lunes, 25 de julio de 2011

La relación entre dios y la caca de perro considerada de acuerdo a la evolución de la teología judía

Aunque tal vez ninguno lo haya hecho en forma explícita, todo gran teólogo (y todo gran filósofo que simplemente pueda reconocer el concepto de trascendencia) debe enfrentarse a alguna variante de esta pregunta: ¿cuál es la relación que existe entre dios y la caca de perro?
(Pausa)
Las personas poco inteligentes ya habrán dejado de leer y podremos, usted y yo, profundizar en esta relevante cuestión. Evidentemente, cuando decimos “caca de perro”, lo que expresamos es una extremada distancia entre este polo de la cuestión y el otro, representado por la divinidad que es,  a su vez, una doble (o quizá triple) representación. Por un lado, lo divino representa lo trascendente, lo que está más allá de lo humano y que es, al mismo tiempo, la aspiración de lo humano a través de la trascendencia. Por otro lado, representa lo desconocido, lo que es en alguna medida incognoscible (al menos mientras la trascendencia anhelada no se haga efectiva). Por último, en esta triple representación, la divinidad representa la explicación última de todas las cosas. Los tres aspectos de esta representación están íntimamente relacionados pero, a efectos analíticos, parece útil mantener unos tabiques artificiales para experimentar con los diferentes elementos. Entre estos asuntos (la trascendencia, lo incognoscible, lo que lo explica todo) y la caca de perro la distancia puede ser muy grande, pero no puede ser infinita. Alguna relación tiene que haber entre lo más alto y lo más bajo, entre lo más amado (o temido) y lo más despreciado, entre aquello que reúne todos los misterios y explicaciones y aquello que sabemos que existe, pero preferiríamos ignorar, desconocer, no encontrarnos en nuestro camino.
(Pausa)
Las personas ocupadas ya habrán dejado de leer y podremos ahora filosofar a gusto. La caca de perro, el cadáver de un pajarito, una gota de sangre que corre por un cristal, un recuerdo infantil que nos avergüenza, un moco verde en contacto con los dedos, una cucaracha que aparece debajo de nuestra porción de pizza, una serpiente... cada quien puede buscar su ejemplo particular, pero siempre podrá hacerse esta pregunta: ¿qué relación tiene este evento, fenómeno, ente o proceso desagradable con lo trascendente, lo desconocido y lo que podamos llegara a conocer?
Como se dijo al principio, ninguna teología y ninguna filosofía pueden dejar de enfrentar este problema fundamental y nuestro tema en este caso es la manera en que la ideología judía se ha enfrentado a esta cuestión. El pensamiento idealista anulará la historia y dará una respuesta unívoca, pero aquí nos interesan la topología y la dinámica de la relación, porque esa es nuestra perspectiva: las ideas sobre dios han venido cambiando, también las experiencias han cambiado, e incluso deben ser ponderadas las reacciones de acuerdo al matiz y a la magnitud. Sí decimos, por ejemplo, que pisar caca de perro es desagradable, y decimos que es desagradable un genocidio, algo perderemos en matiz y en magnitud.
La religión pública y sus intelectuales orgánicos probablemente deberán responder de la relación con dios con este último rango de acontecimientos. No responderán, tal vez, a las razones por las cuales pisamos ese excremento canino o por qué nos clavamos esa espina en el dedo, pero seguramente deberán responder a las cuestiones de escala mayor o, al menos, se verán obligados a reflexionar sobre estos asuntos. Aun cuando defiendan la fe por encima del saber, en tanto intelectuales se verán forzados por su habitus a plantear el problema y esbozar una solución.    
Repasando la historia judía (y su representación mítica) vemos que, en realidad, Jehová nunca ha rehuido su relación con lo desagradable, ni tampoco es misteriosa la motivación racional de la existencia terrenal de lo desagradable: lo desagradable existe como castigo a la ruptura del pacto de vasallaje, del vínculo feudal entre el dios-señor y el humano-siervo. El señor dios da generosamente (lo cual no es la gran cosa para un ser omnipotente) pero exige obediencia a sus prohibiciones.
