miércoles, 23 de noviembre de 2011

El Midrash y el relato III: la conversión de la historia en mitología y el sentido crítico del Midrash


La carta que leerán después de esta introducción es una invención, junto con las notas que la complementan. Sin embargo, no creo que sea descabellada por completo. Lean, por ejemplo, el siguiente artículo de Pedro Cobo:

http://biblioteca.itam.mx/estudios/60-89/72/PedroCoboTheodoroherzl.pdf


La vida de Teodoro Herzl, uno de los fundadores del sionismo político, es un caso claro de cómo una biografía personal e histórica puede, en función de una ideología, unos intereses y unos poderes, reescribirse para dar diversas impresiones orientadas a la propaganda o la pedagogía política, o al mero condicionamiento ideológico. La lógica del relato que completa y reinterpreta, del Midrash, no sólo sirve para crear nuevos mitos sino, en ocasiones, para desmitificar historias, incluso cuando lo hace desde una historia falsa porque, en ocasiones, al pensamiento crítico le basta con oponer una mera posibilidad alternativa a una historia oficializada. Sí esto puede ocurrir con una figura que se destacó hace menos de dos siglos, y de la cual hay abundante material empírico para analizar, cuanto más puede ocurrir con los relatos más antiguos.
No sólo son relatos canónicos aquellos sacralizados por una religión reconocible, sino también aquellos sustentados en una ideología cualquiera, incluso en una fracción de una ideología. Considero que es un instrumento válido y legítimo del judaísmo actual recuperar la lógica del Midrash para enfrentar sus fantasmas y sus circunstancias presentes y, por lo mismo, ninguna razón hay para referirlo únicamente a un cerrado coro de especialistas.  Estas son mis razones, aquí los invito a compartir esta otra:

La razón secreta


(El encabezado de la carta se ha perdido, pero por las indicaciones del autor se la estima de 1899).

