domingo, 16 de octubre de 2011

La solución a todos los problemas judíos no es la solución final


Hace algo más de una semana (el 4 de octubre de 2011) se publicó un comentario sobre el “preocupante” grado de discriminación judeofóbica existente en Argentina.
Tenía ganas de escribir algo al respecto, pero justo me remitieron (gracias, Miriam Alazraki) una entrevista realizada a Mario Sznajder en donde se resumen bastante bien algunos de los puntos que me hubiera gustado destacar, y que recomiendo leer, al menos para que se note que otros, incluyendo expertos de la universidad hebrea de Jerusalén, opinan más o menos como yo en algunos puntos controvertidos.
Por otra parte, desde hace muchos años he trabajado sobre la base de que el estado argentino y sus aparatos ideológicos han trabajado con la integración del diferente, pero de manera xenófoba, es decir, que el modelo de integración se orienta sobre todo a la eliminación de las diferencias, antes que a la idea de formar un estado pluri-cultural (vean, por ejemplo, mi ensayo Ovejas Carnívoras en https://sites.google.com/site/soltonovich/home/ensayos).
Como muchos de los comentarios de Sznajder en cuanto a tomar con cautela y sentido crítico los resultados de la encuesta (que no son sorprendentes en lo absoluto) sintetizan mi propia posición al respecto, quiero enfatizar un punto particular, que es la estrategia general de conocimiento de la situación de los judíos en el país. Es, ciertamente, información relevante saber que muchos de los prejuicios clásicos contra los judíos permanecen vigentes, desde la responsabilidad en la muerte de Jesús-Cristo hasta la avaricia acumulativa y la doble lealtad, que es entendida como la lealtad supuesta hacia el estado de Israel por encima de la lealtad debida como ciudadanos argentinos al país.
Particularmente, me causó algo de gracia (en sentido tragicómico, por cierto) relevar que algunos de estos prejuicios no son infrecuentes entre los propios judíos y que algunas prácticas de ciertos dirigentes judíos argentinos en los últimos veinte años no han hecho mucho para rebatir los prejuicios vinculados a la avaricia financiera, el tráfico de influencias, la auto-exclusión, el elitismo y el desprecio por las diferencias (en este caso, en relación a las diferencias internas en la propia población judeo-argentina, como se observa en el tratamiento de la cuestión de las familias multi-culturales –o mixtas–). El primer dato que se declara en la nota es que tres de cada diez personas no viviría en barrios con “muchos judíos”... lo cual parece ocurrirle también a cuatro de cada diez judíos. Aunque esto último es un chiste, habría que relevar si efectivamente es solamente un chiste.
Sznajder destaca que hay que destacar también lo que significa el alto grado de “saliencia” (me suena a neologismo, pero su sentido es claro), de abandono en Latinoamérica de los marcos comunitarios judíos, la fase práctica del deseo de dejar de pertenecer o de dejar de identificarse con un determinado colectivo. En este sentido, me gustaría destacar la ceguera implícita en el estudio sobre discriminación encargado por la DAIA: esta orientación de la mirada equivale actualmente a preocuparse por las goteras de la habitación cuando hay un incendio en la cocina. Sí, como dice el experto entrevistado, la judeofobia es una característica de la civilización occidental, esta saliencia de judíos del judaísmo es también una característica del judaísmo en la modernidad occidental, de modo que no es un fenómeno tan nuevo como para que la preocupación por la mirada del otro sea producto de la ignorancia. No mirar el incendio en la cocina es, por lo tanto, al menos en mi opinión, una decisión política tomada sobre una base ideológica en la cual la “autenticidad” de lo judío no es considerada sino en función de los riesgos que corre una elite judía que se pretende a sí misma (erróneamente) aislada o  protegida del fenómeno de la aculturación.
Otro aspecto divulgado de la encuesta es la idea de que los judíos “hablan demasiado del Holocausto”. La propia preocupación surge de una incomodidad fundamental en cuanto a la identidad. Yo mismo me he preguntado muchas veces sí la identidad basada en un genocidio no es contraproducente para la preservación de esa misma identidad. No se trata de preferir el olvido del genocidio nazi o la judeofobia existente, sino de plantear el problema de carecer de otras fuentes de identidad personal y colectiva. Tampoco se trata de criticar la simpatía por el estado de Israel, pero sí de preguntarnos sí la identificación con un estado nacional moderno es compatible con las bases precedentes de la identidad judía.
Mi preocupación al respecto es la siguiente: el estado de Israel surge, como idea política, para defender a los judíos de la judeofobia occidental, basada en determinados prejuicios adheridos a la condición judía, que para el sionismo ideológico sólo la existencia de un estado-nacional judío podía solventar. Ahora ese estado existe, pero no puede absorber a todos los judíos del mundo (ni éstos quieren ir a vivir allí), no puede detener la gradual desaparición cultural de las comunidades judías y no contribuye a la desaparición de los prejuicios judeofóbicos. Ahora bien, si no va a defenderse nada propiamente judío, desde el punto de vista cultural, ¿para qué sostener la naturaleza judía de un estado particular, lo cual sólo da problemas? La condición de ciudadanía en Israel es por esta razón problemática (yo, que ni siquiera tengo intenciones de defender esta idea política del sionismo, tengo más posibilidades reales de obtener la condición de ciudadano israelí que el descendiente de una familia árabe  o palestina que haya vivido en la región durante los últimos dos milenios). Sí el judaísmo como identidad cultural particular y plural a la vez marcha a la extinción y nada vamos a hacer seriamente para impedirlo, ¿para qué sostener la idea de un estado que defienda la condición judía?   