Considerado fuera de contexto, esto es prácticamente una exigencia para cualquier religión porque, si  no es capaz de imponer restricciones que tiendan a asegurar la cohesión social y regular ciertas relaciones básicas, se pierde su función social. Sin embargo, dentro de un contexto específico la situación cambia: ya no se trata solamente de un régimen de regulación social, sino también de un régimen de dominación. Bajo el dominio de los reyes y sacerdotes de Jehová, incluso bajo el imperio de monarcas extranjeros, lo desagradable era el castigo por la deslealtad del dominado hacia el dominador. La advertencia permanente de lo que le ocurre al pueblo judío si se rompe la lealtad hacia su dios particular es, en realidad, la advertencia hacia los sectores subordinados de lo que ocurre a los insubordinados: no importa, en realidad, que el relato castigue a los reyes por ese mismo pecado, porque el pueblo llano termina pagando igualmente las consecuencias, y sin haber vivido en un palacio con setecientas esposas.
Por lo tanto, es en el contexto real donde debe interpretarse la relación de dios con la caca de perro. Las manifestaciones filosóficas sólo serán respuestas parciales si no se considera este aspecto. Sin embargo, tampoco parece apropiado reducir la cuestión filosófica a una tarea administrativa de control social, sólo observo que ésta debe ser tenida en cuenta.
A solas, en un cuarto iluminado por el fuego, después de tomarse unos vinitos, incluso el sumo sacerdote y sus dos o tres colegas o amanuenses de confianza deben haber discutido esa aparente paradoja del mundo imperfecto nacido del espíritu perfecto, del mundo limitado nacido del absoluto, de la vida finita nacida del cuerpo infinito de dios. ¿El mundo es imperfecto por algo que hicimos mal, y por lo cual dios nos castiga, o lo es por algo que todavía no hicimos, y por eso dios no nos premia? ¿O el mundo es sólo un cruel ensayo para la eternidad, una prueba? Y, sin embargo, ¿para qué necesitaría dios, quien es omnisciente, una prueba semejante?
Recordemos que en la ideología judía antigua el diablo cumple un papel muy limitado, y siempre es dominado por dios e, incluso, le resuelve algunos problemas espinosos. Lo que ocurre de malo, llega desde dios o desde el hombre, y en ese espacio debe hallar explicación. Obviamente, el hombre no ha creado la caca de perro.
Como el problema persiste a lo largo de los siglos los filósofos judíos no dudan en incorporar elementos extraídos de otras fuentes. Pensar los fenómenos que acontecen regularmente en el mundo es un problema más difícil que explicar las excepciones. Dar una respuesta coherente para explicar el ciclo lunar es más difícil, y está más sujeto a errores, que explicar un milagro ocurrido en el pasado. Los problemas de los rabinos antiguos no estaban vinculados al cruce del mar rojo, ni a la posición del arca de Noé: explicar el rocío, eso era difícil... y mucho más difícil era explicar la caca de perro y su relación con dios. A fin de cuentas, en el rocío hay algo leve y vaporoso que es muy divino y celeste y entonces se puede decir: “el rocío son las lágrimas que dios derrama todos los días al contemplar la maldad de los hombres”... muy poético, pero traten de hacer lo mismo con la mierda de Fido, el gran danés del vecino...
Los persas tenían problemas similares, pero los griegos aportaron unas soluciones bastante interesantes. Por un lado, una versión del politeísmo avanzado permitía una cierta “división del trabajo” en la manufactura divina del cosmos, que explicaba como ciertas cosas eran regidas por ciertas divinidades y otras por otras divinidades. Como dios judío que se precie hay uno sólo, aquí no aparecieron muchos dioses, pero sí muchos ángeles. Pero los ángeles sólo podían hacer cosas buenas y en consonancia con el orden, de modo que también se acercaron  a la fiesta, por un lado, los demonios y los ángeles rebeldes, los espíritus creados como espíritus que desobedecían a dios. Por otro lado, aparecieron los espíritus descarnados que anhelaban la carne humana y que interferían con el cuerpo y la mente de los hombres.
Por supuesto, esta perspectiva era subversiva para las clases aristocráticas dominantes, que perdían una herramienta de control social importante si no podían hacer que los demonios los obedecieran, de modo que se resistieron a aceptar un universo fragmentado en un sinfín de burocracias angelicales e interferencias demoníacas locales. Pero cuando el sacerdocio desapareció, y sólo quedaron, en el siglo segundo de la era común, las comunidades judías dispersas, la explicación angélica y demoníaca prevaleció en muchas escuelas de filosofía judía. Los grandes castigos de dios del pasado se quedaron definitivamente en la historia mítica, pero el pacto con el sacerdocio fue elegantemente sepultado, y era necesario que persistiera otro tipo de orden.
