigentes de espíritu judío.
Por primera vez comprendo y compadezco a aquellos humildes y míticos ignorantes que aún después de las plagas y de los portentos y del canto de Miriam junto al Mar de los Juncos alabando al señor victorioso de Israel increparon a Moshé, el gran profeta, y rogaron a Aarón, el gran Cohen.
Al profeta lo denigraron por haberlos quitado de Egipto sólo para llevarlos al desierto a morir. Y pidieron volver. Aquellos infelices entonces, como hoy nosotros, ya no comprendían la libertad, ni sabían qué hacer siendo libres. Imploraron al primer sacerdote por tener un diosecillo de arcilla y oro, y se arrojaron al polvo ante un monumento de materia incluso al pie del monte en dónde el dios sin rostro deseaba entregarles la Gran Ley.
Hoy siento injusta, cruel y con misericordia recuerdo la matanza que hicieron los Levitas entre el pueblo que no tenía fe.
Como no siento a dios ni temo su existencia ni su ausencia, espero que mañana sea un verso o alguna melodía del viejo judaísmo lo que me despierte de esta pesadilla en la que no me siento lo que siempre fui. O tal vez en el brindis de la copa de Elías, o en el pan de la pobreza, o en las hierbas amargas, o en la dulce compañía de mis seres queridos me despierte para ver nuevamente la luz que se bendice al frente de la mesa del Seder.