En tiempos medievales, en una era que cualquier judío ilustrado contemporáneo considerará afortunadamente superada, pervivía una extraña acusación contra las presuntas tradiciones judías. Se trata de la “calumnia de la sangre” según la cual, dicen que decían, los judíos utilizaban para la realización de sus rituales religiosos (que se supondrían “mágicos” en el sentido más esotérico y tenebroso) la sangre de inocentes mancebos o doncellas (dónde “inocente” significaba “fiel” y donde “fiel” significaba “bautizado”). Al mismo tiempo, y esta costumbre pervive hoy en día, la tradición, las costumbres, la religión judías se asociaban primero a un pueblo étnicamente reconocible y luego, cuando empeoró notablemente nuestro discernimiento, a una “raza”. El nazismo llevó este carácter racial y con él la calumnia de la sangre al paroxismo. Nada nuevo inventó en la calumnia, sólo oriento esa especie de vampirismo ritual judío a la intención de destrucción que se oponía a la voluntad de poder encarnada en la (presunta) raza aria y el espíritu del pueblo alemán. El judaísmo utilizaba la sangre de toda la raza que se proponía rehacer el mundo a la medida de una voluntad constructiva y superior. En esta perspectiva, el judaísmo drenaba el alma nacional alemana hacia la nada de su propia vacuidad. ¿Tan difícil de comprender es, en este pensamiento alienado, la compulsión de la “solución final”? ¿Es tan difícil comprender a nuestros enemigos?
Hasta aquí, no desarrollamos sino una forma más del clásico discurso judío moderno e Iluminista, la crítica de ese entorno cultural religioso primero y racista después que circunscribió al pueblo judío a su papel de víctima histórica. Pero cuando la crítica se extiende con liviandad y alegría sobre la presunción del racismo nazi olvidamos negligentemente que es igualmente liviana y alegre la presunción del judaísmo de ser la eterna víctima de la historia. Esta es una auto-calumnia igualmente nociva, precisamente porque niega la propia historia. Y es que es fácil olvidar que el judaísmo es también “algo” histórico, algo humano que permanentemente se desliza y cambia con las corrientes del tiempo. El nazismo se sustentaba en una nociva y errónea filosofía del ser (del ser social), es cierto pero, ¿podemos decir que estamos libres de pecado?
Hoy en día, lentamente, asistimos a un horrible acontecimiento ideológico, discursivo, práctico, que no pasa desapercibido, pero que no conmueve. Y no conmueve porque no vemos el profundo sentido trágico que encierra para el judaísmo. Se trata de una nueva “Calumnia de la sangre”, pero que no llega desde afuera, desde los victimarios, sino desde nuestras propias filas. Y se presenta, además, con esa figura clásica que es la ironía trágica (esa que tanto apreciaría un Nietzsche) del Héroe que, creyéndose amparado por los dioses, se precipita a su horrendo final. “Ea, valiente Héctor Príamida, enfrentemos al terrible Aquiles para ver si le quitamos la vida y la brillante coraza, ganando inmensa gloria”. Hay una nueva “Calumnia de la sangre”, la calumnia que nos dice desde el propio judaísmo que la condición judía es una raza, porque se transmite de madre e hijo, es decir, de sangre a sangre. Según esta doctrina, que tiene quizá antiguas raíces ideológicas, pero que no deja de ser falaz, es judío aquel que tiene “verdadera” sangre judía. ¡Falacia de falacias! No existe la cultura judía, no existe tradición, no existe pueblo, no existe comunidad, no existe (no, ni siquiera existe) religión judía si estamos predeterminados o no por nuestra sangre a ser o no ser. Y, sin embargo, pedimos credenciales de sangre para ser incluidos en la comunidad al nacer y al crecer, credenciales de sangre para contraer legítimo matrimonio, credenciales de sangre (malditas credenciales de sangre) para ser enterrados junto a nuestros seres queridos.
¿Reírnos del terrible enemigo vencido es meritorio si no aprendemos nada de nuestra propia historia? ¿Olvidaremos los pogromos porque somos hijos de mujeres violadas por cosacos y Huliganes? ¿Es que no entendimos a Bialik ni una sola palabra de su “ciudad del exterminio”? Ni siquiera parece importante mencionar la historia a gran escala. Aquella que nos recuerda que en el siglo segundo de la era cristiana, sin cristianos ni nazis a la vista, el emperador Adriano emprendió la más vasta y exitosa persecución de judíos de la historia. Sus legiones enterraron el mapa de Israel y Yehuda (los antiguos reinos) e incluso a la romana provincia de Judea bajo un manto de sal. Los sobrevivientes recogieron cenizas de muchas sangres en Egipto y en Grecia, en Anatolia, sangre aria también: sangre de príncipes y princesas persas, sangre de jornaleros y prostitutas, de mercenarios y campesinas de todas las naciones. Abandonando a duras penas el mundo antiguo el judaísmo, en su lento peregrinaje por el mundo medieval dominado por la calumnia de la sangre, realmente se nutrió de todas las sangres que encontró en su camino. ¿Y ahora nos quieren decir que somos una serie de contenedores de hemocomponentes diferenciados de los del resto de la especie humana? ¡Vergüenza, judíos, vergüenza es una creencia tal!
Es una pretensión presuntuosa y elitista, profundamente aristocrática y antidemocrática. Una pretensión totalmente digna del pensamiento de Nietzsche. ¿Y después qué? ¿Los judíos somos también la “aristocracia del conocimiento”? ¿Luchadores por la libertad, la justicia histórica y los derechos humanos? La calumnia de la sangre perpetra un elitismo hueco, es un reflejo de una vocación de detener la historia, porque para la sangre no existe la historia, sólo acontece un porvenir inmutable: siempre fuimos esta sangre, nuestra sangre siempre será. Y hagamos la pregunta definitiva: ¿A qué poder le interesa detener la historia? Esto sí que es fácil de responder: al poder que quiere el statu quo, que nada cambie porque para quienes participan de ese poder este mundo es el mejor posible.
Los ricos y los advenedizos, los lacayos políticos, económicos e intelectuales son los que quieren ese mundo, son los burócratas de la cultura, que nunca faltan, los que reproducen silenciosamente esta calumnia de la sangre. Son quienes pretenden que el judaísmo es una aristocracia racial, una elite de la sangre que se burla de lo sanguinario, pero que tiene una expresión sanguinolenta.
Las antiguas creencias tenían alguna justificación: se creía firmemente que el alma se transportaba a través de la sangre y los fluidos corporales. Era una teoría que administraba la alimentación cotidiana y el cotidiano trato con los semejantes. Si se quiere creer, que se crea cualquier cosa en libertad. Pero que la creencia no arrebate impunemente la libertad del otro, que no enajene el poder para entregarlo a una aristocracia tan pobre que no merece siquiera ese nombre. Es un pelotón de calumniadores e ignorantes que, si no tenemos cuidado, nos pueden arrastrar a la sombra más oscura: la sombra en la que no podremos ver si somos víctimas o nos hemos transformado en victimarios.