De esta manera, los cielos judíos se fueron llenando de angelitos y la tierra de demonios, mientras que el dios de sus antepasados, tan afecto a inmiscuirse en la historia de su pueblo con catástrofes de toda índole y algunos beneficios inesperados, va dejando su lugar activo a estas criaturas espirituales secundarias. Ciertamente, es el hombre todavía el principal actor moral, y es el pacto reflejado en la circuncisión el eje de la relación hombre-divinidad, pero la caca de perro sigue sin ser suficientemente explicada, aunque “posiblemente exista un ángel encargado de la digestión de los animales”, como puede haber un ángel encargado de las lluvias y un maligno demonio que asfixie a algunos recién nacidos (Lilith, la primera Eva, para los judíos, la Lamia de los griegos, Lilithu de los mesopotámicos).
Pero este sistema de pensamiento es molesto para el conocimiento de lo transcendental, porque cada nuevo problema puede resolverse con la invención de un nuevo ángel si es algo bueno, o con un nuevo demonio, sí es algo malo. Entonces aparecen mis queridos gnósticos judíos: terribles, subversivos, repudiados, olvidados. O simplemente vencidos. Porque aunque no existieran reyes ni sacerdotes judíos, ricos y pobres sí que había, de modo que el mundo debía estar ordenado de alguna forma, y debía ser bueno que fuera así.
Los gnósticos nos intimidaron con una nueva filosofía, derivada de una nueva cosmogonía. ¿Dios existe? Por supuesto que sí pero, ¿es dios el creador del mundo? ¿Y si el mundo fuera la creación imperfecta de un ángel rebelde o de un grupo de ángeles incompetentes? Dos versiones seductoras para explicar un mundo tan descarriado, pero un mundo en donde la caca de perro tendría todo el derecho lógico para existir. Las cosas salen mal, la caca acontece.
A pesar de la atracción de las teorías gnósticas, el mundo de la ideología es también el mundo del poder, de modo que la idea de un dios malo no prosperó, por mucho que se asegurara que el verdadero dios bueno y omnipotente sí existía en alguna parte, y que algún día pondría las cosas en orden... porque ese nuevo orden sonaba demasiado a una revolución social. No obstante, los gnósticos legaron a la ideología judía un bien durable: le legaron un principio de incertidumbre, la posibilidad de pensar el mundo a través de un nuevo tipo de pregunta: ¿qué ocurriría sí...?  Ya no se trata de ordenar las cosas existentes, sino de apreciar la posibilidad de lo desconocido. Los gnósticos fueron científicos conjeturales, además de filósofos naturales.
Tal vez no fueron los primeros. Los monjes esenios pueden haber sido también constructores o recolectores de nuevos relatos cósmicos... pero no fueron tan audaces como para proclamar que la creación es obra de un dios defectuoso o psicópata. Es una de esas ideas tan buenas que da envidia no haberla tenido uno.
Para el judío alto-medieval, antes de las cruzadas y las conversiones forzosas, antes de las persecuciones inquisitoriales, los autos de fe y las expulsiones, la filosofía práctica del talmud podía ser suficiente. Pero aunque en el año mil el mundo no terminó, había que adaptarse a los nuevos y extraños tiempos. Por una parte, las comunidades orientales debieron re-situarse ideológicamente, porque el entorno ya no era el más o menos helenizado imperio persa, sino el verdadero imperio monoteísta que trajo al mundo la yihad de los siglos séptimo y octavo. Porque el imperio del Corán es también el reino de Jehová-Alá, y ningún teórico judío buscó entonces forzar la diferencia, sino más bien limar asperezas. El mazdeísmo persa (sucesor del mitraísmo indostánico) y el judaísmo fueron beneficiados con la protección imperial de la expansión mahometana, ¿qué sentido tenía combatir los fundamentos filosóficos comunes?
Mientras en Europa el cristianismo se debatía todavía en su lucha adaptativa con las religiones matriarcales neolíticas, el Islam absorbía los restos de los imperios mediterráneos clásicos con el arma poderosa del monoteísmo ético (en la mano que no empuñaba la eficiente espada). Pero llega el año 732 y en la batalla de Poitiers Carlos Martel contiene el avance musulmán. 
