Esta misma madrugada (cortesía del Dr. S. Filiba) leí un artículo de Alan Dershowitz titulado: “La intolerancia de Noruega” (http://www.aishlatino.com/a/s/126567653.html), en el cual se discute con bastante propiedad unas polémicas declaraciones del embajador de noruega en Israel y, más en general, el antisemitismo y antisionismo que el autor considera muy presentes en la sociedad noruega, que sufriera recientemente de hechos calificados de “terroristas”. En un sentido muy amplio, la tesis que se discute es la que diría que, como reza el subtítulo del artículo, los ataques terroristas contra Israel están más justificados que los ataques terroristas contra Noruega.
La tesis subyacente del autor parece indicar lo siguiente: el antisemitismo latente en la sociedad Noruega no le permite “comprender” que todo ataque terrorista es malo en sí mismo, y que no puede haber uno más justificable, o tan siquiera comprensible, que otro.
No estoy seguro de no repetirme con esta especie de respuesta, pero considero que el artículo encierra un problema que se ha convertido en fundamental en la perspectiva política de nuestros días, tanto a niveles locales como nacionales pero, fundamentalmente, a nivel de las relaciones internacionales. El problema del que hablo es el de la mala comprensión de la realidad que incorporan los términos como “terrorista” y “terrorismo”.
En mi opinión, son dos de los términos más y peor utilizados para describir los conflictos sociales y políticos, y el problema específico es que simplifican y tergiversan la lectura de situaciones complejas para que sea más fácil la descripción de un problema en términos puramente ideológicos, mientras que el problema general consiste en que divide la realidad en términos morales absolutos e irreconciliables lo cual, en otras palabras, implica decir que se trata de conflictos en donde no es posible llegar a un disenso, a una diferencia de opiniones que pueda conducir a acuerdos y consensos posteriores. Cuando se asigna a una parte el mote de “terrorista”, generalmente eso significa una anulación política de esa parte, una negativa a entablar negociaciones con ella. Por extensión, con el “terrorista” no se debe debatir, sólo se lo puede “neutralizar” o eliminar.
En particular, en el artículo de Dershowitz se mezclan bajo el nombre de terrorismo dos situaciones de naturaleza política y social muy diferentes, y narradas de manera bastante parcial. Pero el problema es que la palabra terrorismo despolitiza las situaciones: el autor o autores de los atentados en Noruega es un extremista de derechas, más o menos alienado, incapaz de participar en el juego político, mientras que los atentados de Hamás contra Israel están circunscriptos en una lógica de violencia regional que se derivan y se instalan en décadas de un conflicto entre sociedades enfrentadas por desacuerdos muy importantes.
Nada de esto implica negar mi desagrado ante el hecho específico de la violencia, especialmente de aquella que afecta a la población denominada civil. Pero eso oculta también que la violencia adopta muchas formas, no sólo la armada: también existe violencia económica, violencia política, violencia social.
Dershowitz recuerda el “terrorismo” árabe contra la colonia judía en Palestina en 1929, lo cual da una lectura completamente parcial del conflicto en la época y olvida limpiamente que también los colonos judíos, además de las fuerzas de autodefensa, organizaron cuadros contra los representantes del gobierno británico cuando la política imperial, precisamente a causa de los conflictos desatados por su propia ocupación y por el crecimiento de las colonias judías, decidió restringir el crecimiento de la colonia judía en Palestina. La condena posterior del sionismo oficial del grupos como el LEHI, fundado por Stern, no puede ocultar su existencia real.
Es necio ocultar que la violencia ocurre. Pero es necio también pretender ocultar bajo un nombre, el de terrorismo, el enfrentamiento político, las razones de las partes. Cuando se analiza la palabra terrorismo, habrá que pensar que lo único que persigue el terrorista es el terror en sí mismo. Esto es absurdo, los militantes individuales y grupales catalogados como terroristas tienen siempre unos objetivos políticos más o menos claros o evidentes, pero siempre presentes. Incluso los alienados mentales que disparan y atacan a la población civil tienen objetivos políticos, aun cuando sean dictados por su delirio.
Por eso, la pregunta de qué terrorismo o ataque terrorista es más justificable que otro, parece no tener otro sentido que el de mantener abiertos los propios conflictos, no sólo porque no se sepa cómo resolverlos, o por falta de voluntad para negociar, sino porque existen intereses que se alimentan vorazmente de los conflictos. Al mismo tiempo, si se condena la violencia desde una posición universalista (la abominación de la violencia por su propia calidad de vulneración de los derechos y los seres humanos) es necesario que se condenen a la vez todas las formas de violencia organizada. Porque es absurdo intentar imponer a poblaciones oprimidas y pauperizadas, explotadas y expoliadas, una especie de gusto innato por la no-violencia.
Todo esto no quiere decir que Dershowitz en su artículo no tenga razón en condenar la posición política de estado y de una parte importante de la población noruega, o su latente o expuesto antisemitismo, sino simplemente que cae en el mismo error que pretende condenar. Al censurar la actitud bipolar o errática de Noriega frente al terrorismo, se engaña a sí mismo, porque utiliza la misma lógica, pero a la inversa, que es precisamente lo que hacen las partes que no quieren negociar y dejan la resolución del conflicto a la historia y a la fuerza bruta establecida entre las partes.
Para los propios judíos, y no sólo los israelíes y sionistas, la cuestión es complicada por demás, porque se establecen círculos viciosos de interpretación de la realidad que afectan su propio auto-reconocimiento. Sí la condición judía sólo pasa por la resistencia frente al antisemitismo y, además, se comprende como antisemita o anti-judía cualquier posición diferente a las políticas de estado de Israel, todo lo que queda del judaísmo es una defensa corporativista y bastante totalitaria de una coyuntura política, de tal manera que el judaísmo queda degradado de cultura milenaria a mero movimiento político, que es parte de la gran trampa histórica del nacionalismo. Porque un movimiento político sólo es coyuntural, no permite establecer bases culturales sólidas para proyectarse hacia el futuro: Sí mañana desaparece el conflicto árabe o palestino-israelí, sí se supera el antisemitismo noruego y el de todo otro lugar, ¿qué quedará del judaísmo? De hecho, ¿qué sentido tendría la existencia de un estado-judío en esas presuntas condiciones? Llegado el caso, ¿debajo de qué piedra deberemos salir a buscar a los anti-judíos que den sentido a nuestra existencia judaica?
Incluso sí se considera que un terrorista no es más que una especie de enfermo mental armado, ¿qué sentido tiene tratarlo con falta de humanidad? ¿Qué sentido tiene alimentar esa locura que lo invade corroborando su demencia con actos de violencia por nuestra parte? En las últimas dos décadas he visto crecer el discurso sobre el terrorismo y su enorme capacidad para ocultar realidades políticas complejas y difíciles. No veo de qué manera la respuesta militar a los atentados en Nueva York, en el año dos mil uno, que incluyó la invasión de dos países que se debaten todavía en virtuales guerras civiles, ha sido una verdadera “guerra contra el terror”, tampoco veo como espera el estado de Israel terminar con el “terrorismo” palestino oponiéndose tenazmente a la definitiva organización política de un estado palestino autónomo e independiente.
Pero lo que más me preocupa es la creciente incapacidad de pensar las realidades sociales de otra manera que no sea la oposición entre partes naturalmente irreconciliables. En el transcurso de la historia hemos visto crecer muchas veces estas formas de recíproca intolerancia. Los judíos, particularmente, no deberíamos olvidarlo.