Al margen de toda consideración relativa a la justicia, aún centrándonos únicamente en la cuestión del poder: ¿qué diablos estamos haciendo? Más inteligente, en este sentido, sería aprovechar la oportunidad y promover nuestro aparente suicidio cultural, por lo menos de modo nominal. Ya he opinado que por nuestro futuro religioso nada temo por el momento: el judaísmo-coránico o mahometano parece garantizar una base demográfica firme y las tendencias conservadoras u ortodoxas del judaísmo occidental pueden pasar a ser consideradas como aquella curiosa y pequeña rama del judaísmo que no aceptó la prédica mahometana. ¿La idea es sorprendente? Recordemos que ha existido un judaísmo marginal, el caraísmo, cuya pretensión es similar: no aceptar la Mishná ni la Guemará (producto de las escuelas fariseas) como fuentes normativas judías válidas. Además, actualmente se puede considerar judío a aquel que no sabe ninguno de los seiscientos trece preceptos sino de modo referencial, de modo que tampoco es tan grave la cuestión. Muchos estados siguen manteniendo el derecho a la ciudadanía de acuerdo al derecho de sangre. Israel, en este sentido, ni siquiera debería modificar demasiado la legislación vigente.
Lo único que debemos hacer es cambiarnos de nombre, y terminar con el problema de la judeofobia de una vez por todas. Casi ninguna persona es realmente capaz de reconocer a un judío si éste no se declara como tal. Así que, cuando nos pregunten, no diremos más que somos judíos, israelitas o hebreos, sino simplemente, no sé, por ejemplo: “Toraístas” y nos confundirán con taoístas, con toda probabilidad. En Argentina no hay taoismofobia, que sepamos. La denominación quizá no es muy buena, porque la mayor parte de los judíos actuales no leen la Torá, pero casi ninguno proviene tampoco de Judea (arrasada por Adriano en el siglo segundo de la era común), ni mucho menos de la tribu israelita de Judá. En vez de “israelitas”, por ejemplo, podemos usar Yacobistas (está escrito que Israel y Yaacov eran la misma persona, a fin de cuentas) y utilizaremos el moderno prestigio de los Jacobinos franceses en nuestro favor. En vez de hebreos, en otro caso, podemos auto-denominarnos hititas del sur, babilonios occidentales, sinaístas del norte o algo por el estilo, ya que nadie recuerda quiénes constituían la tribu Habiru, ni donde vivían exactamente.
Ya que no vamos a defender culturalmente al judaísmo, seamos inteligentemente judíos (eso también lo dice la encuesta: somos codiciosos pero inteligentes) y ganémosle de mano a nuestros prejuiciados detractores: desaparezcamos nominalmente del mapa y que le sigan disparando a las nubes. A usted, que del judaísmo le importan dos o tres comidas de la bobe, ¿qué más le da si se llama “comida judía” o “new-id-fusion”? En las sinagogas (que ahora serían “centros toraístas de oración y reflexión”) deberíamos reemplazar la estrella de David (un tipo que sacrificó a un amigo para quedarse con su esposa) con otro símbolo. Ahora no se me ocurre ninguno que no sean un triángulo con un paralelepípedo debajo, que figure el arca de Noé; ¿la manzana de  Adán y Eva? Eso no. En realidad, no sabemos si era una manzana (que es más bien una idea griega vinculada a las Hespérides) y, además, corremos el riesgo de un juicio por parte de Apple. En fin, “que de eso se encarguen los de mercadotecnia” dicen en “Los simpsons”.       
Será o no verdad que “en el principio era el verbo” pero, al final, un judaísmo donde sólo importan los sustantivos y los adjetivos, que se olvida de los contenidos, no parece una identidad en la que merezca la pena existir. Disculpen el tono mordaz, el sarcasmo violento, la acidez argumental. Supongo que este persistente dolor en la espalda (tan agudo como la consciencia de nuestra impotencia para seguir defendiendo lo que el judaísmo tiene de rico y hermoso) me induce a pensar en este tono. Pero, por favor: piénselo. Alguien mejor que yo podría tener una idea para una auténtica estrategia de supervivencia cultural que sea válida hoy en día, en este mundo de identidades fugaces y livianas, de amistades banalizadas, de relaciones por teleconferencia, de consumismo feroz.
Y tampoco seamos tan estúpidos como para tomarnos demasiado en serio a nosotros y a nuestros problemas. La FAO (organización para la alimentación y la agricultura de las ONU) nos informa que mil millones de personas sufren en el mundo de hambre crónica, y las previsiones para los próximos cinco años es mala. Pongamos las cosas en perspectiva.