En este contexto, en el que se estabilizan los dos grandes “bloques” de la época, el pensamiento judío evoluciona lentamente, haciendo la digestión de numerosos conocimientos prácticos que le son revelados lentamente, pero sin pausa: anatomía, óptica, física, aritmética, botánica. Hay mucho para pensar y poco lugar para especular inútilmente, dios existe, dios reina, alabado sea... pero dios no se entromete. De hecho, en este estado de cosas es necesaria una filosofía que lo aleje un poco más del mundo. Y esa filosofía no se hace esperar, y adopta dos importantes vertientes.
En la primera, que sigue la larga tradición legalista y jurisprudencial farisea, adopta una disposición codificadora y re-interpretativa del conocimiento, sin ofrecer una nueva base cosmológica. En la segunda, en cambio, el universo cambia, y con él, imperceptiblemente (o quizá muy perceptiblemente), cambia dios.
En la primera, los codificadores legales judíos medievales tenían muy presente el espíritu aristotélico de poner el conocimiento en los catálogos de datos correspondientes, no menospreciando, pero sí subordinando, la explicación general. La caca de perro ya encontraría su categoría, cuando llegara el momento, que lo vinculara con dios. Mientras no hiciera falta, no había por qué preocuparse por su relación con el primer motor. En la segunda, los filósofos judíos optaron por reconstruir la explicación general.  
Si bien ambas tendencias colisionaron en el uso de la legislación y, principalmente, el modo de interpretación del material canónico, los principios cosmológicos de ambas son compatibles: en ambas hay un primer motor, puro e insuperable, que lo origina todo y en ambas hay una gradual extensión de ese ser en el mundo. Se resisten a pensar la degradación del puro material divino, pero este emana en capas sucesivas, en espacios concéntricos en los cuales, antes o después, la caca de perro termina por encontrar su lugar. Así, la teoría de la emanación (Shejiná) también clasifica, ordena, jerarquiza el universo.
Otro aspecto de coincidencia es que esta clasificación acontece en torno a categorías interactivas que, en el caso de la cábala, son otras tantas cualidades de la divinidad, de tal manera que en la interacción de estos atributos pueden posicionarse objetos, eventos, fenómenos y procesos. De esta forma, el mundo se extiende a partir de dios, sin dejar de ser dios. En algún punto lejano a la comprensión humana, la caca de perro está en el plan de dios y... es dios también. Además, el onceavo atributo de dios es la integridad inherente, pues no disminuye al dispersarse en la existencia histórica. Es una elegante respuesta que, al sumarse al particular método interpretativo de la cábala práctica, da lugar a un número virtualmente infinito de interpretaciones posibles, permitiendo a su vez un sistema a partir del cual todo puede ser explicado sin alejarse demasiado de los principios básicos.
Para las comunidades menos protegidas, alejadas del poder y acosadas por entornos crecientemente hostiles, fanáticos y activos, esta ciencia contemplativa no era suficiente, de tal manera que las cosas, fenómenos y procesos también debían ser interpretadas como signos de la divinidad.
Expliquémoslo: la cábala teórica y la interpretación práctica cabalística tiene al mundo como símbolo de lo divino, pero la vida real requiere que en este mundo aparezcan signos que guíen la voluntad de los hombres a partir de la interpretación de la voluntad de dios. En este sentido, el universo anterior, lleno de ángeles y demonios, es mucho más rico en signos que en símbolos, y debía ser  aprovechado. Esto es particularmente importante para las poblaciones desprotegidas, y sus rabinos debieron pensar en lo desagradable en los términos en  que la dura realidad les obligaba: buscando guías en un mundo caótico.
De esta manera, el judaísmo bajo-medieval europeo evoluciona intentando comprender lo desagradable en términos de signos divinos, una noción de la marca muy diferente a la antigua concepción sacerdotal de la mancha y la pureza: ¿qué es lo que dios quiere que comprendamos al ponernos frente a lo desagradable, al hacerlo parte de nuestras vidas? Pero una vieja costumbre es desarrollada aquí: el mantenimiento del pacto como medio de protección. En este contexto, en el que la segregación no sólo se ejerce sobre el judío, sino que también lo configura parcialmente, el pacto mantiene la relación con dios. Pero se trata de un dios muy alejado de la historia efectiva. Se trata de una divinidad apta para sostener atributos mesiánicos, pero bastante débil en términos cotidianos, si no es a través del signo. Si se trata de un aprendizaje de las prácticas cristianas, como es muy claro en el caso del protestantismo, o de una evolución análoga o paralela, bueno, requeriría mucho espacio desarrollar la cuestión.
