“–¿Te dieron el resultado del análisis de sangre?–Sí, soy A positivo por parte de mi padre, tengo el colesterol malo y la glucemia altísimos, por parte de mi madre y de mi abuela.–¡Uh! Todo menos de por cual parte te gustan los knishes y el asado!–Cierto. De eso no me salió nada.”
Hay por lo menos dos maneras de encarar el tema de la “identidad” de un ser humano en términos de su pertenencia cultural. En primer lugar, la perspectiva de su pertenencia subjetiva: cómo se piensa a sí mismo, qué valores le resultan importantes y encuentra en otros que le son afines, qué elementos éticos o estéticos le hacen su mundo apreciable y comprensible (y viceversa), en qué relaciones sociales y afectivas se siente involucrado y qué sentido les encuentra. En segundo lugar, la perspectiva de su pertenencia objetiva: cómo otras personas lo reconocen como un ser próximo y que forma parte de una comunidad, qué elementos y valores le obligan reconocer y a defender para sostener esa pertenencia. Ambas perspectivas tienen bastante en común.
De hecho, desde un punto de vista sociológico son casi equivalentes, porque la pertenencia subjetiva resulta de la incorporación de una serie de hechos sociales, es decir, que se originan de manera externa a la persona pero que se instalan en su subjetividad, que están regularmente extendidos en un conjunto de personas en forma más o menos reconocible y, por último, que por medio de esa instalación subjetiva (como es el caso de los gustos, las preferencias, lo que se experimenta con afecto o aversión) o por medio de la imposición (la sanción social, la norma, la ley) se imponen al sujeto de manera consciente o inconsciente.
Siento que, en ocasiones, nos complicamos demasiado para intentar comprender y explicar la identidad en general y la identidad judía en particular. Pensémoslo de esta manera: ¿qué ocurre en aquellos casos en los que no existen opciones para la identidad? Quiero decir: que el ser humano es un ser social es una premisa bien establecida y sostenida por numerosas pruebas fácticas, pero este hecho se verifica en formas particulares. Una persona nace y es incorporada a un conjunto específico de personas, con unas tradiciones y conocimientos previos, con maneras de comunicarse que les son transmitidas e impuestas al nuevo integrante (tanto si es nacido o no en este grupo). Supongamos que un sujeto en particular nace en una pequeña sociedad aislada. La necesita para sobrevivir, porque para sobrevivir necesita aprender aquellos medios de supervivencia culturales desarrollados por la sociedad como entidad histórica, y no meramente biológica. Establecido este hecho, supongamos que no hay en el mundo de esta persona opciones al alcance de la observación. Este supuesto anula toda posibilidad de auto-definir su identidad.
Desde el punto de vista subjetivo, el sujeto incorporará aquellos elementos que la sociedad (y quizá alguna fracción o estrato que la compongan) haya producido en su historia anterior. Sus valores, sus costumbres, sus preferencias y capacidades serán, en principio, heredadas de esa sociedad. En consecuencia, al menos como punto de partida, se pensará a sí mismo de acuerdo con esos parámetros estéticos, éticos, morales y prácticos, sencillamente porque no tendrá otros. Desde el punto de vista objetivo la única diferencia estará en que, cuando por alguna razón particular esta persona se aleje demasiado de esos parámetros y de no mediar circunstancias excepcionales que lo justifiquen, el resto de los componentes de la sociedad lo forzarán a adecuarse a ellos a través de la aplicación de la ley.
En un contexto de estas características la identidad no es una opción y, por lo tanto, tampoco es un problema. Por otra parte, la fuerte tradición legalista judía incorpora plenamente a la identidad judía a la posibilidad de ser instituida jurídicamente, además de socialmente. Este es un aspecto que no debe perderse de vista.
No obstante, el tema fundamental permanece inalterado: la identidad no es un problema hasta que se convierte en una cuestión de elección, es decir, cuando existe la posibilidad de que una persona rechace o critique cierta pertenencia, lo cual sólo puede ocurrir en contextos en los cuales tenga otros parámetros culturales para vivir, pues no puede vivir sin ninguno.
Lógicamente, aquí se ve más claro cuál es el problema de identidad básico para la cuestión judía porque, por una parte, se trata de una cultura que prácticamente nunca ha estado aislada, sino que se ha definido en sus relaciones con otras culturas y porque, por otra parte, actualmente se desenvuelve en el contexto de una cultura más amplia y muy dinámica que es sumamente agresiva para con otras culturas, que es la cultura de masas dominante a escala mundial.
Dicho de otra forma: sea por las razones que sea, el ser judío siempre se piensa en un ser con otros (los judíos) y en un ser frente a otros (los no judíos), sin que termine nunca de separarse la frontera de manera totalmente nítida. Y la frontera no es clara porque, al ser la cultura judía el resultado de una experiencia histórica multicultural, siempre hay en los judíos algo que puede reconocerse como ajeno y casi siempre habrá en los no judíos del entorno próximo algo que pueda reconocerse como propio.
