Imaginemos por un momento a una persona que cada día se despierta y no guarda recuerdos consistentes de su vida pasada. Responde a comportamientos aprendidos casi instintivamente: se despereza, contempla la pálida luz de la ventana, percibe vagamente los sonidos de la calle, que tal vez le resulten familiares. Se levanta de la cama, casi tropezando varias veces con objetos dispersos en su habitación, pero sin tropezar realmente. Se apoya en el marco de una puerta, sale a un pasillo y, por fin, llega a un cuarto de baño. Obedeciendo a las reglas de su edad, en la cual no está pensando, orina antes que hacer ninguna otra cosa, no tiene problema alguno para soltar el agua. Tal vez sin lavarse las manos se dirige a la cocina y se sirve un vaso de agua, lo bebe y retorna al baño donde, por fin, se lava la cara y se mira al espejo.
Pero no reconoce la cara que en él ve. Se asusta ante esa imagen desconocida que sabe que es propia, pero al mismo tiempo ajena. Se toca el rostro con miedo y curiosidad, como temeroso de romper esa imagen y sin conseguir borrar de ella la expresión de estúpida sorpresa. Para que el mundo tenga todavía algún sentido, intenta recordar su nombre pero, aunque un nombre viene a su mente, no consigue estar seguro de sí es un nombre preciso, sí realmente le corresponde a ese rostro y a esa vaga sensación de “ser yo” que lo acompaña. Toma consciencia de no tener recuerdos de su vida anterior. No puede hacer nada al respecto y, algo que es tal vez es más horrible e inmediato, no tiene idea de qué hacer a continuación. Todavía necesitará alimentarse, vestirse, protegerse del frío, procurarse afecto y sociabilidad pero, por el momento, lo atrapa el horror de esa figura desconocida que lo mira desde el conocido espejo. Hay dos cepillos de dientes cerca de su mano. Pero no sabe cuál es el suyo.
No es extraño que otras personas se miren también en sus espejos sin experimentar este espanto de la desmemoria, de la dislocada distancia que se presenta entre lo que se ve y lo que debería (o tal vez preferiría) verse, pero quizá experimenten varias veces en su existencia cierta incredulidad al mirarse al espejo y reconocer con claridad los cambios en las propias facciones, cosas que preferirían no ver, no reconocer.
Si estas personas afinaran su mirada, si fueran, por ejemplo, personas judías viviendo en este siglo XXI, llegarían a pensar quizá que, dentro de la normalidad de los cambios que acontecen con el paso del tiempo, en algunos aspectos se parecen también a esa persona completamente desmemoriada. Ellas, que no han olvidado el hecho cotidiano de percibirse como judías, también se despiertan y se desperezan con la precisión de un gato o de una máquina programada, esquivan pequeños obstáculos cotidianos y realizan esos mínimos rituales que le dan a su vida continuidad, cierta sensación (siempre débil y bastante banal) de control sobre su propia existencia.
En estos “días terribles” que estamos atravesando entre el comienzo del año y el día del perdón recurro al símil y a la analogía para retratar una realidad cultural que nos habla del olvido y de la pluralidad, pero también de la ignorancia y la esperanza. Lo que no se recuerda, no puede practicarse, lo que no se practica, antes o después, termina por desaparecer, transformado quizá en el recuerdo de otros, como cuando decimos que los antiguos egipcios embalsamaban a sus faraones, o que los antiguos mayas realizaban sacrificios humanos. Actualmente, para muchos judíos la desmemoria y la falta de práctica de su judaísmo parecen tan graves que tienden a aceptar que el judaísmo es lo que otros hacen, lo que otros practican, mientras que esa comparación los hace extraños de su propia identidad.