Pero dios sigue lejano aquí, no sólo alejado de la caca de perro, sino alejado del hombre. Es necesario atraerlo, es necesario hacerlo entre la comunidad. En este contexto se desarrollarán varias estrategias para alcanzarlo: la devoción absorta, el milenarismo, el pietismo, la ortodoxia cerrada, el jasidismo que buscaba a dios a través de la acción, la fe y la alegría. Para explicar las cosas, lentamente, la ciencia moderna se vendría aproximando, pero la ideología judía se llenó también de fantasmas, de apariciones, de posesiones. La vida más allá de esta vida era un terreno difuso. Incluso el mundo entero era sostenido por la justicia de treinta y seis hombres secretos (secretos incluso para sí mismos). En este caldo evolucionan los rabinos dotados de un algo más, algo que los aproximaba a ese espacio trascendental que había quedado tan insospechadamente oculto.
Del siglo quince al siglo diecinueve Europa lleva a sus judíos de mal en peor, sin contar la orgía de sangre del siglo veinte. El viejo azote de las cruzadas y de las conversiones forzosas son ya cuentos para niños (para niños muy, pero muy asustados), pero crece esa antipatía desarrollada en otros centros de poder, y para ella hay respuestas prácticas, pero no explicaciones teológicas. El judío ya no puede preguntar: ¿qué es lo que quieres de mí, mi hacedor, mi rey y mi dios? Porque el hacedor tampoco sabe muy bien lo que quiere. Si pudieran consolarse con el inepto ángel gnóstico. Pero tampoco. Él que está allá arriba (aunque no necesariamente aquí abajo) se mantiene en silencio, y sólo habla a través de oscuros signos, tan oscuros que sólo una vida dedicada al estudio y a la contemplación pueden revelar en cuentagotas, dos o tres veces a lo largo de toda una vida.
Dos respuestas a esta situación: resignación y agradecimiento. Sin buscar la verdad, sin anhelar la trascendencia más que para buscar una leve caricia del altísimo, se resigna uno al destino y se agradecen los dones recibidos: la vida, la ley, la salud,  la familia y el pan de cada día, como si no provinieran del propio esfuerzo y del propio trabajo, porque ese esfuerzo y ese trabajo son dios, la voluntad del hombre para agradecer y para resistir son los signos de la divinidad más evidentes.
Más tarde llegará el conservadurismo seco de los ricos, donde lo que se conservan son los privilegios económicos y sociales. Aquí no. Aquí se conserva la resistencia de los pobres y los desposeídos.
¿Qué pasó después? Muchas cosas. Esto no es un resumen histórico, ni un cuadro sinóptico. Esto es el paisaje en acuarela de la relación entre dios y la caca de perro, y cuando el siglo veinte comienza a aproximarse en el horizonte los judíos también abandonan la búsqueda de esa relación. Buscan la satisfacción de sus dudas en la ciencia, buscan la satisfacción de sus deseos en el dinero. No todos, pero muchos lo hacen. Lo hacen en las universidades y en las bolsas de valores, en el incipiente nacionalismo judío pero también, con mucha fuerza, en los movimientos de trabajadores.
Porque el sistema capitalista está alcanzando su apogeo, y con él crecen las tensiones y las luchas sociales en donde el hombre se enfrenta a la voluntad del hombre, y en donde el hombre se olvida de sus relaciones con los hombres, porque la mercancía y la cosa opacan la distancia y velan la consciencia. Las grandes maquinarias estatales que van a moler literalmente al judaísmo Europeo se gestan en este período, pero también alimentan la concreción de un ideal nacional judío que no duda en implementar los errores de los imperios coloniales para crear un espacio estatal propio.
Hoy no está claro quién resuelve la cuestión. Hoy los rabinos y líderes políticos promueven políticas de estado; hoy participan de la política como administradores de los bienes públicos, como gestores de las voluntades populares, judías o no; hoy son gestores de bienes raíces y asistentes burocráticos de casamientos y entierros. Están muy ocupados para hacer filosofía judía. No se preocupan por la pobre caca del perro, que ha perdido otra vez su relación con dios.