Este fenómeno, en mi opinión, no es posterior a la dispersión devenida de las guerras judeo-romanas de los siglos I y II de nuestra era, sino que es prácticamente originaria. Tampoco se ha resuelto con la creación del estado de Israel, pues esta creación es, en sí misma, una experiencia intercultural, ya que la organización estatal es, en origen, una experiencia humana generalizada a escala global, completamente independiente en su forma actual de toda tradición judía precedente.
Puede apreciarse que esta definición cultural compleja del ser con otros y el ser frente a otros es cualquier cosa menos específica del judaísmo contemporáneo, ya que buena parte de los seres humanos la experimentan en la actualidad. Si se nos presenta como un problema singular esto se debe quizá a dos razones. La primera ya se ha dicho, es que el judaísmo ha sido casi siempre una amalgama de culturas. La segunda es muy contundente, porque la identidad judía se encuentra en un momento de crisis muy profunda, donde no sólo se juegan elementos numéricos o demográficos, sino de calidades de la experiencia vital y cultural. Por una parte, crece la deserción cultural (precisamente porque mucha gente opta por otros parámetros culturales); por otra parte, crece el fundamentalismo interno, sea de tipo religioso, nacionalista o racial.
En el primer caso, y sin que esto implique un juicio de valor negativo respecto de las decisiones personales, que se encuentran protegidas por la libertad personal y de consciencia (según las definen las reglas de la cultura predominante), la deserción cultural se verifica en muchos frentes: la renuncia formal o informal a la práctica de tradiciones y costumbres, la conformación de modos y estructuras familiares y de relaciones ampliadas desvinculadas de las judías pretéritas, la desaparición del propio sentimiento de pertenencia.
Por otro lado, el fundamentalismo se presenta como una reacción a este primer fenómeno o a otros elementos externos, y se permite redefinir las condiciones del ser con otros y del ser frente a otros, en ocasiones de manera radical. Probablemente puedan definirse más tipologías útiles, pero puede sorprender tal vez que haya incluido al fundamentalismo racial.
El fundamentalismo religioso es bien conocido en la experiencia cultural judía, y actualmente existen diversas variantes del mismo. El fundamentalismo nacionalista está muy vinculado a la existencia y actuación del estado de Israel, y también caben diferentes matices y tendencias. No sorprenderá decir que ambos aspectos pueden combinarse (y de hecho lo hacen desde hace más de un siglo). En cuanto al tercer tipo, el fundamentalismo racial, es un tema bastante delicado.
Y es delicado porque la cultura judía, cuando ha sido identificada como raza, ha sido sometida a tremendas persecuciones, de modo que cuesta pensar que tenga en su interior algún tipo de fundamentalismo racial.
En realidad, tiene uno bien conocido y muy extendido en otras culturas actuales. Este tipo se presenta cuando se define la pertenencia y la identificación del ser judío mediante el argumento de continuidad sanguínea heredada por línea materna. Cuando se define al ser humano judío como aquel que ha nacido del vientre de una madre judía, se define a la pertenencia como a la posesión de una “línea de sangre” particular. Así, cuando se pretende que los rituales funerarios judíos distingan a conversos de no conversos, se da más valor a la sangre que a la creencia religiosa o nacionalista, por ejemplo. De la misma manera, cuando se exige la “conversión” al judaísmo de los hijos de una madre de sangre considerada no-judía, se aplica el mismo principio, sin que importe la calidad de la identidad que esa madre sostenga y de la identidad cultural que pretenda inculcar en sus hijos.
Lejos de ser una manera “natural” o “evidente” de definir una identidad cultural, se trata de una determinación que, siendo histórica, se encuentra cargada de elementos políticos e ideológicos que la pretenden “trascendental”, e s decir, eterna e inmutable. Al mismo tiempo, señalé más arriba que en la tradición judía la fundamentación jurídica o legal es fundamental. Las determinaciones culturales o políticas deben, en general, sustentarse en una norma reconocible o, más frecuentemente, en la interpretación convalidada de una norma construida a partir del estudio de las fuentes canónicas.
Personalmente, creo que es perfectamente posible fundamentar la pretensión de validez de la pertenencia sanguínea en base a una serie de interpretaciones inteligentes de la Torá, el Tanaj, la Mishná, la Guemará, el Mishné Torá, el Shulján Aruj o los comentarios de Rashí, por citar algunas de las fuentes legales judías más conocidas. En la actualidad, muchos países que sostienen en sus cartas constitucionales el principio de laicidad sostienen también el principio de derecho de sangre para solventar el problema de la pertenencia en términos de ciudadanía. Incluso países que no desarrollaron este derecho por la sangre, sino por el nacimiento en el territorio (, con frecuencia enfrentan ciertos problemas migratorios recurriendo a formas indirectas del derecho de sangre.