Porque no se ha extendido la comprensión de que ser es ser en la lucha por seguir siendo, ser judío (como ser de cualquier otra identidad cultural) es empecinarse en permanecer en la propia identidad, en la memoria propia, en las propias prácticas cotidianas. Y no nos dejemos engañar: nadie ha planificado extirparnos la memoria. Todo lo que ha ocurrido es que nos vamos acostumbrando a un mundo que tiene su propia historia y que nos invade con sus propios recuerdos y prácticas. No hay en ello nada de malo, ni siquiera nada de terrible, a menos que nos cause dolor el olvido de la propia identidad.
Soy de la opinión de que la memoria personal (esa que constituye nuestra identidad, esa identidad por la que debemos luchar si pretendemos conservarla) no es nada sin cierta memoria de lo colectivo, que no podemos pensar realmente en lo que somos como personas sin remitirnos a lo que somos como colectividad. En otras palabras, sin captar como nuestra biografía se integra con la historia de la que formamos parte.
Toda cultura conocida se envuelve en relatos de su origen (siendo que poco y nada importa la calidad de realidad o ficción de tales relatos) y las personas se involucran en este relato, o lo reemplazan por otros. Y esto último es lo que está ocurriendo con una porción más que importante de las comunidades judías, incluyendo a las existentes en el estado de Israel. No hay excepciones.
No estoy abogando por un retorno a la creencia estricta en los antiguos relatos bíblicos (soy personalmente incapaz de considerarlos poco más que mitología). Estoy abogando por el conocimiento (por la lucha por el conocimiento) de la propia historia judía, incluyendo los grandes relatos bíblicos como modos pretéritos de construir la identidad, para que cada judío tenga una historia social en la cual comprender su biografía, donde pueda integrar la comida de la abuela y las prácticas de sus mayores, donde tengan sentido judío los sabores, los sonidos recordados en melodías y canciones.
Y estoy abogando también por la libertad y la pluralidad, por la tolerancia y la renuncia a intentar imponer una única y “verdadera” forma de ser judíos. Somos diferentes ahora, esa es nuestra realidad, tenemos diferentes rostros. Sea entonces así, tengamos diferentes y comunicados judaísmos. Sí hay quienes optan por mantener la memoria y la práctica desde determinadas interpretaciones de lo religioso, que sea así. Nos bastaría. Sí hay quienes se vuelcan a una espiritualidad más vinculada a otros textos y relatos, que no son los libros comunes de la Torá, sino otros subsiguientes y valiosos (el Talmud, el Zohar, el Shulján Aruj, la Historia universal del pueblo judío, de Simón Dubnow o cualquier otra fuente de inspiración intelectual o práctica), bienvenida sea esa pluralidad, que hará indispensable la recíproca tolerancia. También el nacionalismo sionista es parte de esta lucha, no debemos olvidarlo. Pero la historia de la lucha por conseguir y defender el estado judío no es excusa para borrar el eco de otras formas de identidad judía.
No se trata de una lucha entre “nuevos” y “viejos” judaísmos. Se trata de una lucha plural para que cada quien pueda reconocerse en el espejo, no como una mera imagen, no como un mero nombre, sino como una persona integral, que no le deba a nadie su identidad.
Es evidente que los obstáculos son muchos: la realidad actual nos rodea y nos seduce con mil formas de construir nuestro ser, nuestra identidad, nuestra memoria. No somos ilusos: jamás la cultura judía (lo he dicho en varias oportunidades) se ha enfrentado con un adversario cultural tan formidable como este insistente y agresivo presente de consumismo e individualismo, en donde el disfrute individual se impone con éxito al disfrute colectivo, generando personas más aisladas y más egoístas. Y en donde, además, todo lo valioso se presenta como mercancía perecedera, como cosa de moda, y donde la discusión sobre temas importantes se hace incómoda.
¡Oh, bien! El día del perdón no se ha hecho precisamente para que nos sintamos bien, sino para que reflexionemos sobre lo que no hemos hecho bien para con nuestros semejantes, nuestro prójimo, y para con nosotros mismos.
En cualquier caso, he aquí la reflexión del día del perdón que comenzará en unas horas, en clave de discusión sobre la memoria y la identidad. ¡Recordemos para seguir siendo!