Sea así, entonces. Seamos los ateos y los ignorantes, los pobres de espíritu, sí se quiere, los que enfrentemos una vez más las cosas desagradables de este mundo. Pero hay mucha experiencia en la materia que puede ayudarnos. Sí nosotros, que con tanta frecuencia apelamos a nuestra antigua resistencia en este mundo (con arrogancia injustificada con mucha frecuencia también) no somos capaces de aprovechar ese conocimiento, y es experiencia, y esos errores... ¿quién lo hará por nosotros?
Ustedes son los más inteligentes, los que llegaron al final de estas líneas. No necesitan que les dé la respuesta.
(Última pausa)
Sí fue el lascivo demonio Asmodeo, o quizá el travieso Azazel, el inspirador de este artículo, no me interesa. Hay riesgos en la mera experimentación con el pensamiento, y hay peligro cierto en expresarlo con excesiva precisión. Si no me creen, pregúntenle a Baruj Espinoza. Si hay algún objetivo cierto en todo esto, es quizás interpretar dos libros que dan vueltas por este caos que llamaría, por convención, mi estudio: El judío de los salmos de Scholem Asch y Concepción materialista de la cuestión judía de Abraham León.

lunes, 18 de julio de 2011

La memoria y el duelo

En el calendario judío existe una fecha de luto general: el día noveno del mes de Ab se conmemora la destrucción del templo de Jerusalén. Si la memoria no me engaña, se han reunido en una fecha dos destrucciones diferentes: la del primer templo, ocurrida en el siglo sexto antes de la era común y la del segundo templo en el año 63 (o, tal vez, el año 70) de la era común.  Se aprovecha también para deplorar la derrota ante el imperio romano en los siglos primero y segundo, la desaparición forzosa de comunidades medievales y el genocidio durante la segunda guerra mundial.
Personalmente, como ni siquiera puedo utilizar esta fecha con el sentido nacionalista que ha crecido en el judaísmo a lo largo del último siglo y medio, no acepto con facilidad este luto, porque he aprendido (o tal vez he deseado aprender) que la destrucción del templo es la desaparición de una casta aristocrática sacerdotal cuya reaparición no puedo desear. El aprendizaje del igualitarismo republicano  y el tenor de los derechos humanos me hacen desear otras realidades para el devenir de la cultura judía. Como el resto de los acontecimientos sí son motivo de luto, además de memorables, ese sufrimiento generalizado, aglutinado, empastado por la ideología, produce cierta extrañeza.
Sin embargo, de esta unificación de las fechas dolorosas, aunque no se comparta su origen, algo es posible aprender. Con el tiempo, con los siglos, esta reunión es quizá saludable, porque la memoria colectiva va acumulando tantos males que no alcanzaría el año para estar de luto.  Se trata también, quizá, de una llamada de atención para el duelo individual y, en general, parece un sano consejo de la historia porque, habiendo tanto para hacer, la vida no puede pasarse en lágrimas y, por otra parte, habiendo tanto para recordar no debe dejarse lugar a la desmemoria.
Con un frío en los dedos que va bastante bien con el clima, redescubro que para mí también este día presente reúne al menos dos duelos importantes, dos impactos separados entre sí por casi una década que se necesitarían de dos espacios de inspiración diferentes también para retratarlos. Con este frío en los dedos, sé que no va a ser posible. Sé, con la experiencia que me han dado muchos años de continua dedicación a la escritura, que hoy no será un texto inspirado el que salga de mis manos. Algo seco, además de algo frío, empañan el recuerdo de la fecha de dos estallidos muy diferentes. Que sea el esfuerzo por recordar lo que tengo hoy para dar.
Uno es el evidente recuerdo del atentado a la asociación mutual israelita argentina en el año 1994. Del otro, ocho años más joven, ni siquiera quiero hablar: pertenece a un puñado de personas, nada más. Este es mi día noveno del anteúltimo mes.
Repaso la justicia insatisfecha, ausente, despreciada, violada, interesada por diferentes intereses que ha dejado de circular durante diecisiete años.  En todo este tiempo, sólo ha quedado probado que la justicia fue adulterada y, como no puede ser de otro modo, anulada en el sentido más estricto posible: no sólo no se ha esclarecido una matanza, también se ha impedido el esclarecimiento. Y en la otra cara de la moneda lo contrario: persiste una pesada carga de certezas y de conocimiento, que de poco parecen servir para aplacar el dolor. Percibo, aunque no con claridad, que la justicia y el duelo son procesos diferentes, ambos necesarios, ambos notablemente dolorosos.