Querido Maurice[i]:
Imagino que leerás esta carta llena de afecto al calor de tu hogar y en compañía de la querida Clara y la pequeña Rossana, que supongo será ya toda una damita. ¡No te das una idea de cuánto añoro esos maravillosos momentos en tu casa! Convaleciente de mi enfermedad[ii], no hago más que responder cartas y recibir visitas, todas ellas referentes a mi “loca idea”, tal como gustas llamar al Proyecto Nacional Judío.
Sé que hace menos de tres días te envié otra carta, detallándote mis circunstancias y las de los míos, pero en el ínterin recibí tu graciosa letrilla, y me siento obligado a responder tu pregunta. Te condolías risueñamente en ella de que, sí llegara a realizarse la empresa en la que me he embarcado, estaríamos demasiado lejos y yo no podría corregir tus obras ni tú burlarte de mi torpe arte dramática ¡Pero míranos ahora! Sólo unos días de saludable viaje nos separan y ya llevamos año y medio sin vernos.
He estado cavilando, debo confesarte, sobre esa pregunta que no supe responderte la primera vez que me la planteaste, hace ya varios años, ¿Cómo empezó toda esta locura? Este permanente trajín, esos debates interminables, esas horas perdidas. La respuesta que te daré no dejará de sorprenderte. Pero créeme, te sorprenderá menos que a todos mis admiradores, compañeros y detractores en esta tarea inacabable de lograr lo improbable.
A fines de 1878 o principios del año siguiente, ya conoces mi imprecisa memoria, aún para los asuntos más importantes, era yo un estudiante malhumorado y soñador, tan enamorado de las musas como ellas indiferentes de mi amor. Llegué a la conclusión de que era prisionero de mi aburrida vida, como suele suceder a los jóvenes, y decidí que sólo viajando podría alimentar mis vacíos espacios de inspiración.
La suerte me sonrió, con la infausta sonrisa de Minerva a Ayax[iii], y apenas subido al carruaje que me llevaría a un destino que nunca alcancé, el destino mismo me alcanzó, como suele ocurrirle a quien lo desconoce o intenta huir de él. Por razones que no recuerdo, tal vez porque diluviaba, el carruaje no emprendió su marcha. Sólo una pasajera esperaba conmigo en la húmeda y reducida estancia. Era una muchacha que me dedicó una extraordinaria sonrisa, tan llena de belleza y dulzura como carente de seducción. No puedo decir ahora que se tratara de una mujer hermosa, pero en aquel momento tuve la impresión de haber equivocado el camino y llegado por error al cielo musulmán, el más sensual de todos los paraísos prometidos.
Tenía el cabello recogido por una toca, de dónde escapaban algunos bucles decaídos por la humedad; sus ojos eran grises como el Dunav en enero y tenía un cutis perfecto, aunque sus facciones eran algo rígidas. Tan tensa era esa belleza, que daba la impresión de ser aquella la intención de la naturaleza, crear algo siempre a punto de descomponerse en una sonrisa perfecta o en una mueca horrorosa.
Afortunadamente se desarmó en sonrisa para mí aquella mañana lluviosa y tibia. ¿Qué más te diré de ella? Su vestido no ocultaba unas formas marcadas y generosas, muy desarrolladas para su edad, pues no creo que tuviera más de dieciséis años y comprenderás demasiado bien que para mí todo el conjunto era suficientemente atractivo como para hundirme en una indestructible timidez.
Fue ella quien comenzó la charla, creo que lamentando la demora, con el ímpetu juvenil característico de la mujer de cultura vienesa carente del empaque burgués, y a los pocos minutos ya había hablado bastante como para confundirme. Yo me sentía abrumado por semejante desfachatez, pero tuve la presencia de ánimo suficiente para interrumpir un momento su discurso con el objeto de  presentarme. Al escuchar mi nombre se puso seria repentinamente.
“Es su apellido judío, ¿verdad?”.
 Le respondí que así era, porque por aquel entonces yo pensaba que era posible formar parte de la sociedad comportándome como cualquiera sin negar mi descendencia.
“Yo también soy judía”, me informó al instante.
Me sorprendió. No la declaración, sino la intensidad de la misma, es como si hubiera dicho: “Judía, eso es lo que soy y debo ser”.
Ya sabes cómo algunos jóvenes superan su timidez frente al sexo opuesto: combatiéndolo; creo que eso es lo que hicimos.
A los pocos minutos estábamos discutiendo acaloradamente: ella era partidaria de conseguir la reivindicación de Palestina para el Pueblo de Israel, mientras que yo por aquel entonces era partidario de olvidar una vieja tradición anterior a la razón y proseguir el camino hacia el futuro junto con los demás pueblos[iv].
(Esta confesión implica otras, que le interesarán menos a tu agnosticismo político: aunque nunca leí El Capital, obra elogiada hasta por muchos sagaces conservadores, el Manifiesto Comunista y La Cuestión Judía eran moneda corriente en las bibliotecas de los amigos de mi padre, y llevado por mi curiosidad había leído ambas, si bien la segunda parcialmente, y fui naturalmente influenciado por esa oratoria precisa e incendiaria. Más tarde oculté y hasta negué, más de tres veces, esta tendencia política, mal vista por mi madre y escandalosamente repudiada por mis primeros maestros, que no perdían ocasión para defenestrar al socialismo, científico o no, y a sus ideólogos. Todo queda en el alma, sin embargo, y recuerdo que, ya adulto y trasmutadas mis exaltadas ideas juveniles, secretamente lloré el día en que supe que Karl Marx había muerto en Londres[v]).
No sería capaz de recordar los argumentos que utilizamos, pues poco sabíamos ambos del tema, y en verdad te digo que debatían nuestros corazones, no nuestros cerebros, nuestros sentimientos, no nuestras ideas.
La animada charla fue interrumpida por mi padre, que dijo llegar justo a tiempo, pues me necesitaba urgentemente por razones de negocios[vi], pues por aquel entonces ya había comenzado a ayudarle desganadamente.
Apenas tuve tiempo de despedirme de la muchacha, que pese a nuestra discusión no dejó de dedicarme su encantadora sonrisa.
No hace falta que declare que quedé profundamente enamorado de ella.
Querido Maurice, nadie conoce el fondo de mi alma como tú, y después de ti nadie mejor que tu esposa. En vuestra amorosa unión encuentro la dicha que nunca fue mía, pues sabes bien que no he sido feliz con mi esposa, ni ella conmigo[vii].
Fue el recuerdo de esa muchacha, o mejor dicho su búsqueda, lo que me llevó en primera instancia a reorientar mis ideas sobre la cuestión de mi pueblo, pues recorrí templos y comunidades buscándola sin éxito alguno.
Con el tiempo sus ideas construccionistas se asentaron en mi mente con más fuerza que el delicado recuerdo de su inflexible hermosura y su deslumbrante sonrisa. Creo que todo el trabajo político que he desarrollado desde entonces, con sus incesantes idas y venidas, no ha sido otra cosa que llegar a pensar igual que ella, en esos tiernos años, ya tan lejanos.
Te agradará, espero, conocer mi más íntima fantasía: ser el primero en abrir las puertas de un territorio soberano para el pueblo judío, y esperarla allí, para recibirla cuando llegue, pues no dudo que en ese instante sonreirá, y nada podrá impedir que la reconozca.
El malvado ángel de la melancolía ha llenado mis ojos de lágrimas, así que desisto de repetirme más en esta carta.
No puedo evitar sentirme culpable y expuesto ¿Quién sabe cuánta sangre valiente se derramará en este intento de llevar a la nación judía a su emancipación y la civilización del occidente a las bárbaras regiones de Oriente? Pero sólo soy una pequeña rama de una semilla que se ha sembrado en el fondo de la historia, no puedo creer en mi omnipotencia como para sentirme responsable, a pesar de que otros, como ese fatuo burgués de Hirsch[viii], de quien tanto te he hablado, se sientan motores del porvenir.
Así es la verdad, Maurice, acaso increíble, pero la verdad. ¿Cómo ha comenzado esta locura, de la que nadie conoce el fin? Por el amor juvenil, por el amor más incierto y pasajero, que se ha llevado, sin embargo, mi vida entera.  Toda una vida de esfuerzos por volver a hallar una sonrisa que perdí hace más de veinte años en una tarde anegada por la lluvia.
Hace un par de años, en el congreso que realizamos en Basilea[ix], fui objeto de numerosas palabras elogiosas por mi encendido discurso, pero debo decirte que a cada momento mi ideal se trastocaba y aparecía detrás y delante de aquel impreciso recuerdo, como si al fin y al cabo un sueño y otro no fueran más que uno y el mismo.
Cuando la edad avanzada me encuentre y me halle retirado de toda lucha y la prudencia no sea ya indispensable, publicaré mis memorias con esta confesión a la cabeza, sólo por ver las caras que pondrán unos cuantos aduladores.
Escríbeme pronto, pues desespero por conocer tu opinión sobre esto. Deposita en tu esposa y en tu hija mis bendiciones y mi cariño y no afiles tu ingenio siendo cruel con este pobre hombre que te quiere bien.
Sinceramente tuyo:
Tivadar.



