Ahora que pasó Pesaj, publicamos este artículo relacionado con la celebración.
Una parte importante del Seder de Pesaj es el recuerdo de las diez plagas con las cuáles, dice la Torá, dios castigó a Egipto para que el faraón nos dejara salir. Si se leen con atención los fragmentos correspondientes, descubrimos algo que puede resultar perturbador. Casi desde el principio el Faraón considera la posibilidad de dejarnos salir. Sin embargo, dice el texto, dios endureció su corazón para que cada plaga subsiguiente fuera finalmente necesaria.
Así, parece que dios hubiera querido que el destino se cumpliera hasta el final, hasta la muerte de los primogénitos, sin importar otras consideraciones humanitarias o políticas. Dicho de otra manera, quienes contaron la historia en la Torá querían ver en ella la Sangre, las Ranas, los Piojos, las Fieras, la Peste del Ganado, la Sarna, el Granizo, la Langosta, la Oscuridad y la Gran Plaga Final. La Torá, después del asesinato de Abel, el Diluvio, las matanzas de Nemrod, la destrucción de Sodoma y Gomorra y las traiciones de Yaacob y de los hermanos de José (aquel que nos guió a Egipto, al engaño de la riqueza y a la certeza de la servidumbre), todavía tenía lugar para una especie de filme clase B de terror total donde todo empeorara hasta que los restos de un pueblo entero se hundieran en el Mar Rojo (sólo entonces, dicen que dice el Talmud, dios, ese dios que tan inflexible había sido, prohibió que se cantara el aleluya, porque sus hijos egipcios estaban muriendo).
Del otro lado del mar, los hebreos (que sólo entonces fueron realmente “un pueblo”, como nunca lo habían sido y como jamás volverían a ser) miraron hacia atrás y sólo vieron el mar, que creían una callada tumba de cientos de padres de hijos asesinados. Sin embargo, la mano fuerte y extendida de dios los puso allí con un solo movimiento de su omnipotencia. Se sintieron alegrados, liberados; inconstantes y egoístas, temieron por su nuevo futuro. Al mismo tiempo, del otro lado del mar, los egipcios despertaron de un sueño terrible: pero sus hijos estaban vivos, su ganado y sus cosechas en buen estado, el Gran Nilo, padre y madre de los fértiles valles faraónicos, corría todavía lodoso y fresco hacia el Gran Mar. Pasaron unos días y supieron que unos siervos habían salido de la Tierra de Goshen hasta cruzar las fronteras que daban al Asia. Al parecer, no les importó demasiado: al menos ciento cincuenta años pasarían antes de que los carros del imperio cruzaran nuevamente la península de Sinaí hacia Canaán.
Seguramente, ese despertar aliviado de Egipto es el mayor de los milagros y, como siempre, la mayor advertencia: no era el faraón quién necesitaba las plagas. Siempre fuimos nosotros. Por rencor y por venganza, quizá justificados, quizá no, recordamos ese Genocidio inexistente como preludio de nuestra liberación y en nuestro pasado ilusorio pintamos todavía las puertas con sangre.
¿Cuál es, entonces, el sentido de la décima plaga? Toda respuesta es pura conjetura y de una conjetura les traigo una nueva lección: La terrible consecuencia de las plagas enseña que debemos ser capaces de impugnar los actos de dios, capaces de decir, “No, a este precio no quiero tu libertad ni tu ley”. Y no es culpa de ese dios si no lo hacemos, lo demuestra la misericordiosa mano con la que borró el sufrimiento de los egipcios (y por eso podríamos estarle agradecidos). De la Sangre a la Oscuridad, de la Amenaza al Genocidio hay una necesidad que debemos combatir, porque cada tiempo tiene sus plagas, que no es una ni diez, ni quinientas, y lo que debe combatirse es la resignación a su existencia: reconocer nuestras plagas, combatirlas, hacer de la historia sellada un nuevo curso.
Despertar, quizá, en un futuro sin genocidas (en un futuro en el cual por ninguna razón nosotros necesitemos un genocida para conseguir la libertad, ni tan siquiera la supervivencia) sería un anhelo mayor que los disponibles. Tal vez entonces una mano de fuego re-escriba una Torá definitiva, en donde cada matanza hubiera sido borrada y olvidada. Sería esa una Torá en la que incluso los ateos podríamos tener fe.
Recuerdo otra presunta injusticia: dijeron que Moisés fue castigado y no se le permitió entrar a la tierra de Canaán. Fue vencido por dios y enterrado en la montaña. Pero todo fue un engaño. Apenas los últimos pasos de los israelitas se perdieron tras las dunas, Moisés salió de detrás de una roca, donde había estado escondido. Volvió sus pasos por el mismo camino: no fueron cuarenta años esta vez, sólo unos pocos días. En una orilla que no había envejecido, el milagro del mar se repitió para dejarlo pasar y al fin llegó a la ciudad. Príncipe de Egipto, Hijo del Nilo, los primogénitos de sus amigos lo saludaron con respeto y con cariño cuando sus pasos treparon nuevamente las anchas escalinatas y sus ojos húmedos contemplaron, por última vez, las doradas columnas del palacio faraónico.