Si algo no pretendo es indicar como se debe sentir este momento. He visto a los muertos, estoy recordando a los vivos, a los vivientes que somos y a los muertos queridos que han vivido, y tampoco sé como sentir.
Que quede al menos la memoria, pues sin ella no hay amor, ni habrá justicia.  

miércoles, 13 de julio de 2011

Sobre los derechos a la existencia de los estados nacionales en general y de Israel en particular o ¿Qué hacer con los problemas que no tienen solución racional?

Frecuentemente se leen en artículos, libros, discursos y demás espacios discursivos sentencias firmes respecto de los derechos de los estados a existir. El caso del estado de Israel es paradigmático en este sentido, porque la relación conflictiva que se mantiene respecto de la población palestina y la posición estratégica de la cuestión del derecho a la existencia del estado judío resucitan la cuestión cada quince minutos, hasta tal punto que nadie, le guste o no, puede dejar de hablar del asunto.
A título personal, creo que este debate se ha convertido en un no-debate, tan típico de la política actual. Se trata de un aspecto en el cual las partes no están de acuerdo. Muy bien, esas cosas pasan. Pero se trata además de un aspecto en el cual las partes insisten en estar en desacuerdo, para no hablar de aquellos aspectos en los cuales, tal vez, sí se podría llegar a un acuerdo.
Los ideólogos sionistas,  judíos y afines sostienen que Israel tiene derecho a existir. Utilizan razones políticas, legales, históricas, teológicas y demás, y llegan a esta conclusión. Los ideólogos anti-sionistas, anti-judíos, pro-palestinos y afines sostienen que los palestinos tienen derecho a que exista un estado palestino. Utilizan razones políticas, legales, históricas, teológicas y demás y llegan a esta conclusión. El problema, lógicamente, es la superposición territorial y, sobre todo, demográfica de ambas locaciones políticas con derechos a la existencia. Algunos hablan del tema desde tribunas académicas, otros desde tribunas políticas, algunos más, desde tribunas puramente ideológicas (lo cual es más bien raro, pero en este caso se reproduce con bastante frecuencia).
Como de la defensa de estas posiciones se desprenden situaciones diferentes para la defensa de personas concretas y sus derechos más elementales, y también los deberes más elementales que las personas tenemos para con estas personas, el tema no es irrelevante. Sólo acontece que no tiene solución.
Ahora bien, cuando un problema no tiene solución, lo más probable es que, en realidad, el problema se encuentre en el planteamiento. Esto ocurre en muchas ocasiones, cuando los términos del problema encierran algún contrasentido que impide a cualquier fórmula dar cuenta del problema. En este caso, el problema del problema planteado consiste, en mi opinión, en que el problema no distingue la enorme distancia que existe entre el derecho como guía de comportamiento y el derecho como resultado de una relación de poder y de fuerza.
Para la existencia de los estados, la primera condición se da siempre como resultado de la primera. Sin embargo, los discursos, artículos libros y discursos a los que hacemos referencia parten de la lógica contraria, tan cercana a la filosofía del derecho y tan alejada de la práctica social. En esta perspectiva, se intenta decir lo que determinadas poblaciones y organizaciones “deberían hacer” en función del derecho establecido, cuando en realidad se trabaja con realidades consumadas en las que persisten conflictos.
De esta manera, se sostiene la necesidad de la “defensa” del estado de Israel y de la “defensa” de los derechos e intereses de la población palestina en función de lo que la otra parte “debería” creer y pensar. En otras palabras, en función de las declaraciones de diferentes derechos se esperan comportamientos de la otra parte que nunca se verifican, por lo cual se mantiene activo el conflicto y, a la vez, se mantienen ocultas otras contradicciones que tal vez si tienen solución, pero que quedan supeditas a la irresolución del primer problema, planteado por el derecho.
Poniendo en el nuevo contexto la situación, diré que el estado de Israel “tiene derecho” a existir en la medida en que lo ha construido a través del poder y de la fuerza, ¿qué sentido tiene, en nombre de un derecho de otro forma, exigirle que cambie o desaparezca? De la misma manera, mientras los palestinos continúen teniendo una capacidad de auto-organización política, ideológica y militar, ¿qué sentido tiene exigirles antes de discutir que acepten el derecho de Israel de existir?