[i]  Ninguna de las biografías de Herzl menciona a este misterioso amigo, ni se ha encontrado el resto de su correspondencia recíproca. Por esta razón, algunos han supuesto que no se trata más que una ficción literaria del gran dirigente sionista, pues la letra es indudablemente la suya; Ferdinand Fischermann ha incluso aventurado la hipótesis de que esta ficción se base en el recuerdo de Kanna, amigo íntimo de la juventud de Herzl, cuyo fallecimiento lo marcó profundamente. Nótese al respecto que el autor firma la misiva con su nombre húngaro: Tivadar (Teodoro).
[ii]  En esta época (1899) comenzaban ya a acentuarse las fatigas continuas de Herzl, ligadas tanto a fenómenos de carácter nervioso como a su crónica deficiencia cardíaca.
[iii] Se refiere a la ironía trágica presentada en el drama Sófocles. No es de extrañar que un judío moderno y bien educado a mediados del siglo XIX utilizara con más familiaridad ejemplos de los dramas griegos clásicos antes que historias hebreas análogas. En su permanente y exagerada defensa de la figura de Herzl, Bernard Noidstat ha sugerido que el misterioso Maurice no debía ser judío, o ser un judío completamente asimilado, pues de otro modo este ejemplo habría sido reemplazado por el del rey Sedequías en el libro de Jeremías.
[iv]  Es bien conocido el contraste entre las ideas asimilacionistas del joven Herzl y el proyecto de liberación nacional que ocupó sus esfuerzos en su madurez.
[v] Marx murió en 1883. Efectivamente, pese a la poderosa corriente socialista que desde el inicio tuvo el Sionismo político, Herzl se cuidó de demostrar sus simpatías en esta dirección, pues sus negociaciones incluían tratados con jefes de estado y financistas que naturalmente repudiaban todo acercamiento a la izquierda revolucionaria. Logró tan convincentemente el ocultamiento de sus afinidades que se opuso a las reformas socialistas propuestas ya en el Segundo Congreso Sionista y sólo esta carta hallada tardíamente devela esta faceta oculta de Herzl.
[vi] El padre de Herzl ocupaba un cargo general en el Banco de Hungría.
[vii] Se sabe que, efectivamente, el matrimonio de Herzl con Julie Naschauer fue bastante desdichado.
[viii] El Barón y multimillonario Mauricio de Hirsch sostuvo una polémica relación con Herzl pues consideraba impracticable su ambicioso proyecto; fue un importante propulsor de la colonización judía en Sudamérica.
[ix] Se refiere al Primer Congreso Sionista, en el cual tuvo una notable actuación como organizador y como orador, que le valió la adhesión de importantes sectores judíos para la causa sionista.