Pero el problema no es si esta fundamentación es posible. A fin de cuentas, se trata de una interpretación, de tal manera que, en tanto tal, no hay por qué suponerla eterna ni inmutable, aunque lo sea o lo pretenda ser la fuente interpretada. El verdadero problema es sí, para enfrentar los problemas judíos contemporáneos, esta interpretación es justa, conveniente y deseable.
Porque lo que es justo, conveniente y deseable en un contexto dado y en un momento histórico puede ser todo lo contrario en otro momento y lugar, desde el punto de vista de la supervivencia cultural.
Creo que puede trazarse algún recorrido histórico para comprender esta propuesta. Cuando la población judía se hallaba concentrada en un territorio, o en comunidades cerradas, el fundamentalismo racial no era realmente necesario para determinar la identidad, pues la propia vivencia personal, la integración social y la experiencia seguían los parámetros establecidos por la costumbre. La pertenencia sanguínea era más bien un resultado de esta estructura que un principio útil. Tal vez ya existiera la interpretación, pero era medianamente irrelevante.
La fractura de este modelo social (de esta serie de modelos comunitarios judíos) le dio otra relevancia a la cuestión. Puede pensarse un momento en que esta determinación no pretendía excluir a nadie sino, por el contrario (y aunque parezca paradójico) para incluir a los excluidos. En los tiempos en los que la edad media en occidente oscilaba desde el año mil hacia la modernidad no eran infrecuentes las conversiones forzosas y en masa de judíos al cristianismo. ¿Qué hacer con aquellos que, empujados por las amenazas y el miedo, habían renunciado a lo que en aquel momento era la manera de comprender la identidad judía, es decir, la propia fe judía? En vez de expulsarlos de la comunidad (dado que eso podía suponer la desaparición de toda la comunidad) era más justo, conveniente y deseable prescindir de un acto forzado para decir que, en definitiva, lo que importaba era la ascendencia judía obtenida por la sangre materna (ya que las conversiones forzosas solían estar acompañadas de violaciones en masa).
Y sin duda, como he dicho, es posible encontrar en textos canónicos reconocibles una interpretación que valide este punto de vista, como la había para fundamentar el pensamiento anterior. Sin embargo, es hora de preguntarse si sigue siendo conveniente (y justa), por una parte y, por otra parte, también puede cuestionarse quien tiene en su poder la validación de una interpretación. Hay quien podrá sostener que son los rabinos, otros preferirán que sea la comunidad, otros más, que no sea nadie y que la cuestión “se resuelva sola”.
Soy de la opinión de que son los problemas del presente los que deben resolver la interpretación preferible y soy de la opinión de que el judaísmo no es principalmente una cuestión de rabinos, aun cuando pueda ser una cuestión de interpretación legal y de justicia que en muchas tradiciones judías ha sido confiada a las manos de estos expertos. Sin embargo, diré que Moisés no entregó la ley a los rabinos (de hecho, cuando la entregó faltaban unos mil años para que los rabinos aparecieran) y que en la comunidad y no en el rabinato está la base de la existencia del judaísmo (porque: “nueve rabinos no hacen minián, pero diez zapateros sí” y “un rabino es grande sí lo siguen muchos judíos pequeños”).
Y los problemas del presente no son las violaciones ni las conversiones forzosas sino, principalmente, la desmotivación para pertenecer y participar activamente de la comunidad judía local y mundial. El problema actual de la identidad judía es, creo que antes que nada, un problema de oferta social y de riqueza personal combinadas: ¿qué ofrece nuestro judaísmo frente a otras opciones que lo hagan atractivo y enriquecedor frente a otras opciones, la principal de las cuales es el crudo materialismo ahistórico de las mercancías? Ciertamente no será que nos pregunten qué somos antes de enterrarnos, ni que nos obliguen a demostrar nuestra pertenencia con papeles seudo-legales sin ninguna vinculación con los valores judíos, y con una mala relación con las estructuras familiares modernas.
Dicho de otra manera: en los momentos en los que la exclusividad es un mecanismo de supervivencia válido y eficaz, pueden exigirse condiciones rigurosas, como ocurre con las sociedades pequeñas y aisladas. Sin embargo, en contextos como el nuestro, de alta oferta cultural (aunque sea de la degrada cultura de masas y las industrias culturales que todo lo compra-venden), tales exigencias pueden resultar muy contraproducentes. A menos, como siempre sostengo, que se desee únicamente una comunidad elitista y exclusiva, en donde se el judaísmo sea una asociación como aquellas a las cuales no podían asociarse, precisamente a causa de su sangre.
En cuanto a los que no deseamos tal elitismo, también somos responsables de aquellos parámetros que se vayan a considerar válidos y a quien escuchamos y con quien dialogamos para debatirlos, reformarlos (o no) y establecerlos hasta que la historia nos obligue a cambiarlos.