Tiene sentido, tal vez, pedir a ambas partes que intenten conversar sin la amenaza directa de la violencia militar, pero estas partes no pueden hacerlo mientras continúen debatiendo en torno al derecho de exigir un comportamiento de la otra parte que ésta no puede y no quiere aceptar.
La distinción entre estas dos formas de entender el derecho, la que parte de la exigencia moral y la que parte de la capacidad de construir poder y ejercer coacción sobre otros, se continúa en otra distinción que a la gente en general y a los juristas en particular suele (interesadamente en muchos casos) pasarles desapercibida: la distancia que existe entre el derecho y la justicia. Precisamente porque no podemos ponernos de acuerdo en lo que significa la justicia, debemos intentar llegar a acuerdos (con renuncias recíprocas) en lo que es el derecho. ¿Y para qué podría servir esto? Para que en instancias futuras se pueda debatir sobre la justicia en contextos en donde la vulneración de los valores más elementales de las personas y los pueblos no sean un hecho cotidiano y determinante la propia discusión.
De allí surge el siguiente corolario práctico: no se puede imponer la justicia a la otra parte, acusándola de cometer crímenes si por nuestra parte desarrollamos acciones que la otra parte identifique como crímenes. En otras palabras, tal vez convenga no ser rigorista con la exigencia actual de justicia, con el fin estratégico de obtener un estado de cosas menos injusto para la siguiente generación.
En cuanto a la cuestión particular del derecho estatal a la existencia, al margen de resoluciones y declaraciones, el hecho básico es que los estados nacionales modernos se han conformado en la disputa por diferentes derechos: de sucesión, de desarrollo, de seguridad, de auto-defensa, de autodeterminación, de independencia y demás, pero casi sin excepción el derecho se ha ganado en la relación de fuerzas con otros agentes sociales.
En América, los estados se han formado defendiendo la independencia y la auto-determinación respecto de las Metrópolis, y ello a través de guerras independentistas. Pero también se han formado avasallando y destruyendo a otras formaciones sociales, y hoy nadie debate el derecho a existir de México, Colombia o Argentina, aun cuando es de conocimiento general el papel destructor que estos estados han tenido para otras culturas y poblaciones.
Al mirar hacia las guerras por la independencia nacional, siempre los triunfadores tienen a largo plazo la “verdad”, la “justicia” y el “derecho” de su parte, precisamente porque estos elementos son construcciones ideológicas del desarrollo histórico vinculadas a la fuerza y al poder, y no a una justicia trascendental.     
El caso de Israel se complica por dos razones: en primer lugar, el proceso es relativamente joven e inacabado, si se lo compara con otras experiencias nacionalistas. En segundo lugar, por el carácter étnico que el estado de Israel pretende para sí mismo. Ya he dicho en otro lugar que, a largo plazo, y en el contexto de una economía capitalista, esta pretensión parece condenada al fracaso. Porque también el estatus étnico se define históricamente, y la ideología judía en Israel ya ha cambiado lo suficiente como para trazar una tendencia histórica dominante.
Por el contrario, el estado de guerra permanente no es tan extraño a la formación de nuevos estados. Sí se piensa nuevamente en América Latina se observará que, aunque las luchas independentistas se resolvieron a comienzos del siglo XIX, sólo a finales de de siglo se sometió definitivamente a las poblaciones autóctonas para dar forma territorial y demográfica definitiva a la cuestión. Y nadie cuestiona el derecho a existir de estos estados, ni nadie podría decir que no se cometieron tremendas injusticias en el proceso.
Al margen de este pragmatismo jurídico algo cínico, en el cual Israel no existe por el derecho a existir, sino por la fuerza que construyó ese derecho, mi única orientación en este breve artículo es terminar con esa discusión inútil acerca del derecho nacional a la existencia, porque impide toda solución real a los problemas reales de la región: el problema de la violencia, el problema de la ocupación, el problema de la pobreza, el problema de falta de libertades. Respecto de este último punto, si bien parece claro que la población palestina, asentada o refugiada, es portadora de los mayores males aquí descriptos, también la población israelí y la judeidad mundial son rehenes de la situación, porque nuestros pensamientos y debates también están ensombrecidos por el largo debate, que oculta a su vez la triste situación endógena de lo judío en la actualidad: más débil, más dependiente, menos productivo que en toda su larga y difícil historia en materia de bienes culturales.
Es muy triste la consciencia de que, sin importar las buenas intenciones originales, la experiencia del conflicto, aun con “causa justa”, nos hace injustos.