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lunes, 21 de septiembre de 2009
Brindis de Rosh hashaná
En algún momento del último día del año, sin que nos diéramos cuenta, tiene que haber sucedido lo siguiente: a nuestro lado han pasado caminando un viejo y su hijo (aunque parece su nieto) ya crecido. Tienen la ropa manchada; las manchas no son sólo de polvo, causadas por un largo peregrinaje (en unos momentos sabremos qué tan largo es realmente ese viaje); son manchas de sangre. Es la sangre de un carnero, si nos hubiéramos fijado bien, habríamos visto que el muchacho llevaba en las manos un cuerno de aquel carnero y la sangre que todavía goteaba manchaba la arena a su paso.
Los dos están terriblemente cansados, pero también están terriblemente felices. El viejo está satisfecho porque ha cumplido con su parte del trato y ha obtenido un premio que no esperaba; el muchacho, por su parte, está feliz simplemente por no ser él el carnero.
Aunque es todavía vigoroso, el viejo tiene ya cien años de edad cumplidos y, mientras camina a nuestro lado sin que lo veamos, recuerda otras pruebas a las que ha sido sometido en el pasado: su infancia precoz a la sombra feroz del gran Nemrod, de quien su padre era capitán de la guardia. Aquel Nemrod también quiso un día sacrificar a todos los niños, para evitar que la estrella cumpliera su amenaza, y él, aquella vez, había sido salvado el día mismo de su nacimiento: supo que habría otros, después que él, que superarían el mismo destino. Recordó sus batallas y sus viajes: ahora, finalmente, siente que ha cumplido; siente que este último descenso del monte le anuncia su último viaje, cuando sus pies descansarán en la cueva de Majpelá, donde descansan los primeros padres.
El viejo suspira: ha estudiado con Noé y con Sem: sabe leer la música de las estrellas, sabe que al día siguiente el mundo cumplirá un nuevo ciclo y que la tierra que pisa ya ha recorrido 2560 sesenta años. Sin embargo, para nosotros, sus descendientes, que estamos reunidos aquí, ese fue nuestro primer día y 3210 años han transcurrido desde entonces. 3210 veces el sacrificio último ha sido redimido por la sangre del carnero y lo recordamos haciendo sonar aquel cuerno al comienzo de un nuevo ciclo.
Si Abraham hubiera sacrificado a Isaac, como le fue pedido y como estaba perfectamente dispuesto (pues de otro modo no habría existido redención) nosotros no seríamos. La sangre del carnero ha redimido al niño del año nuevo y por eso su cuerno suena, para anunciar la renovación del gran pacto y la tarea de completar una nueva página en el gran libro de la vida. Creen algunos que el libro dice quienes terminarán el próximo viaje y por eso saludamos deseando la inscripción. No obstante, el destino no es un burócrata que anota nombres. Lo que deseamos en realidad es que se renueve el pacto de vida que tienen nuestro pueblo y nuestra cultura. Así recibimos este equinoccio: en el polo opuesto está la confirmación de la identidad mediante la liberación del cautiverio. Eso es Pesaj. Aquí, en cambio, celebramos la confirmación de la renovación del pacto, la fuente misma de nuestra identidad.
Pero esta identidad no se apoya en la pura continuidad, sino también en el cambio. Fueron profetas los que advirtieron que hay “preceptos que no son buenos” y el abandono primero de los sacrificios humanos y después de los sacrificios de animales es una de nuestras marcas de cambiante identidad.
El camino no es fácil: en 32 siglos muchas cosas han cambiado. Y seguirán cambiando. Pero mientras soñamos con la llamada del Shofar pensemos brevemente en ese viejo y su hijo y en que somos nosotros las estrellas que les fueron prometidas en la tarde de ayer y hace tres mil años. Pero también somos los granos de arena, arrastrados por todos los vientos: por eso nuestra identidad, al mismo tiempo, permanece en su sitio y no lo encuentra nunca realmente.
Somos, bajo las estrellas, los granos humildes de arena que pasan hoy entre el pasado y el futuro y cuando levantamos las copas para brindar por un dulce y feliz año futuro, recordemos que este momento es un regalo que no puede pesarse ni tampoco repetirse.
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