Hace unos meses fui partícipe de una charla en la que se debatió la relación entre una familia judía/multicultural (según se mire) y las instituciones religiosas judeo-argentinas. La familia en cuestión muestra unas características particulares para este tipo de casos. Ambos padres tuvieron cierta educación judía y participaron en su juventud en instituciones judías reconocidas. Una vez casados, tuvieron dos hijos. La cuestión es que, cuando quisieron contraer matrimonio religioso, les fue difícil encontrar un rabino que oficiara la ceremonia, porque la mujer (que hasta ese momento había vivido como cualquier joven judía de clase media-alta) era hija de padre judío y de madre no-judía. En consecuencia, se le exigía a la mujer la “conversión” al judaísmo para que el enlace pudiera realizarse según la norma religiosa. El caso es particular, porque la mujer no sólo nunca se había identificado a sí misma como no-judía, y sin duda era la más interesada de la pareja en la cuestión, porque su marido no expresaba vocaciones religiosas muy marcadas.
Pasado el tiempo, este caso se suma a la pléyade de ejemplos que marcan la tensión entre el judaísmo cultural argentino (aquel que no se vincula permanentemente a contenidos religiosos) y el judaísmo conservador-ortodoxo, que ha mostrado una creciente tendencia al fundamentalismo, al mismo tiempo que ha conseguido cierta hegemonía en muchas instituciones judeo-argentinas, más que por virtudes propias, por la notabilísima debilidad del resto de las organizaciones judías.
Por mucho que se defienda el multiculturalismo, es necesario aceptar que el conservadurismo religioso expresa mucho mejor la “imagen” de la identidad judía y, de alguna manera, existe en este sector una referencia para los judíos más laicos. Es una relación de afecto y rechazo que se canaliza en cierta sumisión y cierta dependencia. La debilidad del judaísmo laico conlleva una subordinación auto-infligida hacia el judaísmo religioso, una tensión entre el “deber ser” y el “querer ser”.
Con mucha frecuencia he criticado esa actitud conservadora que hace al judaísmo religioso contemporáneo tan reactivo, pero ahora me gustaría señalar la otra parte de la historia, contenida en la pregunta ¿por qué los judíos laicos necesitamos de la ortodoxia para validar nuestra condición judía? O ¿por qué necesitamos de su aprobación para sentirnos auténticos?
Creo que el verdadero problema radica en la debilidad cultural de los judíos laicos o reformados, sean creyentes o no. A fin de cuentas, el rabino y sus adeptos no son sacerdotes, sino funcionarios civiles: no tienen una relación con dios más cercana que otro judío cualquiera y, si conocen más las tradiciones y costumbres, las normas y los reglamentos judíos, es simplemente porque las han estudiado más, y no porque recaiga en ellos una elección divina inherente. El rabino no nace ni se hace: se prepara para ser rabino y aplica la legislación escrita y la consuetudinaria de acuerdo a determinadas interpretaciones.
En este sentido, no parece que su manera de entender el judaísmo sea superior a la de otro judío cualquiera. Sólo que esos contenidos judíos son una parte más importante en su existencia en términos relativos: involucra más restricciones y más obligaciones pero, curiosamente, no otorga de por sí ningún derecho de decidir sobre judaísmo de otro... a menos que ese otro deposite en él ese poder. La tradición judía es tan antigua y ha atravesado tantas vicisitudes y condiciones históricas y sociales a lo largo de los siglos, que nadie puede, en buena y honesta ley, decidir las características que debe tener el “auténtico” judaísmo.
Que un matrimonio que en su vida cotidiana vive un judaísmo completamente modernizado necesite una rúbrica tradicional para su enlace expresa una tensión que se explica culturalmente en el ocaso de las culturas tradicionales que es tan propio del capitalismo, un sistema que todo lo convierte en mercancía, lo abarata, lo facilita y lo descarta por otros consumos. En este sentido, aunque la ortodoxia es más resistente que el laicismo, no es en lo absoluto inmune a los cambios, de tal manera que la decisión de la identidad judía, el adentro y el afuera es, en última instancia y también en primera instancia, una cuestión política e ideológica, una relación de poder.
En la conversación a la que hice referencia mal comienzo de estas líneas se planteó precisamente esta respuesta: sí se quiere un matrimonio convalidado por un rabino conservador u ortodoxo, deben aceptarse las reglas impuestas por éstos, sin que nada pueda imputárseles... excepto una pobreza de visión hacia lo judío. En mi opinión, si un rabino no es capaz de encontrar los aspectos que permitan a las familias permanecer en el judaísmo... lo que ocurre es que es un rabino pobre de espíritu judío, lo cual es quizá una pena, pero no un delito. La ley judía ha tenido tantas interpretaciones a lo largo de su historia, que nada hay más fácil que buscar una respuesta dinámica a un problema, de tal manera que no sea necesaria la impiedad de exiliar a niños de familias judías o medio-judías de una comunidad basándose en una reglamentación tan escasa de fundamento como es la consanguineidad (siempre mezclada con supuestos más o menos religiosos, pero escasamente racionales).
YO, que no creo en el dios de Moisés ni en ningún otro, que me negué a realizar mi ceremonia de Bar Mitvá por motivos ideológicos, que no me casé con un rabino adelante y no me importó, que no cumplo conscientemente ninguno de los seiscientas trece preceptos y que como cerdo y ternera con leche y nunca asisto a la sinagoga si no es por otras personas YO, soy considerado judío por un accidente biológico. No importan mis estudios judaicos, mi militancia pasada en organizaciones judías, mi interés por conservar la vida judía en lo que se pueda, sólo importa ese accidente.
OTRO, que cree en las palabras del dios del Pentateuco, que quiere que sus hijos celebren su Bar Mitvá, que hizo un enorme esfuerzo para casarse bajo la Jupá y que intenta comprender y celebrar lo judío en muchas otras formas y querría pertenecer a la comunidad que lo/la rechaza (y lo mismo hacen con sus hijos). Esa persona que judaiza su vida no es considerada judía por un accidente biológico equivalente. Nada más importa, de la misma manera que una serie de rituales sencillos de conversión garantizan un ingreso a la comunidad que nada dice las auténticas condiciones judaicas de la persona. La identidad es, como siempre, una cuestión de crisis y en crisis.
Sin embargo, creo que la responsabilidad principal no recae en la fuerza o la tozudez de la ortodoxia, sino en la patente debilidad de las formas judías más moderadas para comprender y desarrollar sus propios principios de vida comunitaria. Hace treinta años, en Buenos Aires, el comunitarismo laico y el sionismo eran formas extendidas (creo que hasta mayoritarias) de identidad judaica. Hoy, por el contrario, se encuentran como peces sobre las rocas, saltando desesperados para conseguir algo de oxígeno y de humedad. Su crimen no será, tal vez, el fundamentalismo, sino más bien el conformismo de dejar que otros definan la identidad y los contenidos del judaísmo y, sobre todo, un elitismo clasista que ha ido mermando la solidaridad y la participación.
Poseo desde hace poco tiempo una pequeña joya en mi colección bibliográfica: con arcaica y emotiva terminología marxista, desde sus páginas el extinto Abraham León desarrolla una “Concepción materialista de la cuestión judía” que me arranca una doble lágrima: de pena y de nostalgia. Su libro merece un comentario particular, que realizaré cuando tenga ocasión. Pero una parte de mi consciencia, en este caso sociológica y judeológica a la vez, me advierte que a la nostalgia y la pena puede superponérseles el miedo: sí la tesis de León es cierta, poco podemos hacer. Espero que se equivoque, espero equivocarme también yo.